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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Cuento, Relato

La Muerte de Artemio Cruz (24 page)

BOOK: La Muerte de Artemio Cruz
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"—O.K. the picture's clear enough. Say, tbe old boy at the Embassy wants to make a speech comparing this Cuban mess with the old-time Mexican revolution. Why don't you prepare the climate with an editorial… ?

—Sí, sí. Lo haremos. ¿Unos veinte mil pesos?

"—Seem sfair enough. Any ideas?

—Sí. Dígale que establezca un claro contraste entre un movimiento anárquico, sangriento, destructor de la propiedad privada y de los derechos humanos con una revolución ordenada, pacífica y legal como la de México, que fue dirigida por una clase media inspirada por Jefferson. Al fin la gente tiene mala memoria. Dígale que nos halague.

«—Fine.
So
long, Mr. Cruz, it's always… »

Oh, qué bombardeo de signos, de palabras, de estímulos para mi oído cansado; oh, qué fatiga; no entenderán mi gesto porque apenas puedo mover los dedos: que lo corten ya, ya me aburrió, qué tiene que ver, qué lata, qué lata…

—En el nombre del Padre, del Hijo…

—Esa mañana lo esperaba con alegría. Cruzamos el río a caballo.

—¿Por qué lo arrancaste de mi lado?

Les legaré las muertes inútiles, los nombres muertos de Regina, del yaqui… Tobías, ahora recuerdo, le decían Tobías… de Gonzalo Bernal, de un soldado sin nombre. ¿Y ella? Otra.

—Abran la ventana.

—No. Puedes resfriarte y complicarlo todo.

Laura. ¿Por qué? ¿Por qué sucedió así todo? ¿Por qué?

Tú sobrevivirás: volverás a rozar las sábanas y sabrás que has sobrevivido, a pesar del tiempo y el movimiento que a cada instante acortan tu fortuna: entre la parálisis y el desenfreno está la línea de la vida: la aventura: imaginarás la seguridad mayor, jamás moverte: te imaginarás inmóvil, al resguardo del peligro, del azar, de la incertidumbre: tu quietud no detendrá al tiempo que corre sin ti, aunque tú lo inventes y midas, al tiempo que niega tu inmovilidad y te somete a su propio peligro de extinción: aventurero, medirás tu velocidad con la del tiempo:

el tiempo que inventarás para sobrevivir, para fingir la ilusión de una permanencia mayor sobre la tierra: el tiempo que tu cerebro creará a fuerza de percibir esa alternación de luz y tinieblas en el cuadrante del sueño; a fuerza de retener esas imágenes de la placidez amenazada por los cúmulos concentrados y negros de las nubes, el anuncio del trueno, la posteridad del rayo, la descarga turbonada de la lluvia, la aparición segura del arco iris; a fuerza de escuchar las llamadas cíclicas de los animales en el monte; a fuerza de gritar los signos del tiempo: aullido del tiempo de la guerra, aullido del tiempo del luto, aullido del tiempo de la fiesta; a fuerza, en fin, de decir el tiempo, de hablar el tiempo, de pensar el tiempo inexistente de un universo que no lo conoce porque nunca empezó y jamás terminará: no tuvo principio, no tendrá fin y no sabe que tú inventarás una medida del infinito, una reserva de razón:

tú inventarás y medirás un tiempo que no existe,

tú sabrás, discernirás, enjuiciarás, calcularás, imaginarás, prevendrás, acabarás por pensar lo que no tendrá otra realidad que la creada por tu cerebro, aprenderás a dominar tu violencia para dominar la de tus enemigos: aprenderás a frotar dos maderos hasta incendiarlos porque necesitarás arrojar una tea a la entrada de tu cueva y espantar a las bestias que no te distinguirán, que no diferenciarán tu carne de la carne de otras bestias y tendrás que construir mil templos, dictar mil leyes, escribir mil libros, adorar mil dioses, pintar mil cuadros, fabricar mil máquinas, dominar mil pueblos, romper mil átomos para volver a arrojar tu tea encendida a la entrada de la cueva,

