La Muerte de Artemio Cruz (27 page)

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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Cuento, Relato

BOOK: La Muerte de Artemio Cruz
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—¡Armas, por favor, armas!

—¡No se detengan! —gritó el hombre que iba al frente de nuestros soldados—. ¡No sean un blanco fácil!

Pasaron corriendo debajo de ellos y ellos apuntaron la ametralladora hacia la retaguardia de sus compañeros: creyeron que los venían persiguiendo.

—Ya deben andar cerca —le dijo a Miguel.

—Apunta, mexicano, apunta bien —le dijo Miguel y tomó entre las palmas de las manos la última cinta de cartuchos que les quedaba.

Pero se les adelantó otra ametralladora. A dos o tres cuadras de distancia, otro nido emboscado, pero éste de los fascistas, había esperado el momento de nuestra retirada y ahora la metralla estaba salpicando la calle y matando a nuestros soldados. No a su jefe, que cayó de boca y gritó: —¡Arrojándose de barriga! ¡Nunca aprenderán!

Él cambió la posición de la ametralladora para tirar sobre ese nido emboscado y el sol se perdió detrás de las montañas. El fuego de la ametralladora en sus manos le cimbraba el cuerpo y Miguel murmuró: —No bastan los riñones. Los moros rubios tienen mejor equipo.

Porque sobre sus cabezas zumbaron los motores.

—Ya llegaron los Caproni.

Combatían lado a lado, pero ya no se veían en la oscuridad. Miguel alargó el brazo y le tocó el hombro. Por segunda vez este día, la aviación italiana bombardeaba la población.

—Vamos, Lorenzo. Ya regresaron los Caproni.

—¿A dónde vamos? ¿Qué? ¿Dejamos la ametralladora?

—Ya no sirve. No tenemos balas.

La ametralladora enemiga también había callado. Debajo de ellos, por la calle, pasó un grupo de mujeres. Las distinguieron porque iban cantando, a pesar de todo, con las voces altas:

Con Líster y Campesino,

con Galán y con Modesto,

con el comandante Carlos,

no hay milicianos con miedo…

Eran voces extrañas, entre tanto ruido de bombas, pero más fuertes que las bombas porque éstas caían de cuando en cuando y las voces cantaban todo el tiempo. «Y no es que fueran voces muy marciales, papá, sino voces de mujeres enamoradas. Les estaban cantando a los guerreros de la república como a sus enamorados, y allá arriba, antes de abandonar la ametralladora, Miguel y yo nos tocamos accidentalmente las manos y pensamos lo mismo. Que nos cantaban a nosotros, a Miguel y a Lorenzo y que nos amaban… »

Entonces se derrumbó la fachada del obispado y ellos se arrojaron al piso, cubiertos de polvo, y él pensó en Madrid, cuando llegó, en los cafés llenos de gente hasta las dos y tres de la madrugada, cuando sólo hablaban de la guerra y sentían una gran euforia, una gran seguridad de que ganarían y él pensó en que Madrid seguía resistiendo y en que con las bombas las madrileñas se hacían tirabuzones… Se arrastraron hasta la escalera. Miguel estaba inerme. Él iba arrastrando su fusil naranjero. Sabía que sólo tenían un fusil por cada cinco combatientes. Decidió no soltar su fusil.

Bajaron por la escalera de caracol. "Creo que un niño lloraba en un cuarto.

No sé, porque pude confundir el llanto con el de las alarmas aéreas."

Pero lo imaginó allí, abandonado. Bajaron a tientas, en la oscuridad. Era tanta, que al salir a la calle les pareció de día. Miguel dijo:

«No pasarán" y las mujeres le contestaron: "¡No pasarán!» Les cegó la noche y debieron caminar un poco desorientados, porque una de las mujeres corrió hacia ellos y les dijo: —Por allí no. Venid con nosotras.

