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Authors: Gaston Leroux

Tags: #Misterio, Intriga

La muñeca sangrienta (24 page)

BOOK: La muñeca sangrienta
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Para comprender la conmoción del pueblo de Coulteray hay que precisar los acontecimientos ocurridos en el pueblo la noche anterior, mientras Cristina, Jaime y Drouine pasaban en el castillo los angustiosos minutos de que se ha hablado.

La fiesta de La Gruta de las Hadas se había prolongado mucho. En esta clase de holgorios, bien sea a causa de una muerte o de una boda, siempre hay gente que nunca se decide a abandonar la mesa. Tanto más cuanto que las cartas acaban sujetando a los que titubean, a los que de todos modos tendrían mucho gusto en ir a acostarse…

A medianoche aún quedaban cuatro disputándose el dinero a golpe de cubilete. Eran Biroste, el herrero; Verdeil, que tenía un garaje y vendía esencia a la entrada del puente, en la reunión de los tres caminos, y que era el espíritu más avanzado de Coulteray; Nicolás, el tendero, y Tamisier, el comerciante en vinos más importante del pueblo y de los alrededores. También estaba, como es natural, Achard, el mesonero, que nunca había querido desempeñar ningún cargo en el municipio, so capa de estar bien con todo el mundo, pero que, a pesar de ello, era el jefe de la localidad, y, como si dijéramos, la clave de bóveda del país. Eran cinco cabezas bien sentadas, a las que resultaba difícil hacerles creer, como se dice vulgarmente, que un burro vuela.

Cosa de un cuarto de hora después de las doce, aquellos cinco hombres oyeron un fuerte grito, lanzado por la viuda de Gérard, que se había quedado en la posada para ayudar al servicio y que, una vez terminada su tarea, atravesaba el patio para volver a su casa, situada en las afueras del pueblo, cerca del puente, casi enfrente de casa de Verdeil.

Tan horrible era el grito, que los cinco se estremecieron y se levantaron al mismo tiempo para saber lo que ocurría.

En el patio encontraron a la viuda de Gérard, casi convertida en estatua, con la boca aún abierta del grito que había dado, y mirando como iluminada ante ella, hacia el campo. Siguieron instintivamente la dirección de aquella mirada de loca y vieron un bulto blanco que bajaba del castillo envuelto en un velo…

Tan viva era la claridad, tan brillante la luz de la luna llena, que podía distinguirse la guirnalda de flores que coronaba la cabeza del fantasma le caía junto con los cabellos sobre sus hombros.

No vacilaron. Al momento comprendieron que era
ella
, la nueva vampiresa que acababa de escaparse de la tumba y caminaba hacia Coulteray.

No era posible que se equivocaran los seis… Así es que cogieron a la viuda de Gérard y se metieron en el mesón… Cerraron puertas y ventanas, las atrancaron, avisaron a las criadas y se reunieron todos en la misma sala… La viuda de Gérard se puso a rezar el Avemaria junto con las criadas.—Los hombres no decían nada, estaban muy pálidos, se avergonzaban de su miedo…

—A pesar de todo —dijo Achard el mesonero—, estamos idiotas; porque eso es imposible.

Pero los otros protestaron. La habían visto saliendo de la muralla del castillo…

Por lo visto —sentenció el herrero—, somos victimas de una brujería… Nunca hubiera creído que hoy ocurrieran tales cosas.

—¿Y qué vendrá a hacer aquí esa mujer?

Achard estaba muy intranquilo. Y con gran enfado hizo callar a las mujeres, que no casaban de repetir el Avemaría.

—¡Esto ya pasa de la raya! ¡Cómo van a reírse mañana de nosotros!…

Y salió de la estancia.

Le gritaron que estuviera quieto. Pero no podía. Abrió una ventana y seguidamente llamó a los demás, que se levantaron a disgusto.

Las mujeres, que no se movieron, oían decir:

—¡Ya está ahí otra vez!… Ahora sube… Entra en el castillo… Vuelve al cementerio. ¡Ojalá no saliera más!…
Los vampiros no trabajan más que de noche… Le dará miedo el día…
¿Y el marqués?…

Las mujeres redoblaron los rezos con una especie de furor sagrado… Pero los hombres las hicieron callar de nuevo cuando volvieron al centro de la habitación: ya estaban familiarizados con la idea del vampirismo… Además, habiendo visto entrar a la vampiresa, se habían tranquilizado… Tenían un día por delante para decidir lo que hubiese que hacer.