y harás todo eso porque piensas, porque habrás desarrollado una congestión nerviosa en el cerebro, una red espesa capaz de obtener información y trasmitirla del frente hacia atrás: sobrevivirás, no por ser el más fuerte, sino por el azar oscuro de un universo cada vez más frío, en el que sólo sobrevivirán los organismos que sepan conservar la temperatura de su cuerpo frente a los cambios del medio, los que concentren esa masa nerviosa frontal y puedan predecir el peligro, buscar el alimento, organizar su movimiento y dirigir su nado en el océano redondo, proliferante, atestado de los orígenes: quedarán en el fondo del mar las especies muertas y perdidas, tus hermanas, millones de hermanas que no emergieron del agua con sus cinco estrellas contráctiles, sus cinco dedos clavados en la otra orilla, en la tierra firme, en las islas de la aurora: emergerás con la amiba, el reptil y el pájaro cruzados: las aves que

se arrojarán de las nuevas cimas para estrellarse en los nuevos abismos, aprendiendo en el fracaso, mientras los reptiles ya vuelen y la tierra se enfríe: sobrevivirás con las aves protegidas de plumas, arropadas por la velocidad de su calor, mientras los reptiles fríos duerman, invernen y al cabo mueran y tú clavarás las pezuñas en la tierra firme, en las islas de la aurora, y sudarás como un caballo, y treparás a los árboles nuevos con tu temperatura constante y descenderás con tus células cerebrales diferenciadas, tus funciones vitales automatizadas, tus constantes de hidrógeno, azúcar, calcio, agua, oxígeno: libre para pensar más allá de los sentidos inmediatos y las necesidades vitales

descenderás con tus diez mil millones de células cerebrales, con tu pila eléctrica en la cabeza, plástico, mutable, a explorar, satisfacer tu curiosidad, proponerte fines, realizarlos con el menor esfuerzo, evitar las dificultades, prever, aprender, olvidar, recordar, unir ideas, reconocer formas, sumar grados al margen dejado libre por la necesidad, restar tu voluntad a las atracciones y rechazos del medio físico, buscar las condiciones favorables, medir la realidad con el criterio de lo mínimo, desear secretamente lo máximo, no exponerte, sin embargo, a la monotonía de la frustración:

acostumbrarte, amoldarte a las exigencias de la vida en común:

desear: desear que tu deseo y el objeto deseado sean la misma cosa; soñar en el cumplimiento, en la identificación sin separaciones del deseo y lo deseado:

reconocerte a ti mismo:

reconocer a los demás y dejar que ellos te reconozcan: y saber que te opones a cada individuo, porque cada individuo es un obstáculo más para alcanzar tu deseo:

elegirás, para sobrevivir elegirás, elegirás entre los espejos infinitos uno solo, uno solo que te reflejará irrevocablemente, que llenará de una sombra negra los demás espejos, los matarás antes de ofrecerte, una vez más, esos caminos infinitos para la elección:

decidirás, escogerás uno de los caminos, sacrificarás los demás: te sacrificarás al escoger, dejarás de ser todos los otros hombres que pudiste haber sido, querrás que otros hombres —otro— cumplan por ti la vida que mutilaste al elegir: al elegir sí, al elegir no, al permitir que no tu deseo, idéntico a tu libertad, te señalara un laberinto sino tu interés, tu miedo, tu orgullo:

temerás al amor, ese día:

pero podrás recuperarlo: reposarás con los ojos cerrados, pero no dejarás de ver, no dejarás de desear, porque así harás tuya la cosa deseada: la memoria es el deseo satisfecho

hoy que tu vida y tu destino son la misma cosa.

