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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

La máscara de Ra (22 page)

BOOK: La máscara de Ra
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—Fue un gesto de gran misericordia —afirmó Amerotke—. Vuestro primo cometió un acto blasfemo y sacrílego.

—Siempre ruego por vos, mi señor Amerotke.

El juez palmeó el hombro de su interlocutor.

—Entonces, hacedlo ahora —le pidió mientras reanudaba la marcha.

Por fin, Amerotke dejó atrás la necrópolis, caminando por un polvoriento sendero bordeado de verdes y espinosos matorrales. Los olores y los sonidos de la ciudad de los muertos se perdieron en la distancia, reemplazados por el soplo ardiente del desierto. Rodeó el saliente rocoso y siguió por un angosto camino serpenteante, que seguía el cauce seco de un río y se adentraba en el valle de los Reyes. Los acantilados se alzaban oscuros e imponentes, las cimas recortadas por los últimos rayos del sol. Amerotke oyó un sonido y se detuvo; un poco más arriba vio moverse lo que parecía ser un montón de trapos. Desenvainó la espada y escaló por las piedras sueltas. Se encontró con una vieja: el pelo sucio y canoso enmarcaba el rostro amarillento y surcado de arrugas de la mujer. El juez oyó el jadeo agónico de la respiración y miró los ojos lechosos. La sacudió suavemente; la vieja levantó una mano esquelética como si quisiera protegerse el rostro de los rayos del sol. Amerotke la cogió en brazos y la levantó con mucho cuidado, pesaba menos que un niño. La llevó hasta la sombra y la acomodó entre las piedras. Los labios de la anciana se movieron, pero Amerotke no consiguió entender ni una sola de sus palabras. Sabía lo que había ocurrido: habían traído a la vieja hasta aquí para dejarla morir, abandonada en el desierto por una familia demasiado pobre para alimentar otra boca que ya no podía hacer nada de provecho debido a la edad.

—¿De dónde sois? —preguntó.

La vieja intentó hablar pero acabó por menear la cabeza, porque apenas si tenía fuerzas para respirar. Amerotke cogió la calabaza y la acercó a la boca de la mujer, quien bebió con desesperación. Después, volcó un poco de agua en la mano y le refrescó la frente y las mejillas ardientes. La anciana abrió los ojos. Sufría de cataratas; una película blanca le cubría los ojos, pero consiguió distinguir la silueta del magistrado.

—Me muero —dijo.

Amerotke le cogió una mano y se la apretó.

—Os puedo llevar de vuelta —se ofreció.

La anciana intentó reírse pero la cabeza se le tumbó sobre el pecho. Amerotke le roció la nuca con un poco de agua, cosa que pareció revivirla, porque levantó la cara.

—¿No os quedaréis? —susurró—. ¿No os quedaréis para rezar la plegaria?

El juez miró hacia el valle, tenía que marcharse. Podía llevar a la vieja de regreso pero ¿dónde se hallaba su casa? La piel de la pobre mujer estaba fría y pegajosa, los estertores eran cada vez más débiles. Le acercó otra vez la calabaza a los labios.

—Me quedaré con vos.

—¿Cerraréis mis ojos y rezaréis la plegaria?

Amerotke asintió y se sentó a esperar mientras las sombras eran cada vez más largas y la vieja se debilitaba por momentos. Continuó dándole tragos de agua, al tiempo que procuraba ponerla lo más cómoda posible. El final llegó rápido: escupió el último trago de agua, tuvo un espasmo y luego su cabeza cayó a un costado. El juez le cerró los ojos y, volviéndose hacia el norte, rezó pidiendo la compasión de Amón-Ra, para que el Ka de la anciana pudiera vivir en los campos de la eternidad. Le cubrió el rostro con un harapo y se entretuvo tapándole el cuerpo con piedras; caía la noche y la brisa ardiente que soplaba del desierto le trajo los sonidos de los carroñeros: los chacales, los leones y las hienas.

