Read La Muerte de Artemio Cruz Online

Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Cuento, Relato

La Muerte de Artemio Cruz (2 page)

BOOK: La Muerte de Artemio Cruz
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1941: 6 de julio

Él pasó en el automóvil rumbo a la oficina. Lo conducía el chofer y él iba leyendo el periódico, pero en ese momento, casualmente, levantó los ojos y las vio entrar a la tienda. Las miró y guiñó los ojos y entonces el auto arrancó y él continuó leyendo las noticias que llegaban de Sidi Barrani y el Alamein, mirando las fotografías de Rommel y Montgomery: el chofer sudaba bajo la resolana y no podía prender la radio para distraerse y él pensó que no había hecho mal en asociarse con los cafetaleros colombianos cuando empezó la guerra en África y ellas entraron a la tienda y la empleada les pidió que por favor tomaran asiento mientras le avisaba a la patrona (porque sabía quiénes eran las dos mujeres, la madre y la hija, y la patrona había ordenado que siempre le avisaran si ellas entraban): la empleada caminó en silencio sobre las alfombras hasta el cuarto del fondo donde la patrona rotulaba invitaciones apoyada sobre la mesa de cuero verde; dejó caer los anteojos que colgaban de una cadena de plata cuando la empleada entró y le dijo que allí estaban la señora y su hija y la patrona suspiró y dijo: «— Ah sí, ah sí, ah sí, ya se acerca la fecha" y le agradeció que le avisara y se arregló el pelo violáceo y frunció los labios y apagó el cigarrillo mentolado y en la sala de la tienda las dos mujeres habían tomado asiento y no decían nada nada hasta que vieron aparecer a la patrona y entonces la madre, que tenía esta idea de las conveniencias, fingió que continuaba una conversación que nunca se había iniciado y dijo en voz alta: "—… pero ese modelo me parece mucho más lindo. No sé qué pienses tú, pero yo escogería ese modelo; de veras que está muy bonito, muy muy lindo». La muchacha asintió, porque estaba acostumbrada a esas conversaciones que la madre no dirigía a ella sino a la persona que ahora entraba y le tendía la mano a la hija pero no a la madre, a quien saludaba con una sonrisa enorme y la cabeza violeta bien ladeada. La hija empezó a correrse hacia la derecha del sofá, para que la patrona cupiera, pero la madre la detuvo con la mirada y un dedo agitado cerca del pecho; la hija ya no se movió y miró con simpatía a la mujer del pelo teñido que permanecía de pie y les preguntaba si ya habían decidido cuál modelo escogerían. La madre dijo que no, no, aún no estaban decididas y por eso querían ver todos los modelos otra vez, porque también de eso dependía todo lo demás, quería decir, detalles como el color de las flores, los vestidos de las damas, todo eso.

—Me apena mucho darle tanto trabajo; yo quisiera…

—Por favor, señora. Nos alegra complacerla.

—Sí. Queremos estar seguras.

—Naturalmente.

—No quisiéramos equivocarnos y después, a última hora…

—Tiene razón. Más vale escoger con calma y no, después…

—Sí. Queremos estar seguras.

—Vaya decirles a las muchachas que se preparen.

Quedaron solas y la hija estiró las piernas; la madre la miró alarmada y movió todos los dedos al mismo tiempo, porque podía ver las ligas de la muchacha y también le indicó que le pusiera un poco de saliva a la media de la pierna izquierda; la hija buscó y encontró el lugar donde la seda se había roto y se mojó el dedo índice en saliva y la untó sobre el lugar. «—Es que tengo un poco de sueño», le explicó en seguida a la madre. La señora sonrió y le acarició la mano y las dos siguieron sentadas sobre los sillones de brocado rosa, sin hablar, hasta que la hija dijo que tenía hambre y la madre contestó que después irían a desayunar algo a Sanborn's aunque ella sólo la acompañaría porque había engordado demasiado recientemente.

—Tú no tienes de qué preocuparte.

—¿No?

—Tienes tu figura muy juvenil. Pero después, cuídate. En mi familia todas hemos tenido buena figura de jóvenes y después de los cuarenta perdemos la línea.

