La Muerte de Artemio Cruz (23 page)

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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Cuento, Relato

BOOK: La Muerte de Artemio Cruz
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—¿Qué hubo? —sonrió el licenciado.

Él gruñó y encendió su cigarro apagado. —Así no se habla —dijo entre dientes—. ¿Qué? ¿Te hablo derecho? Pues me cagan los cojones los que se abren sin que nadie les pida razón y más a la hora de la muerte. Quédese callado, mi licenciado, y dígase para sus adentros lo que quiera, pero a mí déjeme morir sin que me raje.

La voz de Gonzalo se cubrió con una capa metálica: —Oye, machito, somos tres hombres condenados. El yaqui nos contó su vida…

Y la rabia era contra sí mismo, porque él se había dejado llevar a la confidencia y a la plática, se había abierto a un hombre que no merecía confianza.

—Ésa fue una vida de hombre. Tenía derecho.

—¿Y tú?

—No más peleando. Si hubo más, no me acuerdo.

—Quisiste a alguna mujer…

Apretó los puños.

—… tuviste padres; qué sé yo si hasta tienes un hijo. ¿Tú no? Yo sí, Cruz; yo sí pienso que tuve vida de hombre, que quisiera estar libre para seguirla; ¿tú no?; ¿tú no quisieras ahorita estar acariciando… ?

La voz de Bernal se descomponía cuando las manos de él lo buscaron en la oscuridad, lo azotaron contra la pared, sin decir palabra, con un mugido opaco, con las uñas clavadas en la solapa de casimir de este nuevo enemigo armado de ideas y ternuras, que sólo estaba repitiendo el mismo pensamiento oculto del capitán, del prisionero, de él: ¿qué sucederá después de nuestra muerte? Y Bernal lo repetía, a pesar de los puños cerrados que lo violaban:

—… ¿si no nos hubieran matado antes de cumplir treinta años?… ¿qué habría sido de nuestras vidas?; yo quería hacer tantas cosas…

Hasta que él, con la espalda sudorosa y el rostro muy cerca del de Bernal, también murmuró: —… que todo va a seguir igual, ¿a poco no lo sabes?; que va a salir el sol; que van a seguir naciendo escuincles, aunque tú y yo estemos bien tronados, ¿a poco no lo sabes?

Los dos hombres se desprendieron del abrazo violento. Bernal se dejó caer sobre el piso; él caminó hacia la puerta de la celda, decidido: le contaría un plan falso a Zagal, pediría la vida del yaqui, dejarla a Bernal correr su suerte.

Cuando el cabo de guardia, canturreando, lo condujo hacia la presencia del coronel, él sólo sentía ese dolor perdido de Regina, esa memoria dulce y amarga que tanto había escondido y que ahora brotaba a flote, pidiéndole que siguiera viviendo, como si una mujer muerta necesitara del recuerdo de un hombre vivo para seguir siendo algo más que un cuerpo devorado por los gusanos en un hoyo sin nombre, en un pueblo sin nombre.

—Va a ser difícil que nos tome el pelo —dijo con su eterna voz sonriente el coronel Zagal—. Ahoritita mismo salen dos destacamentos a ver si lo que nos cuenta es cierto, y si no lo es, o si el ataque viene por otro lado, vaya encomendándose al cielo y piense que no más ganó unas cuantas horas de vida, pero a costa de su honor.

Zagal estiró las piernas y movió en escala los dedos encalcetinados de los pies. Las botas estaban sobre la mesa, cansadas y sin armazón.

—¿Y el yaqui?

—Eso no estaba en lo pactado. Mire: la noche se está haciendo larga. ¿Para qué ilusionar a esos pobrecitos con un nuevo sol? ¡Cabo Payán!… Vamos a mandar a mejor vida a los dos presos. Sáquemelos de la celda y llévenlos allá atrás.

—El yaqui no puede caminar —dijo el cabo.

—Denle marihuana —carcajeó Zagal—. A ver, sáquenlo en camilla y apóyenlo como puedan contra el muro.

¿Qué vieron Tobías y Gonzalo Bernal? Lo mismo que el capitán, aunque éste les ganara en altura, parado junto a Zagal sobre la azotea de la presidencia. Allá abajo, el yaqui era sacado en camilla y Bernal caminaba cabizbajo y los dos hombres eran colocados contra el paredón y entre dos lámparas de petróleo.