Amerotke calculó que había perdido por lo menos una hora y se apresuró a bajar al valle. Cuanto más avanzaba, más amenazador le parecía el silencio. Los matorrales enraizados en las laderas tenían todo el aspecto de asaltantes encapuchados preparados para el ataque. Comenzaba a refrescar, en el cielo aparecían las estrellas como una multitud de diminutas antorchas, y las sombras se alargaron hasta fundirse en una sola. El juez recordó que éste era un lugar embrujado. En alguna parte del valle se encontraba la tumba secreta del faraón Tutmosis I. Ineni, el arquitecto y sepulturero real, se había vanagloriado de que «ningún ojo ha visto, ningún oído ha escuchado ni ninguna lengua podía decir» dónde yacía enterrado el gran rey. En otras palabras, los muertos no cuentan historias: habían matado a los centenares de convictos y prisioneros de guerra que habían trabajado en la construcción de la tumba. ¿Todavía rondaban por allí los Kas de aquellos hombres, sus fantasmas?

El sendero hacía una curva, y al llegar al otro extremo, Amerotke vio la gran caverna, el santuario de la diosa Meretseger, en un lugar muy elevado de la ladera rocosa. Las llamas de una fogata marcaban la entrada; el juez miró con mucha atención y alcanzó a ver una figura que agitaba los brazos para indicarle que se acercara.

Amerotke aceleró el paso y el sudor comenzó a correrle por todo el cuerpo mientras iniciaba la subida. Había tallado unos escalones rudimentarios en la ladera, pero la mayoría se encontraban en un estado ruinoso. El culto a la diosa había declinado con el paso de los años, después de ser sustituido por los elaborados rituales de los templos de Tebas. El magistrado miró hacia lo alto, pero la entrada de la caverna estaba ahora oculta por la pendiente.

Por fin llegó al final de la escalera. Allí, como cortado por la mano de un gigante, se abría un profundo precipicio. Amerotke hizo una pausa para recobrar el aliento mientras miraba al otro lado; ya no ardía la hoguera ni vio a nadie. Por encima de la boca de la caverna, la estatua de la diosa de ojos oblicuos y la cabellera de serpientes le devolvió la mirada.

—¡Estoy aquí! —gritó. Volvió la cabeza por un instante, convencido de que había oído un ruido escuchado un sonido—. ¡Estoy aquí! —repitió—. ¡Soy Amerotke, juez supremo de la Sala de las Dos Verdades!

Desde las rocas situadas más arriba le respondieron los gritos de las grandes hienas peludas. Amerotke desenvainó la espada y cruzó con muchas precauciones el puente de madera que atravesaba el precipicio, una construcción muy sencilla hecha de dos postes y unos cuantos tablones sueltos. Llegó a la boca de la caverna y miró sorprendido el reguero de sangre que se perdía en la penumbra interior. Entró en la cueva con la espada en alto, dispuesto a repeler cualquier ataque. Dos lámparas de aceite ardían débilmente en sus platos de metal, habían derramado agua sobre el fuego para reducir las llamas, y el hedor de la sangre y la carne putrefacta lo inundaba todo. Amerotke se tapó la boca con la mano, oyó un sonido y se apresuró a volver a la entrada de la caverna. Para su horror y espanto vio que alguien había retirado los tablones, que ahora estaban apilados al otro lado. Lanzó un grito de desesperación. Se había creído tan inteligente, se había mostrado tan arrogante, que en ningún momento consideró la posibilidad de que le tendieran una trampa. Volvió sobre sus pasos, recogió una de las lámparas y se adentró en las tinieblas.

Se detuvo horrorizado ante la escena que tenía delante: el anciano sacerdote yacía en el suelo, degollado, la cabeza aguantada sólo por un resto de piel, el cuerpo esquelético empapado de sangre negra. Un poco más allá se encontraban los cadáveres podridos de dos babuinos. El viento entraba en la caverna llevándose el hedor pero, al estar tan cerca, Amerotke comprendió todo el horror de la trampa. Las paredes aparecían cubiertas de símbolos trazados con sangre, la estatua de piedra de la diosa estaba tumbada y rota; el lugar había sido profanado.