—Tú estás muy bien.

—Ya no te acuerdas, eso es lo que pasa, tú ya no te acuerdas. Y además…

—Hoy amanecí con hambre. Desayuné muy bien.

—Ahora no te preocupes. Después sí, cuídate.

—¿La maternidad engorda mucho?

—No, no es ése el problema; ése no es realmente el problema. Diez días de dieta y quedas igual que antes. El problema es después de los cuarenta.

Adentro, mientras preparaba a las dos modelos, la patrona hincada, con los alfileres en la boca, movía las manos nerviosamente y regañaba a las muchachas por tener las piernas tan cortas; ¿cómo iban a lucir bien mujeres de piernas tan cortas? Les hacía falta hacer ejercicio, les dijo, tenis, equitación, todo eso que sirve para mejorar la raza y ellas le dijeron que la notaban muy irritada y la patrona contestó que sí, que esas dos mujeres la irritaban mucho. Dijo que la señora no acostumbraba dar la mano nunca; la chica era más amable, pero un poco distraída, como si nada más estuviera allí; pero en fin, no las conocía bien y no podía hablar y como decían los americanos
the costurner is always right
y hay que salir al salón sonriendo, diciendo cheese, che-eeeese y cheeee-eeeese. Estaba obligada a trabajar, aun cuando no hubiera nacido para trabajar, y estaba acostumbrada a estas señoras ricas de ahora. Por fortuna, los domingos podía reunirse con las amistades de antes, con las que creció, y sentirse un ser humano por lo menos una vez a la semana. Jugaban
bridge,
le dijo a las muchachas y aplaudió al ver que ya estaban listas. Lástima de piernas cortas. Ensartó con cuidado los alfileres que le quedaban en la boca en el cojincillo de terciopelo.

—¿Vendrá al
shower

—¿Quién? ¿Tu novio o tu padre?

—Él, papá.

—¡Cómo quieres que yo sepa!

Él vio pasar el domo naranja y las columnas blancas, gordas, del Palacio de Bellas Artes, pero miró hacia arriba, donde los cables se unían, separaban, corrían —no ellos, él con la cabeza recostada sobre la lana gris del asiento— paralelos o se enchufaban en los distribuidores de tensión: la portada ocre, veneciana del Correo y las esculturas frondosas, las ubres plenas y las cornucopias vaciadas del Banco de México: acarició la banda de seda del sombrero de fieltro marrón y con la punta del pie hizo que se columpiara la correa del asiento dobladizo de la
limousine,
en frente de él: los mosaicos azules de Sanborn's y la piedra labrada y negruzca del convento de San Francisco. El automóvil se detuvo en la esquina de Isabel la Católica y el chofer le abrió la puerta y se quitó la gorra y él, en cambio, se colocó el fieltro, peinándose con los dedos los mechones de las sienes que le quedaron fuera del sombrero y esa corte de vendedores de billetes y limpiabotas y mujeres enrebozadas y niños con el labio superior embarrado de moco lo rodearon hasta que pasó las puertas giratorias y se ajustó la corbata frente al vidrio del vestíbulo y atrás, en el segundo vidrio, el que daba a la calle de Madero, un hombre idéntico a él, pero tan lejano, se arreglaba el nudo de la corbata también, con los mismos dedos manchados de nicotina, el mismo traje cruzado, pero sin color, rodeado de los mendigos y dejaba caer la mano al mismo tiempo que él y luego le daba la espalda y caminaba hacia el centro de la calle, mientras él buscaba el ascensor, desorientado por un instante.

Otra vez las manos tendidas la desanimaron y apretó el brazo de su hija para introducirla de prisa en ese calor irreal, de invernadero, en ese olor de jabones y lavandas y papel cuché recién impreso. Se detuvo un instante a mirar los artículos de belleza ordenados detrás del vidrio y se miró a sí misma, guiñando los ojos para ver bien los cosméticos dispuestos sobre una tira de tafeta roja. Pidió un bote de
cold-cream
Theatrical y dos tubos de labios de ese mismo color, el color de esa tafeta y buscó los billetes en la bolsa de cuero de cocodrilo, sin éxito: «—Ten, búscame un billete de veinte pesos." Recibió el paquete y el cambio y entraron al restaurante y encontraron una mesa para dos. La muchacha ordenó jugo de naranja y
waffles
con nuez a la mes era vestida de tehuana y la madre no pudo resistir y pidió un pan de pasas con mantequilla derretida y las dos miraron alrededor, tratando de distinguir caras conocidas hasta que la muchacha pidió permiso para quitarse el saco del traje sastre amarillo porque la resolana que se colaba al través del tragaluz era demasiado intensa.

