—Debía de ser un glotón, expulsado de la manada, que iba por su cuenta. Puse algunos cepos en torno a un trozo de carne de alce. Espero pillarlo.
Jack partió el tronco de abeto de un hachazo y el suelo se llenó de una lluvia de astillas.
—Te gusta esa vida, ¿verdad? —le dijo, y cogió otro tronco—. Cazar animales salvajes.
El chico se encogió de hombros.
—Es mejor que ensuciarse las manos en la granja —dijo Garrett—. No se ofenda.
—Bueno, no es que yo esté encantado con mi vida a todas horas. Pero es una forma de ganarse la vida. La caza, sin embargo… es un trabajo duro. Y bastante solitario, también.
—A mí me gusta. Ascender río arriba. Solo, con el viento y la nieve. Me gusta observar las huellas, ver las idas y venidas de los animales. Cuando sea mayor me construiré una cabaña en la parte alta del río. Me compraré unos cuantos perros. Ya los tendría si mamá me dejara, pero no soporta los ladridos y los aullidos, y dice que cualquier día nos comerían a todos en nuestra propia casa. Pero en cuanto deje la finca, me haré con una jauría y subiré hasta el glaciar.
—¿No te quedarás en la granja?
—No. Que se la queden mis hermanos.
Jack simpatizaba con el chico. No era fácil probar el valor de uno cuando tenías dos hermanos mayores. Había visto cómo los otros dos se metían con Garrett, le daban órdenes y le tomaban el pelo. No era de extrañar que prefiriera el bosque. Allí estaba a su aire.
—Parece que se te da bien. Tu padre no para de alardear de ti.
El chico se encogió de hombros y clavó la puntera de la bota en la nieve, pero Jack intuyó que el comentario le había complacido.
—Debo ir tirando antes de que se haga demasiado tarde —dijo Garrett—. ¿Cree que a su esposa le gustaría ver el zorro antes de que me vaya?
—En otra ocasión —repuso Jack.
Garrett asintió, se subió a la silla y partió hacia su casa.
—¿Qué te mostraba Garrett hace un rato? —preguntó Mabel cuando Jack entró a cenar. Ella estaba poniendo la mesa.
—Un zorro.
Mabel se paró en seco.
—¿Un zorro?
—Sé lo que estás pensando, pero no era el de Faina. Este era plateado. Totalmente distinto al zorro rojo con el que corretea ella.
Debería haber sido el final de la conversación, pero no lo fue. Ella no dejó el tema durante toda la cena.
—¿Tiene que cazar zorros? ¿Intenta cazar alguno rojo también?
—Se dedica a eso, Mabel. No puede escoger el color.
Hubo un momento de silencio.
—Pero podría acabar cazando al de Faina, ¿no? Podría matar a su zorro.
—Yo que tú no me preocuparía. El de la niña parece un zorro listo. No se dejará atrapar en uno de los cepos de Garrett.
—¿Y si no es así? ¿No podemos decirle que lo deje?
—¿Que deje de cazar? No creo que tengamos esa clase de autoridad sobre él. Y Garrett no es el único. Muchos cazadores se mueven por los alrededores del río.
Pero Mabel pareció disgustada por ese comentario. Apenas probó la cena, y se paseó frente a la librería durante un buen rato antes de sacar una carta de uno de los libros. Jack suspiró aliviado cuando por fin su esposa se sentó frente al fuego y se puso a leer.
Empezó una vigilancia enfermiza, retorcida. Mabel observaba al chico, pero eran la niña y su zorro los que ocupaban sus pensamientos. Cualquier ruido que pudiera asociarse con los cascos de un caballo en la nieve llevaba a Mabel a la ventana, y sus ojos escrutaban los árboles. A veces incluso caminaba hasta el río para echar un vistazo a la superficie helada.
Si Garrett se presentaba en su casa con un zorro rojo muerto, perderían a Faina. Así lo decía la historia. Mabel había releído la carta de su hermana hasta que la hoja de papel estuvo casi a punto de romperse en pedazos. Allí estaba, escrito con la elegante y hermosa letra de Ada: matan al zorro, el mismo que sacó a la niña del bosque y la llevó sana y salva hasta la puerta de la cabaña. La niña dudaba de su amor. Abandonaba las botas y los mitones. La nieve se fundía. Otro niño desaparecía de sus vidas.