Una noche en la que los resplandores del alba tardaban en hacerse sentir y en la que la silueta de las montañas no se dejaba ver, ni siquiera cuando los fusiles tronaron con espasmos rojizos y Bernal alargó la mano para tocar el hombro del yaqui. Tobías se quedó apoyado contra el muro, parapetado por la camilla. Las lámparas alumbraron su rostro deshecho, marcado por las balas. Sólo iluminaron los tobillos del cuerpo caído de Gonzalo Bernal, por donde empezaron a correr los hilos de sangre.

—Ahí tiene sus muertos —dijo Zagal.

Y otra fusilata, lejana y tupida, comentó sus palabras y en seguida se le unió un cañón ronco que hizo volar una esquina del edificio. La gritería de los villistas ascendió confusa hasta la azotea blanca donde Zagal gritaba con una interrogación. desarticulada:

—¡Ya llegaron! ¡Ya nos hallaron! ¡Son los carranclanes! Mientras él lo derribaba y apretaba la mano —rediviva, concentrada con toda su fuerza— sobre la funda de la pistola del coronel. Sintió en sus manos la sequedad metálica del arma, La clavó en la espalda de Zagal y con el brazo derecho rodeó el cuello del coronel, lo apretó y lo mantuvo sobre el suelo, con las quijadas duras y la espuma entre los labios. Por encima de la cornisa, pudo ver la confusión que reinaba en el patio de ejecuciones. Los soldados del pelotón corrían, pisoteando los cadáveres de Tobías y Bernal, volteando las lámparas de petróleo: las explosiones granizadas se sucedían en todo el pueblo de Perales, acompañadas de gritos e incendios, de galopes y relinchos. Más villistas salieron al patio, poniéndose las guerreras, fajándose los pantalones. Las luces caídas dibujaban una línea dorada en cada perfil, en cada cinturón, en cada botonadura. Las manos se alargaron para tomar los fusiles y las cartucheras. La tranca del establo fue abierta con prisa y los caballos relinchantes salieron al patio, fueron montados por los jinetes y arrancaron por el portón abierto. Algunos rezagados corrieron detrás de la caballería y al fin el patio quedó desierto. Los cadáveres de Bernal y el yaqui. Dos lámparas de petróleo. La gritería se alejó; iba al encuentro del ataque enemigo. El prisionero soltó a Zagal. El coronel se mantuvo de rodillas, tosiendo, acariciándose el cuello estrangulado. La voz apenas pudo levantarse: —No se rindan. Aquí estoy yo.

Y la mañana, al fin, mostró su párpado azul sobre el desierto.

Cesó el estruendo inmediato. Por las calles corrían villistas al encuentro del sitio. Sus blusas blancas se tiñeron de azul. Ni un murmullo ascendió desde el patio. Zagal se puso de pie, desabotonándose la túnica grisácea, en ademán de ofrecer el pecho. El capitán se adelantó también, con la pistola en la mano.

—Vale lo ofrecido —le dijo con una voz seca al coronel.

—Vamos abajo —dijo Zagal y soltó los brazos.

En la oficina, Zagal tomó la Colt que tenía en una gaveta.

Caminaron, armados los dos, a través de los pasillos fríos hasta el patio. Calcularon la mitad del cuadrángulo. El coronel hizo a un lado, con el pie, la cabeza de Bernal. El capitán levantó las lámparas de petróleo.

Cada uno se colocó en una esquina. Avanzaron.

Zagal disparó primero y su bala hirió de nuevo al yaqui Tobías. El coronel se detuvo y una esperanza iluminó sus ojos negros: el otro avanzaba sin disparar. El acto se consumaba como un gesto de honor. El coronel se aferró —un segundo, dos segundos, tres segundos— a la esperanza de que el otro respetaría su valentía, de que los dos se encontrarían a la mitad del patio sin un nuevo disparo.

Ambos se detuvieron a la mitad del patio.

La sonrisa volvió al rostro del coronel. El capitán atravesó la línea imaginaria. Zagal, riendo, hizo un gesto de amistad con la mano cuando dos tiros repetidos le atravesaron el estómago y el otro lo miró doblarse y caer a sus pies. Entonces soltó la pistola sobre el cráneo empapado de sudor del coronel y permaneció, sin moverse, de pie.