—Joan Crawford —dijo la hija—. Joan Crawford.

—No, no. No se pronuncia así. Así no se pronuncia. Crofor, Cro-for; ellos lo pronuncian así. —Crau-for.

—No, no. Cro, cro, croo La «a" y la "u" juntas se pronuncian como "o». Creo que así lo pronuncian.

—No me gustó tanto la película.

—No, no es muy bonita. Pero ella sale muy chula.

—Yo me aburrí mucho.

—Pero insististe tanto en ir…

—Me habían dicho que era muy bonita, pero no.

—Se pasa el rato.

—Cro-ford.

—Sí, creo que así lo pronuncian ellos, Cro-for. Creo que la "d" no la pronuncian. —Cro-for.

—Creo que sí. A menos que me equivoque.

La muchacha derramó la miel sobre los
waffles
y los rebanó en trocitos cuando estuvo segura de que cada hendidura tenía miel. Sonreía a su madre cada vez que se llenaba la boca de esa harina tostada y melosa. La madre no la miraba a ella. Una mano jugaba con otra, le acariciaba con el pulgar las yemas y parecía querer levantarle las uñas: miraba las dos manos cerca de ella, sin querer mirar los rostros: cómo volvía una mano a tomar la otra y cómo la iba descubriendo, lentamente, sin saltarse un solo poro de la otra piel. No, no tenían anillos en los dedos, debían ser novios o algo. Trató de esquivar la mirada y fijarse en ese charco de miel que inundaba el plato de su hija, pero sin querer regresaba a las manos de la pareja en la mesa contigua y lograba evitar sus rostros, pero no las manos acariciadas. La hija jugueteaba con la lengua entre las encías, retirando los pedazos de harina y nuez sueltos y después se limpió los labios y manchó la servilleta de rojo, pero antes de volver a pintarse otra vez, buscó con la lengua las sobras del
waffle
y le pidió a su madre un trozo de pan con pasas. Dijo que no quería café porque la ponía muy nerviosa, aunque le encantaba el café, pero ahora no, porque ya estaba bastante nerviosa. La señora le acarició la mano y le dijo que debían marcharse porque les faltaba hacer muchas cosas. Pagó la cuenta y dejó la propina y las dos se levantaron.