Cuando se acostumbraron a la luz de la noche, estaban todos boca abajo sobre la acera. El derrumbe los aisló de las ametralladoras enemigas: la calle estaba cortada; él respiró el polvo suelto, pero también el sudor de las muchachas recostadas a su lado. Trató de ver sus caras. Sólo vio una boina, una gorra de estambre, hasta que la muchacha arrojada a su lado levantó el rostro y él vio sU pelo suelto, castaño, blanqueado por la cal del derrumbe y ella le dijo:

—Soy Dolores.

—Lorenzo. Ése es Miguel.

—Yo soy Miguel.

—Perdimos al grupo.

—Éramos del cuarto Cuerpo.

—¿Cómo salimos de aquí?

—Es preciso dar un rodeo y cruzar el

puente.

—¿Vosotros conocéis el lugar?

—Miguel lo conoce.

—Sí, yo lo conozco.

—¿De dónde eres?

—Soy mexicano.

—Ah, entonces no es difícil entenderse.

Los aviones se alejaron y todos se pusieron de pie. Nuri con la boina y María con la gorra de estambre dijeron sus nombres y ellos repitieron los suyos. Dolores llevaba pantalones y una chaqueta y las otras dos overoles y mochilas. Avanzaron en fila por la calle desierta, muy cerca de los muros de las casas altas, debajo de los balcones oscuros con sus ventanas abiertas, como si fuera un día de verano. Oían ese paqueo interminable, pero no sabían de dónde venía. A veces, pisaban los cristales rotos o Miguel, que iba al frente de la fila, decía que tuvieran cuidado con un cable. Un perro les ladró en una bocacalle y Miguel le arrojó una piedra. En un balcón estaba sentado en su mecedora un viejo con la bufanda amarrada alrededor de la cabeza. No los miró cuando pasaron y ellos no entendieron qué hacía allí: si esperaba el regreso de alguien o si aguardaba la salida del solo qué. No los miró.

Él respiró hondo. Dejaron atrás el pueblo y llegaron a un campo de álamos desnudos. Ese otoño, nadie recogió las hojas secas que crujieron bajo sus pies, ennegrecidas ya por la humedad. Miró los trapos empapados que envolvían los pies de Miguel y quiso, otra vez, ofrecerle sus botas, pero el compañero caminaba con tal firmeza, lo sostenían dos piernas tan fuertes y esbeltas, que se dio cuenta de lo inútil que sería ofrecerle lo que no necesitaba. A lo lejos, les esperaban esas laderas oscuras. Quizá, entonces, las necesitaría. Ahora no. Ahora estaba allí el puente y debajo de él corría un río turbulento y hondo y todos se detuvieron a verlo.

—Pensé que estaría congelado —él hizo un gesto de enfado.

—Los ríos de España nunca se hielan —murmuró Miguel—. Corren siempre.

—¿Por qué? —le preguntó Dolores a él.

—Porque así podríamos evitar el puente.

—¿ Por qué? —dijo ahora María y las tres, con las preguntas en las miradas, eran como unas niñas curiosas.

Miguel dijo:

—Porque generalmente los puentes están minados.

El pequeño grupo no se movió. El río rápido y blanco que pasaba a sus pies los hipnotizó. No se movieron. Hasta que Miguel levantó el rostro y miró hacia la montaña y dijo:

—Si cruzamos el puente, podemos llegar a la montaña y de allí a la frontera. Si no lo cruzamos, nos fusilarán…

—¿Entonces? —dijo María con un sollozo reprimido y por primera vez los dos hombres vieron su mirada vidriosa y cansada.

—¡Que ya perdimos! —gritó Miguel y apretó los puños vacíos y se movió así, como si buscara en el suelo tapizado de hojas negras un fusil-o ¡Que no hay vuelta atrás! ¡Que ya no tenemos ni aviación, ni artillería, ni nada!