El viento del desierto le sacudió los mechones rizados de la frente, las rasgaduras de la túnica manchada de sudor, las tiras rotas de las polainas de cuero. La barba de cinco días se erizaba sobre las mejillas y los ojos verdes se perdían detrás de las pestañas polvosas y las lágrimas secas. De pie, héroe solitario sobre el campo cercado de los muertos. De pie, héroe sin testigos. De pie, rodeado de abandono, mientras la batalla se libraba fuera del pueblo, con ese latido de tambores.

Bajó la mirada. El brazo muerto del coronel Zagal se extendía hacia la cabeza muerta de Gonzalo. El yaqui estaba sentado, con el cuerpo contra el paredón; su espalda había dejado una firma rayada sobre la lona de la camilla. Se hincó junto al coronel y le cerró los ojos.

Se incorporó velozmente y respiró un aire en el que quiso encontrar, agradecer, dar nombre a su vida y a su libertad. Pero estaba solo. No tenía testigos. No tenía compañeros. Un grito sordo se le escapó de la garganta, apagado por la metralla pareja en la lejanía.

«Estoy libre; estoy libre.»

Juntó los puños sobre el estómago y el rostro se torció de dolor.

Levantó la mirada y vio, por fin, lo que debía ver un ajusticiado al alba: la lejana línea de montañas, el cielo ya blanquecino, los muros de adobe del patio. Escuchó lo que debía escuchar un ajusticiado al alba: los chirrías de los pájaros escondidos, un grito agudo de niño hambriento, ese martilleo extraño de algún trabajador del pueblo, ajeno al estruendo invariable, monótono, perdido, del cañoneo y la fusilata que continuaban a sus espaldas. Trabajo anónimo, más fuerte que el estruendo, seguro de que pasada la lucha, la muerte, la victoria, el sol volvería a salir, todos los días…

Yo no puedo desear: yo dejo que hagan. Trato de tocarlo. Lo recorro del ombligo al pubis. Redondo. Pastoso. Yo ya no sé. El médico se ha ido. Dijo que iba a buscar a otros médicos. No quiere hacerse responsable de mí. Yo ya no sé. Pero los veo. Han entrado. Se abre, se cierra la puerta de caoba y los pasos no se escuchan sobre el tapete hondo. Han cerrado las ventanas. Han corrido, con un siseo, las cortinas grises. Han entrado.

—Acércate, hijita… que te reconozca… dile tu nombre…

Huele bien. Ella huele bonito. Ah sí, aún puedo distinguir las mejillas encendidas, los ojos brillantes, toda la figura joven, graciosa, que a pasos cortados se acerca a mi lecho.

—Soy… soy Gloria…

Trato de murmurar su nombre. Sé que no se escuchan mis palabras. Por lo menos esto debo agradecerle a Teresa: haberme acercado el cuerpo joven de su hija. Si sólo distinguiera mejor su rostro. Si sólo pudiera ver mejor su mueca. Debe darse cuenta de este olor de escamas muertas, de vómito y sangre; debe mirar este pecho hundido, esta barba gris y revuelta, estas orejas cerosas, este fluido incontenible de la nariz, esta saliva seca sobre los labios y el mentón, estos ojos sin rumbo que deben ensayar otra mirada, estos…

La alejan de mí.

—Pobrecita… se ha impresionado…

—¿Eh?

—Nada, papá; descanse.

Dicen que es novia del hijo de Padilla. Cómo debe besarla, qué palabras debe decirle, ah, sí, qué rubor, Entran y salen. Me tocan el hombro, mueven las cabezas, murmuran frases de aliento, sí, no saben que los escucho, a pesar de todo: escucho las conversaciones más apartadas, las pláticas en los rincones de la recámara, no las cercanas, las palabras dichas junto a mi cabecera.

—¿Cómo lo ve, señor Padilla?

—Mal, mal.

—Deja todo un imperio.

—Sí.

—¡Tantos años a la cabeza de sus negocios!

—Será muy difícil sustituirlo.

—Le diré. Después de don Artemio, nadie más indicado que usted…

—Sí, estoy compenetrado…

—¿Y quién tomaría el puesto de usted, en ese caso?

—Sobran gentes preparadas.

—Entonces, ¿se calculan varios ascensos?

—Cómo no. Toda una nueva distribución de responsabilidades.