La mera idea le resultaba insoportable. Se tensaba, como si así, en sus costillas, pudiera contener todas las posibilidades, cualquier evento futuro, cualquier muerte. Quizá consiguiera evitarlo. Tal vez pudiera llegar a saber lo que pasaría. Tal vez, si lo deseaba con la suficiente fuerza, podría hacer algo al respecto. Si al menos pudiera creer…
En la anterior ocasión, cuando llevaba una vida en su interior, no había podido. En algún rincón recóndito de su corazón sabía que había sido culpa suya. Durante el embarazo se había preguntado si estaba hecha para ser madre. ¿Soy capaz de dar tanto amor? Y por eso el bebé había muerto dentro de ella. Si no hubiera dudado, habría tenido un bebé sano y vivo, listo para mamar de sus pechos.
Esta vez no dejaría que el amor flaqueara, ni siquiera durante un momento. Vigilaría, desearía. Por favor, niña. Por favor. No nos dejes, por favor.
Pero entonces acudía a su mente la imagen de Faina corriendo entre los árboles, con el zorro salvaje siguiéndola, y la de Garrett con sus trampas y cepos de acero, y se preguntaba si había forma de parar lo inevitable. ¿No era lo que había sugerido Ada? Elegir un final propio, escoger la felicidad sobre la tristeza. ¿O acaso el mundo cruel solo da y quita, da y quita, mientras nosotros solo nos movemos a su voluntad?
En cualquier caso, Mabel no podía contenerse. Paseaba, vigilaba, envarada. Agobiaba a Jack con un sinfín de preguntas. ¿Cuánto tiempo seguiría cazando el chico? ¿Adónde iba? ¿Qué había atrapado ese día? Cuando Garrett pasaba a caballo ante la ventana de la cabaña y la saludaba alegremente, con un lobo muerto atado a la parte trasera de la silla, Mabel contenía la respiración. Y cuando Faina aparecía a su puerta al día siguiente, soltaba ese aire para preguntar: ¿cómo está el zorro? Y la niña decía: está bien.
Por fin, cuando llegó el mes de marzo y Jack dijo que el chico pronto retiraría las trampas, Mabel empezó a respirar más tranquila. Aparecieron las primeras señales esporádicas de la primavera: nieve que se fundía un día, pero que volvía, acompañada de lluvia, al siguiente. En el patio la nieve quedó reducida a simples manchas, pero en el bosque seguía siendo profunda. Todas las mañanas se formaba hielo en los charcos, y el goteo se congelaba, dando lugar a largas estalactitas.
Cuando Garrett pasó frente a la cabaña de camino a su casa, Mabel le invitó a entrar y le ofreció una bebida caliente y un trozo de pan.
—Dime, ¿cuántos zorros has cazado? —preguntó de pasada, como si fuera simple curiosidad y no desesperación lo que motivaba el interés. Le cortó unas rebanadas de pan y se las sirvió en un plato.
—Ninguno —dijo él—. El plateado fue el último. Pero cacé un lobo. Y un par de linces y coyotes.
El chico se comportaba con torpeza en la mesa. Primero dejó los brazos a un lado y luego apoyó los codos sobre la superficie de madera. Movió las piernas, inquieto, y cogió un trozo de pan.
—¿Hasta cuándo dejarás las trampas? —preguntó Mabel al tiempo que le servía una taza de té y se quedaba detrás de su silla.
—El hielo del río se está ablandando —dijo él mientras masticaba—. En unos cuantos días quitaré las trampas y hasta el año que viene.
Mabel le rodeó los hombros con su brazo.
—Nos tienes preocupados —dijo. Se quedó quieta, avergonzada de su impulso, y se puso bien el vestido—. Jack y yo no querríamos que anduvieras cerca del río si no es seguro. Y te ha ido bien este año, ¿no?
Él parecía algo abrumado por esa muestra de afecto, pero sonrió igualmente.
—Sí, sacaré un poco de dinero de las pieles.