Él no se movió. Se quedó mirando a Miguel hasta que Dolores, la mano caliente de Dolores, los cinco dedos que acababa de retirar de la axila, tomaron los cinco dedos del joven y él comprendió. Buscó sus ojos y él vio, también por primera vez, los de ella. Pestañeó y los vio verdes, igual que el mar cerca de nuestra tierra. La vio despeinada y sin pintura, con las mejillas enrojecidas por el frío y los labios llenos y resecos. Los otros tres no se fijaron. Caminaron, ella y él, tomados de la mano y pisaron el puente. Él dudo un momento. Ella no. Los diez dedos unidos les dieron calor, el único calor que él había sentido en todos estos meses.

"… el único calor que sentía en todos estos meses de retirada lenta hacia Cataluña y los Pirineos… "

Escucharon el ruido del río debajo de ellos y el crujido de las planchas de madera del puente. Si Miguel y las muchachas gritaron desde la otra orilla, ellos no los escucharon. El puente se alargaba, parecía atravesar un océano y no este río encabritado.

«Mi corazón latía de prisa. El latido debió sentirse en mi mano, porque ella la levantó y la llevó a su pecho y allí sentí la fuerza de su corazón… »

Entonces ya caminaban lado a lado sin miedo y el puente se acortó.

Del otro lado del río, surgió lo que no habían visto. Un gran olmo sin hojas, grande, hermoso, blanco. No lo cubría la nieve, sino un hielo brillante. Brillaba como una joya, de tan blanco, en la noche. Él sintió el peso de su fusil sobre el hombro, el peso de sus piernas, sus pies de plomo sobre la madera del puente: así de ligero, luminoso y blanco le parecía ese olmo que los esperaba. Apretó los dedos de Dolores. El viento helado les cegaba. Cerró los ojos.

«Cerré los ojos, papá, y los abrí, temiendo que el árbol ya no estuviera allí. .. »

Entonces los pies sintieron la tierra, se detuvieron, no miraron hacia atrás, corrieron los dos hacia el olmo, sin atender los gritos de Miguel y las dos muchachas, sin escuchar la nueva carrera de los compañeros sobre el puente, corrieron y abrazaron el tronco desnudo, blanco y cubierto de hielo, lo mecieron mientras esas perlas de frío caían sobre sus cabezas, se tocaron las manos abrazándolo y se separaron violentamente de su árbol para abrazarse Dolores y él, para que él le acariciara la frente y ella la nuca; ella se alejó para que él viera mejor los ojos verdes, húmedos, y la boca entreabierta antes de hundir la cabeza en el pecho del muchacho y levantar el rostro y darle sus labios, antes de que los compañeros los rodearan, pero sin abrazar el árbol como ellos lo habían hecho…

"… Qué tibia, Lola, qué tibia eres y cómo te amo ya."

Acamparon en las estribaciones de la sierra, debajo de la corona de nieve. Miguel y el joven. buscaron ramas e hicieron un fuego. Él se sentó junto a Lola y volvió a tomarle la mano. María sacó de su mochila una vasija rota y la llenó de nieve y la derritió sobre el fuego y también sacó un pedazo de queso de cabra. Después, riendo, Nuri sacó del pecho unas

bolsitas arrugadas de té Lipton y todos rieron con la cara de ese capitán de yate inglés que adornaba las bolsas de té.

Nuri contó que antes de la caída de Barcelona habían llegado paquetes de tabaco, té y leche condensada mandados por los americanos. Nuri era regordeta y alegre y trabajó antes de la guerra en una fábrica de tejidos, pero María hablaba y recordaba los días en que estudiaba en Madrid y vivía en la Residencia de Estudiantes y salía a las huelgas contra Primo de Rivera y lloraba en los estrenos de Larca.