El norteamericano explicó que se inyecta agua hirviendo a los depósitos; el agua lo derrite y el azufre es llevado a la superficie por el aire comprimido. Volvió a explicar el sistema y el otro norteamericano dijo que estaban muy satisfechos de las exploraciones y cortó varias veces el aire con la mano, agitándola muy cerca del rostro correoso y rojizo y repitiendo: «—Domos, bueno. Piritas malo. Domos, bueno. Piritas malo. Domos bueno… " Él tamborileaba los dedos sobre el vidrio de la mesa y asentía, acostumbrado a que ellos, al hablar en español, creyeran que él no entendía, no porque ellos hablaran mal el español, sino porque él no entendía bien nada. "Piritas, malo." El técnico extendió el mapa de la zona sobre la mesa y él retiró los codos mientras desenrollaban el pergamino. El segundo explicó que la zona era tan rica que podía explotarse al máximo hasta bien entrado el siglo XXI; al máximo, hasta agotar los depósitos; al máximo. Volvió a repetirlo siete veces y retiró el puño que había dejado caer, al principio de la arenga, sobre esa mancha verde punteada de triángulos que indicaban los hallazgos del geólogo. El norteamericano guiñó el ojo y dijo que los bosques de cedro y caoba también eran enormes y que en eso él, el socio mexicano, llevaba el cien por ciento de las ganancias; en eso ellos, los socios norteamericanos, no se metían, aunque sí le aconsejaban reforestar continuamente; habían visto esos bosques destruidos por todas partes: ¿no se daban cuenta de que
esos
árboles significaban dinero? Pero eso era cuento suyo, porque con bosques o sin ellos los domos estaban allí. Él sonrió y se puso de pie. Clavó los pulgares entre el cinturón y la tela de los pantalones y columpió el puro apagado entre los labios hasta que uno de los norteamericanos se levantó con un cerillo encendido entre las manos. Lo acercó al puro y él lo hizo circular entre los labios hasta que la punta brilló encendida. Les pidió dos millones de dólares al contado y ellos le preguntaron que a cuenta de qué: ellos lo admitían con gusto como socio capitalista con trescientos mil dólares, pero nadie podía cobrar un centavo hasta que la inversión empezara a producir: el geólogo limpió los anteojos con un pequeño pedazo de gamuza que llevaba en la bolsa de la camisa y el otro empezó a caminar de la mesa a la ventana y de la ventana a la mesa, hasta que él les repitió que ésas eran sus condiciones: ni siquiera se trataba de un anticipo, de un crédito, ni nada por e! estilo: era e! pago que le debían por tratar de conseguir la concesión; a lo mejor, sin ese pago previo, no había tal concesión: ellos recuperarían con e! tiempo el regalo que ahora le iban a hacer; pero sin él, sin el hombre de paja, sin el
front-man
—y les rogaba que excusaran los términos— ellos no podían obtener la concesión y explotar los domos. Tocó e! timbre y llamó a su secretario y e! secretario leyó rápidamente una hoja de cifras concisas y los norteamericanos dijeron O.K. varias veces, O.K., O.K., O.K., ye! sonrió y les ofreció dos vasos con whisky y les dijo que podían explotar el azufre hasta bien entrado el siglo XXI, pero que no lo iban a explotar a él ni un solo minuto de! siglo XX y todos brindaron y los otros sonrieron mientras murmuraban en voz baja s.o.b. una sola vez.

Caminaban las dos tomadas de! brazo.

Caminaban despacio con las cabezas bajas y se detenían frente a cada aparador y decían qué bonito, qué caro, hay otra mejor más adelante, mira ése, qué bonito, hasta que se cansaban y entraban a un café y buscaban un buen lugar, alejado de la entrada por donde asomaban los billeteros de la lotería y se levantaba el polvo seco y grueso, alejado también de los mingitorios y pedían dos
Canada Dry
de naranja. La madre se polveaba y miraba sus propios ojos ambarinos en e! espejo de la polvera, miraba el acento de las dos bolsas de pie! que empezaban a rodearlos y cerraba la tapa con rapidez. Las dos observaban el burbujeo del refresco de soda y anilina y esperaban a que el gas escapara para beberlo en sorbos pequeños. La muchacha, con disimulo, separaba el pie del zapato y se acariciaba los dedos apretados y la señora, sentada frente a su refresco de naranja, recordaba los cuartos separados de la casa, separados pero contiguos, y los ruidos que cada mañana y cada noche lograban atravesar la puerta cerrada: el carraspeo ocasional, la caída de los zapatos sobre el piso, el golpe del llavero sobre la repisa, los goznes sin aceitar del ropero, a veces hasta e! ritmo de la respiración en e! sueño. Sintió frío en la espalda. Se había acercado esa misma mañana, caminando sobre las puntas de los pies, a la puerta cerrada y sintió frío en la espalda. Le sorprendió pensar que todos esos ruidos nimios y normales eran ruidos secretos. Regresó a la cama y se envolvió con los cobertores y fijó la mirada en el cielo raso, por donde se esparcía un abanico de luces redondas, fugaces: la lentejuela de la sombra de los castaños. Bebió los restos de un té helado y durmió hasta que la muchacha vino a despertarla, a recordarle que tenían un día lleno de ocupaciones por delante. y sólo ahora, con el vaso frío entre los dedos, recordó esas primeras horas del día.

BOOK: La Muerte de Artemio Cruz
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