—Eso está bien —dijo ella antes de meterse en la cocina.
Poco antes de mediodía, Mabel dormitaba frente al fuego con un libro abierto sobre su regazo. Durante la mayor parte del invierno no se había permitido dormir de día, aunque fuera para demostrar que no tenía el menor síntoma de la llamada fiebre de la cabaña. Pero la noche anterior había dormido mal, acosada por las pesadillas. Entonces, atontada por la suave luz del día y el calor del fuego, no había podido evitar quedarse dormida.
Despertó al notar una manita fría encima de la suya. Al abrir los ojos se encontró a Faina.
Tengo algo, dijo la niña, cogiendo a Mabel de la mano.
Me has asustado, niña.
Date prisa, por favor.
¿Quieres que dibuje algo?
La niña asintió y siguió tirando de ella.
¿Dónde?
Faina señaló hacia la ventana.
¿Fuera? De acuerdo, de acuerdo. Deja que me ponga las botas y el abrigo.
¿Coges los lápices?
Sí, sí. Y el bloc de dibujo.
Cuando Mabel abrió la puerta, la nevada la sorprendió. La primera semana de abril y la nieve no cesaba.
Faina cogió a Mabel de la mano y juntas cruzaron el patio. A pesar de la nieve, olía a primavera, a tierra húmeda y a deshielo, a hojas secas y nuevas, a raíces y madera. Mabel se percató de que estaban juntas, ella y la niña, cogidas de la mano, y de que Faina era tan ligera, fresca, y el corazón de Mabel era como un agujero en su pecho que se llenaba de agua dulce y helada.
¿Lo dibujarás?, dijo Faina en voz baja.
¿La nieve? No sabría cómo hacerlo.
Faina soltó a Mabel y levantó la palma de la mano hacia el cielo, el guante le colgaba de la muñeca gracias a un cordón azul. Un copo de nieve se posó en su piel. Faina se volvió para enseñárselo a Mabel.
¿Puedes dibujarlo ahora?
El copo de nieve no era más grande que el botón de una falda. Tenía seis puntas, parecidas a las de los helechos, y un corazón hexagonal; sobre la mano de la niña era como un hada diminuta que se resistía a fundirse.
Fue como si el tiempo se detuviera, y Mabel no pudiera respirar ni sentir su propio pulso. Lo que estaba viendo era imposible, y sin embargo ahí estaba. En la mano de la niña. Un copo de nieve, luminoso y translúcido. Un milagro de bordes afilados.
Por favor, dibújalo…
Los ojos azules de la niña estaban muy abiertos, rodeados de escarcha.
¿Qué otra cosa podía hacer? Mabel abrió el bloc de dibujo con torpeza. Cogió el lápiz y se puso a la tarea. Faina permanecía inmóvil, con el copo de nieve entero en la mano.
Quizá deberíamos entrar en casa y sentarnos para hacerlo, dijo Mabel, pero enseguida se dio cuenta de su error. La niña sonrió y meneó la cabeza.
No, no. Creo que no podríamos hacerlo dentro, con el calor…
El dibujo era muy pequeño, y Mabel vio que sería imposible plasmar cada línea, cada hueco. Ojalá tuviera una lupa, se dijo antes de empezar de nuevo.
Nunca se me han dado bien los dibujos geométricos, dijo, más para sí misma que para la niña. Soy demasiado impaciente. Demasiado imprecisa.
Volvió a comenzar, esa vez con trazos más amplios, llenando la página con esa única forma geométrica. Apoyó el cuaderno en una mano y dibujó con la otra, ligeramente inclinada para verlo más de cerca. Pero su aliento… eso solo podía reducir el copo de nieve a una gota de agua. Se apartó un poco, para no exhalar el aire sobre él.
La nieve empezó a caer, mojando el papel. Mabel trabajaba más deprisa, entre suspiros de frustración. Ojalá fuera una artista mejor.
Es perfecto, susurró Faina. Sabía que lo sería.
Mabel miró el dibujo, luego el copo de nieve en la mano de la niña.
Siempre puedo redondear los detalles más tarde. ¿Te parece si lo dejamos por el momento?, preguntó.