1934: 12 de agosto

Él escogió un fósforo, lo raspó contra el costado lijoso de la caja, contempló la llama y la acercó al cabo del cigarrillo. Cerró los ojos. Aspiró el humo. Alargó las piernas y se arrellanó en la butaca de terciopelo; rozó el terciopelo con la mano libre y olió la fragancia de unos crisantemos acomodados dentro de un jarrón de cristal, en la mesa, a sus espaldas. Escuchó la música lenta, reproducida por el fonógrafo, también a sus espaldas.

—Ya casi estoy lista.

Buscó a tientas, con la mano libre, el álbum abierto colocado sobre la pequeña mesa de nogal, a su derecha. Tocó las pastas de cartón, leyó Deutschen Grammophon Gesellschaft y escuchó la entrada majestuosa del cello que apartaba, se hacía presente, al fin vencía el refrán de los violines y los relegaba al segundo término del coro. Dejó de escuchar. Se arregló la corbata y durante algunos segundos acarició la seda abultada, esa seda que crujía levemente cuando la tocaban los dedos.

—¿Te preparo algo?

Se dirigió a la mesa baja, sobre ruedas, dedicada a sostener la variedad de botellas y vasos de donde escogió una de escocés y uno pesado, de cristal de Bohemia, y midió dos dedos de
whisky
dentro del vaso, después seleccionó un cubo de hielo y vació un poco de agua natural.

—Lo que tú tomes.

Entonces él repitió la operación y tomó ambos vasos entre las manos, los hizo chocar, girar un poco desde las palmas para mezclar bien el
whisky
y el agua y se acercó a la puerta de la recámara.

—Un minuto.

—¿Lo escogiste por mí?

—Sí. ¿Recuerdas?

—Sí.

—Perdóname el retraso.

Regresó a la butaca. Volvió a tomar el álbum, lo colocó sobre las rodillas. Werke von Georg Friedrich Handel. Escucharon los dos conciertos en esa sala excesivamente calentada y por casualidad les tocó quedar sentados juntos, escuchar —ella— que él hablaba español y comentaba con su amigo que había demasiada calefacción en la sala. Él le pidió en inglés el programa y ella sonrió y le dijo, en español, que con mucho gusto. Los dos sonrieron. Concerti Grossi,
opus 6.

Se dieron cita el mes entrante, cuando ambos deberían llegar a esa ciudad, en ese café de la Rue Caumartin, cerca del Boulevard des Capucines, que él volvería a visitar años después, sin ella, sin poder localizarlo exactamente, deseando volverlo a ver, volver a pedir lo mismo, que localizó como un café de decorado rojo y sepia, con curules romanas y una larga barra de madera rojiza, no un café al aire libre, pero sí abierto, sin puertas. Bebieron menta con agua. Lo volvió a pedir. Ella dijo que septiembre era el mejor mes, fines de septiembre y principios de octubre. El verano indio. El regreso de las vacaciones. Pagó. Ella lo tomó del brazo, riendo, respirando, y atravesaron los patios del Palais Royal, caminaron entre las galerías y los patios, pisando las primeras hojas muertas, acompañados de las palomas, y entraron a ese restaurante de mesas pequeñas y respaldos de terciopelo y paredes de espejo pintado, decorado con una vieja pintura, un viejo barniz de oro, azul y sepia.

—Lista.

Miró sobre el hombro y la vio salir de la recámara, prendiéndose los aretes a los lóbulos, arreglándose con una mano el cabello liso, color de miel. Le ofreció el
whisky
preparado y ella bebió un pequeño sorbo, frunciendo la nariz y tomó asiento en la butaca roja, cruzó la pierna derecha sobre la otra y levantó el vaso a la altura de los ojos. Él correspondió con un gesto idéntico y le sonrió, mientras ella se sacudía algo de la solapa del traje negro. El clavecín conducía el refrán central de ese descenso, acompañado de los violines: él lo imaginó como un descenso de la altura, no como una marcha hacia adelante: un descenso leve, imperceptible, que al tocar la tierra se convertía en alegría de contrapuntos entre los tonos graves y agudos de los violines. El clavecín sólo había servido, como las alas, para descender y tocar la tierra. Ahora la música, en la tierra, bailaba. Los dos se miraron.