Lo que sobre todo los molestaba era pensar que no les creerían, que se burlarían de ellos…

Tal temor era quimérico, porque a los primeros rayos de la aurora, cuando la gente se atrevió a salir a la calle, se levantó todo Coulteray…

No sólo la gente de la posada había visto a la vampiresa: otras gentes incluso la habían oído, como, por ejemplo, dos vecinas de la viuda de Gérard, que vivían cerca del puente, las cuales fueron despertadas por los gritos de «¡Adolfina, Adolfina!», que así se llamaba la susodicha viuda. Se levantaron y vieron a la marquesa tal como la habían visto en el ataúd aquella misma mañana…

Permaneció unos instantes en medio de la carretera, con la cabeza vuelta hacia la casa de Adolfina, que no podía contestarles, porque estaba en el mesón. Y las dos vecinas juraban que ello era absolutamente cierto. Finalmente, la vampiresa se fue lanzando un gran suspiro.

Las dos vecinas habían pasado el resto de la noche rezando. Ya se comprenderá fácilmente que no se necesitaba tanto para alarmar a todo el país…

Cuando se supo lo sucedido a Drouine, se inclinaron los más incrédulos, menos tres: el alcalde, el médico y el cura.

El médico, señor Moricet, explicó científicamente un acontecimiento tan extraordinario. No era la primera vez que se encontraban frente a una «alucinación colectiva». Se explicaba, porque la leyenda del vampiro estaba arraigada y porque la gente del mesón se encontraba medio borracha… Como se consultara a Jaime Cotentin, opinó, naturalmente, lo mismo que aquellos caballeros. Él no había visto nada, como no fuera una tumba intacta…

No obstante, había de por medio todo un pueblo soliviantado por la superstición, y al que había que calmar.

Para ello se dijo:

—Si la tumba no hubiera sido provisional, si la losa hubiera estado sellada y cimentada convenientemente, si el ataúd de plomo hubiera estado bien pernado (porque era un ataúd de pernos para abrirlo fácilmente en la ceremonia definitiva) el vampiro no hubiera podido escaparse ni pasear de noche por Coulteray… Por lo tanto, se debía dar una satisfacción al pueblo abriendo la tumba, ensenando a todos los restos mortales de Bessie Anne Elisabeth y cerrando convenientemente y ante todos el féretro y el sepulcro… Además, el cura pronunciaría con solemnidad las palabras de exorcismo.

Así se hizo, con lo que todo el mundo quedó tranquilo de momento. Cristina volvió a ver a su amiga y se le embrollaron las ideas al considerar que una muerta tan muerta, por decirlo así, hubiera dado la noche anterior un paseo tan resonante. Ya no sabía lo que había visto ni si realmente había visto algo… En cuanto a Drouine, estaba más hosco que nunca, y no cabía hablarle de alucinación particular o colectiva. Había visto a la muerta bajo su ventana, había visto la tumba vacía… Jaime tuvo que hacerle callar…

Cristina, cuya debilidad era extrema, hubiera querido irse por la tarde de aquel mismo día, notable para siempre en los anales de Coulteray, y en el que la leyenda del vampiro recobró una fuerza que llegó hasta las provincias limítrofes, con lo que los visitantes afluyeron al país en proporciones tales que el mesonero Achard se hizo rico, así como el sucesor de Drouine, que, por cierto, no dejaba de contar la historia de la vampiresa como si le hubiera ocurrido a él…

Por lo que hace a Cristina, aquella misma tarde, al entrar en el castillo tras la ceremonia del exorcismo, fue presa de un extraño sopor que quizás procedía sencillamente de su debilidad. Se acostó y no salió de dicho estado hasta el día siguiente) por la mañana, en que vio entrar en el patio del castillo la famosa limusina de puertas de hierro que no había visto salir.

Aquella mañana el coche estaba abierto, no tenía nada de misterioso. En cambio, lo guiaba Jaime, cosa que no dejó de asombrar a Cristina.

—¿De dónde vienes en ese coche? —le preguntó.

—Me daba lástima ese pobre Drouine, que quería trasladarse en seguida. Como la viuda de Gérard también quería marcharse del pueblo y han de casarse, les he llevado esta misma noche, a sus ruegos, a Sologne, donde Drouine posee una finquita en la que piensa acabar sus días… Si he cogido este coche es porque no había otro… Los desgraciados creo que se hubieran vuelto locos si están una hora más aquí…

—¡Lo comprendo! —dijo Cristina—. Vámonos también nosotros cuanto antes…

Durante el viaje estuvo varias horas sin hablar. No se sabía si dormía o si reflexionaba. Abrió un momento los ojos y preguntó a Jaime:

—De todas maneras, es extraordinario que me hayas dejado en el castillo sin avisarme antes… Porque el caso es que mientras te llevabas a esa gente me he quedado sola…

—No —repuso Jaime——. No estabas sola, porque el doctor Moricet, a quien se lo rogué, ha pasado la noche en el castillo…

Por la tarde llegaron a Tours, donde recibieron un despacho del viejo Norbert que les decía: «Volved inmediatamente; Gabriel me tiene preocupado».