Ah, Padilla, acércate. ¿Trajiste la grabadora?

—¿Usted se hace responsable?

—Don Artemio… Aquí le traigo…

"—Sí, patrón.

"—Esté usted listo. El gobierno va a actuar con mano de hierro y usted debe estar preparado para tomar la dirección del sindicato.

"—Sí, patrón.

"—Le advierto que varios viejos zorros también se están preparando. Yo ya le insinué a las autoridades que usted es el que cuenta con nuestra confianza. ¿No gusta algo?

"—Gracias pero ya comí. Comí hace rato.

"—No se deje comer el mandado. Dese su vueltecita, pero ya, por la Secretaría, por la C.T.M., por ahí…

"—Cómo no, patrón. Cuente conmigo.

«—Adiós, Campanela. A tenebrosear. Mucho ojo. Abusado. Vamos, Padilla… »

Ya. Se acabó. Ah. Eso fue todo. ¿Eso fue todo? Quién sabe. No me acuerdo. Hace tiempo que no escucho las voces de esa grabadora. Hace tiempo que disimulo. ¿Quién me toca? ¿Quién está tan cerca de mí? Qué inútil, Catalina. Me digo: qué inútil, qué inútil caricia. Me pregunto: ¿qué vas a decirme?, ¿crees que has encontrado al fin las palabras que nunca te atreviste a pronunciar? Ah, ¿tú me quisiste?, ¿por qué no lo dijimos? Yo te quise. Ya no recuerdo. Tu caricia me obliga a verte y no sé, no entiendo por qué, sentada a mi lado, compartes al fin este recuerdo conmigo y esta vez sin reproches en tu mirada. El orgullo. Nos salvó el orgullo. Nos mató el orgullo.

—… por un sueldo miserable, mientras nos ofende con esa mujer, nos refriega el lujo en las narices, nos da lo que nos da como si fuéramos unos pordioseros…

No entendieron. No hice nada por ellos. No los tomé en cuenta. Lo hice por mí. No me interesan estas historias. No me interesa recordar la vida de Teresa y Gerardo. No me importan.

—¿Por qué no le exigiste que te diera tu lugar, Gerardo? Tú eres tan responsable como él…

No me interesan.

—Cálmate, Teresita, comprende mi posición; yo no me quejo.

—Un poco de personalidad; ni eso…

—Déjenlo descansar.

—¡No te pongas de su lado! A nadie hizo sufrir más que a ti…

Yo sobreviví. Regina. ¿Cómo te llamabas? No. Tú Regina. ¿Cómo te llamabas tú, soldado sin nombre? Gonzalo. Gonzalo Bernal. Un yaqui. Un pobrecito yaqui. Sobreviví. Ustedes murieron.

—y también a mí. Cómo voy a olvidarlo. Ni siquiera se presentó en la boda. En mi boda, la boda de su hija…

Nunca comprendieron. No las necesité. Me hice solo. Soldado. Yaqui. Regina, Gonzalo.

—Si hasta lo que quiso lo destruyó, mamá, tú lo sabes.

—No hables. Por Dios, ya no hables…

¿El testamento? No se preocupen: existe un papel escrito, timbrado, levantado ante notario; no olvido a nadie: ¿para qué iba a olvidarlos, a odiarlos?; ¿no me lo habrían agradecido, en secreto?, ¿no les habría dado placer pensar que hasta el último momento pensé en ustedes para burlarme?: no, los recuerdo con la indiferencia de un trámite frío, querida Catalina, hija amable, nieta, yerno: les parcelo una riqueza extraña, que ustedes adjudicarán, en público, a mi esfuerzo, a mi tesón, a mi sentido de responsabilidad, a mis cualidades personales. Háganlo. Siéntanse tranquilos. Olviden que esa riqueza la gané exponiendo el pellejo, sin saberlo, en una lucha que no quise entender porque no me convenía saberla, entenderla, porque sólo podían saberla, entenderla quienes no esperaban nada de su sacrificio. Eso es el sacrificio, ¿no es verdad?: darlo todo a cambio de nada. ¿Cómo se llamará, entonces, darlo todo a cambio de todo? Pero aquéllos no me lo ofrecieron todo a mí. Ella me lo ofreció todo. No lo tomé. No supe tomarlo. ¿Cómo se llamará?

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