—Laura…

Ella hizo un signo con el dedo índice y los dos continuaron escuchando; ella sentada, con el vaso entre las manos; él de pie, haciendo girar sobre su eje el globo del firmamento, deteniéndolo de vez en cuando para distinguir las figuras dibujadas con punta de plata sobre la supuesta figura de las constelaciones: cuervo, escudo, lebrel, pez, altar, centauro. La aguja giró sobre el silencio; él caminó hasta el fonógrafo, la apartó del disco, la colocó sobre su descanso.

—Te quedó muy bien el apartamento.

—Sí. Está curioso. Pero no me cupieron todas las cosas.

—Está muy bien.

—Tuve que alquilar una bodega para guardar todo lo que no cupo.

—Si quisieras podrías…

—Gracias. —Lo dijo riendo—: Si sólo quisiera un caserón, seguiría con él.

—¿Quieres oír más música, o nos vamos?

—No. Terminemos el vaso y salimos.

Se detuvieron frente a ese cuadro y ella dijo que le gustaba mucho y siempre venía a verlo porque esos trenes detenidos, ese humo azul, esos caserones azul y ocre del fondo, esas figuras borradas, apenas insinuadas, ese techo horrible, de fierro y vidrios opacos, de la terminal de Saint Lazare pintada por Monet le gustaban mucho, eran lo que le gustaba de esta ciudad donde las cosas, quizá, no eran muy hermosas vistas aisladamente, en detalle, pero eran irresistibles vistas en conjunto. Él le dijo que ésa era una idea y ella rió y le acarició la mano y le dijo que tenía razón, que simplemente le gustaba, le gustaba todo, estaba contenta y él, años después, volvió a ver esa pintura, cuando ya estaba instalada en el Jeu-de-paume y el guía especial le dijo que era notable, en treinta años ese cuadro había cuadruplicado su valor, ahora costaba varios miles de dólares, era notable.

Él se acercó, se detuvo detrás de ella, acarició el respaldo del sillón y después tocó los hombros de Laura. Ella inclinó la cabeza sobre la mano del hombre, rozó la mejilla con los dedos. Suspiró una nueva sonrisa, se apartó y sorbió un poco de
whisky.
Arrojó la cabeza hacia atrás, con los ojos cerrados, y tragó el sorbo después de haberlo detenido entre la lengua y el paladar.

—Podríamos regresar el año entrante. ¿No te parece?

—Sí. Podríamos regresar.

—Recuerdo mucho cómo paseábamos

por las calles.

—Yo también. Nunca habías ido al Village. Recuerdo que yo te llevé.

—Sí. Podríamos regresar.

—Hay algo tan vital en esa ciudad. ¿Recuerdas? No habías aprendido a distinguir el olor de río y mar unidos. No lo habías localizado. Caminamos hasta el Hudson y cerramos los ojos para distinguirlo.

Él tomó la mano de Laura, le besó los dedos. Sonó el timbre del teléfono y él se adelantó a tomar la bocina, la levantó y escuchó la voz que repetía:
—Bueno… ¿"Bueno, bueno? .. ¿Laura?

Colocó una mano sobre la bocina negra y la ofreció a Laura. Ella dejó el vaso sobre la mesita y caminó hasta el teléfono.

—¿Sí?

— Laura. Es Catalina.

—Sí. Cómo estás.

— ¿No te interrumpo?

—Iba a salir.

— No, no te quitaré mucho tiempo.

—Dime.

— ¿No te quito el tiempo?

—No, te digo que no.

— Creo que cometí un error. Debí habértelo dicho.

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