26. EL PATÍBULO

El proceso de Benito Masson se vio en Melun a principios de noviembre. Fue como hacia prever el sumario. Y en cuanto era posible, hasta pareció aumentar el cinismo del acusado. Sus respuestas eran una mezcla de Juan Hiroux y de Emilio Henry, de estupidez consciente y de jactancias audaces, en una lengua que tan pronto era carreteril como se elevaba súbitamente a la aspereza temible y soberana de un profeta bíblico para florecer severamente como una página de Bernardino de Saint-Pierre, terminada generalmente con una frase de jerga abominable.

El jurado sirvió de blanco para sus pullas peores. Al presidente del Tribunal le repitió lo que había dicho al juez de instrucción referente a que no le pagaban a él, sino a la justicia, para descubrir el paradero o el destino de las señoritas que habían pasado por Corbilléres, y que si le habían encontrado quemando a una muchacha descuartizada, se trataba de un accidente desagradable,
sobre todo para ella
, pero que no demostraba en modo alguno la culpabilidad del declarante.

No insistiremos en una actitud que, según la frase hecha, indignó a todas las personas decentes. El discurso del fiscal fue, como puede suponerse, implacable. Además, Benito Masson tenía tanto menos motivo para confiar en la indulgencia del representante del ministerio público cuanto que había tratado al honorable funcionario de «molde para hacer píldoras», porque tenía la cara picada de viruelas…

El momento más sensacional de aquellas vergonzosas sesiones fue, sin disputa, aquel en que Cristina Norbert se acercó a la barra. Entonces cambió por completo la actitud del acusado, que perdió su soberbia, se desplomó en el banquillo y ocultó la cabeza entre sus brazos. La declaración de Cristina fue breve y terrible.

La señorita Norbert no miró ni una vez a Benito, sino que, dirigiéndose a los jurados, parecía dictarles su deber. No faltaron a él. Benito Masson fue condenado a muerte.

Se negó a firmar la notificación de sentencia. El 2 de diciembre fue levantada en Melun, ante la puerta del cementerio, la siniestra máquina, como diría
La Gaceta de los Tribunales
. Todo el mundo tiritaba. El único que no temblaba era el condenado cuando bajó del roche que le traía de la cárcel. Llevaba erguida la cabeza que iban a cortarle. Miró sin emoción a los circunstantes. Todos esperaban un postrer insulto contra la sociedad, sobre la que durante todo el proceso había soltado su baba amarga. Nada de ello. Abrazó el crucifijo que le presentaba el sacerdote, pronunciando estas palabras:

—¡Éste sí que es un hermano!

Seguidamente se entregó a los ayudantes del verdugo.

Cayó la cuchilla. El señor de París ha dicho después muchas veces que jamás había presidido una ejecución semejante. Por lo común, el condenado, en cuanto sube a la tabla e introduce el cuello en la luneta, parece comprimirse, par efe hundir la cabeza en los hombros. En cambio. Benito Masson se acostó en la tabla como sobre un lecho largo tiempo esperado. Y su cabeza alargada, adelantada, parecía buscar ya el cesto en que iba a caer.

El cementerio estaba a dos pasos. La fosa se hallaba abierta. Hubo un simulacro de inhumación; pero la cabeza fue entregada en seguida a un ayudante de la Facultad de Medicina de París, que desapareció inmediatamente con su sangriento trofeo, como diría un redactor de sucesos.

Aquel mismo día, el defensor del desgraciado envió a la señorita Cristina Norbert el único papel que había dejado su cliente.

La joven pudo leer en el papel estos versos del
Paseo sentimental
:

El crepúsculo disparaba sus rayos supremos

y el viento mecía los blancos nenúfares;

grandes nenúfares que brillaban tristes

entre los juncos y las aguas tranquilas…

Yo vagaba solo paseando mi herida

por la orilla del estanque, entre la sauceda.

Entre la sauceda vagaba yo solo

paseando mi herida. Y el cendal espeso

de las tinieblas ahogó los supremos rayos

del crepúsculo en las aguas Ikndas…

Debajo de los versos se hallaba esta frase:
¿Por qué vino usted?

Ahora que se ha guillotinado a Benito Masson cabrá preguntarse la causa de que el autor del relato de esta aventura horrible la haya calificado de «sublime». Horrible, abominable, sí. Pero ¿sublime?… Pues bien, sí: la aventura de Benito Masson es sublime.

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