«Yo te escribo, con el papel apoyado contra las rodillas, mientras las oigo hablar y trato de decirles cuánto amo a España y sólo se me ocurre hablar de mi primera visita a Toledo, una ciudad que yo imaginaba como la pintó El Greco, envuelta en una tormenta de relámpagos y nubes verdosas, asentada sobre un Tajo ancho, una ciudad, ¿cómo te diré?, que estuviera en guerra contra sí misma. y encontré una ciudad bañada de sol, una ciudad de sol y silencio y un alcázar bombardeado, porque el cuadro de El Greco —trato de decirles— es toda España y si el Tajo de Toledo es más angosto, el Tajo de España se abre de mar a mar. Esto he visto aquí, papá. Esto trato de decirles… »

Eso les dijo, antes de que Miguel empezara a contar cómo se unió a la brigada del coronel Asensio y cuánto le costó aprender a pelear. Les dijo que todos los del ejército popular eran muy valientes, pero que eso no bastaba para ganar. Había que saber pelear. y los soldados improvisados tardaban mucho en comprender que hay reglas para la seguridad y que más vale seguir viviendo para seguir luchando. Además, una vez que aprendían a defenderse, todavía les faltaba aprender cómo atacar. Y cuando ya sabían todo eso, les faltaba aprender lo más difícil de todo, ganar la victoria más dura, que era la victoria sobre sí mismos, sobre sus costumbres y comodidades. Habló mal de los anarquistas, que según Miguel eran unos derrotistas y habló mal de los traficantes que le prometían a la República armas que ya le habían vendido a Franco. Dijo que su gran dolor, el que se llevaría a .la tumba, era no entender por qué todos los trabajadores del mundo no se habían levantado en armas para defendernos en España, porque si España perdía, era como si perdieran todos juntos. Dijo esto y partió un cigarrillo y le dio la mitad al mexicano y los dos fumaron, él junto a Dolores y le pasó la colilla para que ella también fumara.

Escucharon un bombardeo muy duro, a lo lejos. Desde el campamento, se veía un fulgor amarillento, un abanico de polvo en la noche. —Es Figueras —dijo Miguel—. Están bombardeando Figueras.

Miraron hacia Figueras. Lola estaba cerca de él. No les habló a todos. Sólo le habló a él, en voz baja, mientras miraban ese polvo y ese ruido lejanos. Dijo que tenía veintidós años, tres más que él, y él se aumentó la edad y dijo que ya había cumplido los veinticuatro. Ella dijo que era de Albacete y que había ido a la guerra para seguir a su novio. Los dos habían estudiado juntos —habían estudiado química— y ella lo siguió, pero a él lo fusilaron los moros en Oviedo. Él le contó que venía de México y que allá vivía en un lugar caliente, cerca del mar, lleno de frutas. Ella le pidió que le hablara de las frutas tropicales y le dieron risa los nombres que nunca había escuchado y le dijo que mamey parecía nombre de veneno y guanábana nombre de pájaro. Él le dijo que amaba los caballos y que cuando llegó estuvo en la caballería, pero ahora no había caballos ni nada. Ella le dijo que nunca había montado; él trató de explicarle la alegría que da montar, sobre todo en la playa al amanecer, cuando el aire sabe a yodo y el norte se está aplacando pero todavía llueve ligero y la espuma que levantan los cascos se mezcla con la llovizna y uno va con el pecho desnudo y los labios llenos de sal. Esto le gustó. Dijo que quizá le quedaba todavía un recuerdo de sal en la boca a él y lo besó. Los otros se habían dormido junto al fuego y el fuego se estaba apagando. Él se levantó para atizarlo, todavía con ese sabor de Lola en la boca. Vio que sí, que todos se habían dormido, abrazados los tres para darse calor y regresó al lado de Lola. Ella le abrió la chaqueta forrada de lana de borrego y él unió las manos sobre la espalda de la muchacha y su blusa de dril y ella le cubrió la espalda con la chaqueta. Ella le dijo al oído que debían fijar un lugar para volverse a encontrar, en caso de que se separaran. Él le dijo que se encontrarían en un café que él conocía cerca de la Cibeles, cuando liberáramos Madrid y ella le contestó que se verían en México y él dijo que sí, en la plaza del puerto de Veracruz, bajo las arcadas, en el café de La Parroquia. Tomarían café y comerían cangrejos.

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