Amerotke regresó a la entrada, cerrando los ojos para borrar de sus pupilas el espanto de la escena. La caverna estaba en la ladera. Sin duda, si avanzaba por la cornisa conseguiría escalar hasta la cima del valle y a partir de allí emprender el largo y fatigoso camino de vuelta a Tebas, bordeando el desierto. Dio unos pasos y descubrió un angosto y pulido sendero que subía por la ladera. Dejó la lámpara en el suelo, envainó la espada y comenzó a subir. Un profundo y amenazador gruñido le obligó a retroceder tan aprisa que cayó de rodillas, pero no se detuvo y continuó retrocediendo a gatas.

Un poco más adelante acababa de aparecer una silueta oscura y unos ojos color ámbar resplandecían en la oscuridad. Un olor pútrido llegó hasta su nariz. Amerotke controló el pánico. La silueta, aunque amenazante, no se había movido. Una vez más sonó el gruñido, al que inmediatamente se sumaron otros. El juez desenvainó la espada y la silueta se movió levantando la cabeza. Amerotke vio recortado contra el cielo el perfil de las largas y puntiagudas orejas, la cabeza horrible y la melena de una hiena enorme, uno de los voraces carroñeros que rondaban por los confines del desierto. Las hienas, a pesar de su aspecto terrible, eran animales cobardes. Por lo general, las hienas nunca atacaban a un hombre armado. Sin embargo, una jauría en mitad de la noche, atraída por el olor de la sangre y la carne podrida, bien podía intentarlo. Pondrían a pruebas sus fuerzas y lo atacarían. Amerotke conocía las historias de mercaderes y vendedores ambulantes que habían sido pillados por sorpresa, de hombres heridos devorados por fieras a las que había atraído por el olor de la sangre.

La silueta se movió, con el vientre pegado al suelo. El líder de la manada avanzó un poco más. Amerotke comenzó a gritar con todas sus fuerzas al tiempo que golpeaba la roca con la espada de bronce. La amenaza retrocedió, y el magistrado se apresuró a regresar a la caverna donde estaba la lámpara de aceite. La recogió, quemándose las yemas de los dedos mientras intentaba que las llamas prendieran en las mechas empapadas, pero fue inútil. Oyó un gruñido y levantó la cabeza: una silueta oscura acababa de aparecer en la entrada. A pesar de la luz tan escasa, Amerotke vio todo el espanto de aquel demonio de las tinieblas. No se trataba de una vulgar hiena; la líder de la manada era una hembra en plena madurez, el gran mechón de pelo enhiesto enmarcaba la horrible cabeza, las feroces mandíbulas y los ojos como dos hogueras del infierno.

Amerotke volvió a chillar. Recogió la lámpara, la lanzó hacia la entrada y la bestia desapareció. Escuchó los gruñidos cada vez más feroces. Empapado en sudor, empuñó la espada y el puñal. No tardarían en atacarlo, y no disponía de un fuego para protegerse. Podía correr en un intento por saltar el precipicio, pero descartó la idea: la brecha era demasiado grande y si las hienas eran capaces de alcanzar a una gacela veloz como el viento, a él lo atraparían en un instante.

Cerró los ojos y comenzó a rezarle a Maat.

—No he hecho ningún mal —dijo en voz baja—. ¿Acaso no he ofrecido sacrificios ante tus ojos? ¿No he intentado seguir la senda de la verdad?

Una vez más se repitió el gruñido cuando la hiena reapareció en la entrada, seguida por otra bestia. Ya se daba por muerto cuando vio un arco de fuego que cruzaba la oscuridad para ir a estrellarse contra la ladera, apenas por encima de la boca de la caverna, seguido por fuertes gritos. Más flechas incendiarias siguieron a la primera. Las hienas, asustadas, se dieron a la fuga.

—¡Amo! ¡Amo!

—¡Shufoy!

Amerotke echó a correr pero entonces recordó la amenaza. Con la espalda pegada a la pared, avanzó poco a poco. Asomó la cabeza, y vio una silueta que se movía al otro lado del precipicio, levantando una antorcha.

—¡Deprisa, amo! ¡Vamos, vamos!

—¡Los tablones! —gritó Amerotke.

El enano desapareció de la vista. Al cabo de un momento, el juez escuchó el zumbido de la cuerda de un arco, seguido del vuelo de más flechas incendiarias disparadas en dirección a las hienas. Luego, oyó los rezongos del sirviente y después otra llamada:

—¡Amo, por amor a la verdad, ayudadme!

Amerotke se acercó al borde del precipicio. Se estremeció al sentir el contacto del viento frío en la piel sudada. Miró a la derecha. No había ningún rastro de las hienas.

—¡Se han marchado! —gritó Shufoy—. Pero, amo, pueden volver. ¡Los tablones, deprisa! ¡Aseguraos de que estén bien colocados!

El magistrado se agachó, tanteando en la oscuridad. Le resultaba imposible controlar los temblores, no podía concentrarse. Shufoy le arrojó la antorcha, que soltó una nube de chispas al chocar contra el suelo, para después brillar con más fuerza al desparramarse el fuego por la brea. Amerotke, más tranquilo, aprovechó la luz para colocar los tablones bien firmes. En cuanto acabó, se apresuró a cruzar y se arrodilló junto a Shufoy. Dejó que el sirviente lo tapara con una capa mientras intentaba controlar las náuseas y la sensación ardiente en el fondo de la garganta.

—¿Cómo lo has sabido? —preguntó con voz ronca.

—No lo sabía —declaró Shufoy, muy compuesto—. Pero, amo, aquí no. Debemos irnos.

Amerotke que no veía el momento de marcharse pero, ante la insistencia de Shufoy, le ayudó a retirar los tablones.

—La hiena es un animal muy astuto —le explicó el enano—. No seríamos los primeros seres humanos que son perseguidos en la oscuridad. ¿Estáis bien? ¿Podéis correr?

—Sí, pero con una condición —replicó Amerotke, con voz entrecortada—. ¡Nada de proverbios ni de máximas, Shufoy!

—El destino del hombre es el destino del hombre —entonó Shufoy.

—Ahora las hienas ya no parecen tan temibles —comentó Amerotke.

El sirviente le rodeó la cintura con un brazo y juntos comenzaron a bajar la ladera muy cautelosamente para no dar un paso en falso.

Amerotke se sentía muy débil y enfermo cuando salieron del valle. Las terribles imágenes de los cuerpos cubiertos de sangre, los babuinos despanzurrados; el hedor, y las sombras de las bestias como un presagio mortal se negaban a desaparecer de su memoria.

Rodearon la necrópolis y Shufoy se las apañó para alquilar una pequeña embarcación que los transportara al otro lado del Nilo. En cuanto pisó el muelle, Amerotke se olvidó de toda dignidad y se sentó en el suelo, abrazándose las rodillas contra el pecho y los ojos cerrados. No podía parar de temblar.

—Lo que necesitáis, amo, es un poco de comida caliente.

La invitación fue demasiado para su estómago y Amerotke comenzó a vomitar. Permitió que Shufoy le ayudara a ponerse de pie y lo llevara hasta una palmera junto a un tenderete donde servían vino y cerveza. El enano le hizo sentar en un taburete al tiempo que le gritaba al dueño que no se preocupara, que le pagarían la consumición. Le sirvió a su amo un vaso de vino blanco.

—Os dará sueño pero os sentiréis mucho mejor.

Amerotke bebió un buen trago. Comenzó a darse cuenta del entorno; vio a los marineros con sus típicos atuendos, que reían y bromeaban con las prostitutas, a los alcahuetes, a los vendedores ambulantes, a los soldados de permiso, a los pomposos oficiales portuarios que se ocupaban de sus funciones nocturnas. Le entraron ganas de levantarse de un salto y relatar a voz en grito los horrores que había visto.

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