Sí, dijo Faina.
La niña se acercó la mano a los labios y dio un soplido hacia el copo de nieve, que voló por el aire como un diente de león.
Oh, exclamó Mabel.
Sin saber por qué, sus ojos se llenaron de lágrimas.
Faina la cogió de la mano otra vez, se acercó a ella y la abrazó con fuerza. Los húmedos copos de nieve las rodeaban. El mundo estaba en silencio. La nieve parecía más pesada, más mojada, y el abrigo de Mabel se iba empapando.
Faina tiró de su manga. Mabel se inclinó hacia ella, segura de que iba a susurrarle algo al oído, pero en su lugar Faina posó sus fríos labios en la mejilla de Mabel y le dio un beso.
Adiós, dijo la niña.
Cuando Faina la soltó y corrió bajo una nieve que ya era lluvia, Mabel lo supo. Puso el bloc bajo su abrigo y se quedó parada hasta que el pelo le chorreaba, con el abrigo totalmente mojado y las botas embarradas. Permaneció inmóvil, con la vista puesta en el bosque, intentando ver a través de la lluvia. Pero, en el fondo, ya lo sabía.
El invierno había sido una absurda pérdida de tiempo. Había trasteado en el establo, reparado herramientas, desplumado gallinas, jugado en la nieve. Debería haber hecho más en los meses de frío para prepararse, pero ¿qué? No mentían al hablar de esa tierra los que decían que todo el trabajo se realizaba en unos pocos meses de actividad intensa. La única razón por la que el hombre podía cultivar algo allí era porque en el punto álgido del verano había veinte horas de sol al día, y las verduras crecían de un día para otro hasta alcanzar tamaños enormes. George afirmaba haber visto en uno de los campos un repollo de casi cuarenta y cinco kilos.
Pero habían llegado a mayo y Jack aún no podía plantar las semillas sin que el caballo casi se ahogara en el barro. En su lugar de origen las cosechas ya habrían estado en la tierra desde hacía un mes. Mientras esperaba a que se fundiera la nieve y se secara el terreno, oía el tictac del reloj, no solo el que marcaba los minutos de cada uno de los días, sino otro, que resonaba con más fuerza y descontaba los días que le quedaban de vida.
Esa temporada la finca tenía que autosostenerse. Jack confiaba en que varios granjeros habían tirado la toalla y abandonado sus fincas en un momento en que el mercado parecía estar abriéndose gracias a la expansión del ferrocarril. Lo invertiría todo en ese año. Plantaría patatas, y también zanahorias, lechuga y repollo, para vender las verduras a los campamentos mineros durante el verano.
Él y Mabel hablaban poco, pero cuando lo hacían tendían a discutir. Él comentó que necesitaba contratar a una cuadrilla de chicos de la ciudad para que le ayudara en la siembra, pero que no disponían de dinero para ello.
—Tendremos que buscar otra solución —repuso Mabel, mirándose las manos con aire ausente.
—¿Qué solución? ¿Puedes decírmela, por el amor de Dios? —Su voz revelaba enojo, frustración. Añadió, en un tono más amable—: Ya no soy joven. Me duele la espalda y apenas consigo cerrar el puño por las mañanas. Necesito ayuda.
—¿Y quién te dice que debes hacerlo solo? ¿Qué soy yo?
—¡Tú no eres un peón de granja, Mabel! Y no voy a permitirte que te conviertas en uno.
—Así que prefieres matarte a trabajar ahí afuera y dejarme aquí, para que los dos podamos sufrir solos.
—Nunca he querido eso. Pero la verdad es que somos solo tú y yo. Alguien tiene que ocuparse de la casa y alguien tiene que ganar el pan.
Una vez más la discusión parecía regresar a los hijos que no habían tenido. Una niña que ayudara a Mabel en las tareas del hogar; un niño que trabajara en los campos.
—¿Qué me dices del hotel? Quizá pueda empezar a hacer tartas para Betty otra vez.
—Creía que habíamos venido aquí a trabajar la tierra, no a hacer pasteles y tartas como si fuéramos gitanos. Esta es la verdad. Y si esta tierra tiene que ser nuestro sostén, deberá conseguirlo ya este año. Simplemente, no veo cómo podré lograrlo solo.
Jack salió de la casa, pero se abstuvo de dar un portazo.
Ya de niño, a Jack le encantaba el olor de la tierra cuando volvía a la vida después de que se fundiera la nieve. Pero esa primavera era distinta. Una especie de tristeza húmeda y mohosa, algo parecido a la soledad, había invadido la finca. Al principio Jack no identificó su origen. Tal vez fuera su propio talante. Quizá se debiera al tiempo primaveral, con sus cielos nublados y lluvias heladas que se filtraban por los troncos de la cabaña. Incluso Mabel parecía poseída de una inquietud taciturna.
Entonces Jack contó los días: habían pasado casi tres semanas desde que vieron a la niña por última vez, el período de ausencia más prolongado desde que entró en sus vidas. Intentó concentrarse en la tarea de plantar las semillas que tenía entre manos, pero no lo consiguió.
No mencionaban nunca su nombre, su silla estaba vacía y Mabel ya había dejado de poner un plato para ella. Jack se preocupaba tanto por su esposa como por la niña. Mabel ya no la esperaba en la ventana, y en su lugar a menudo la encontraba contemplando un barreño lleno de agua sucia como si hubiera perdido la noción del tiempo. A veces Jack entraba en la cabaña y su mujer parecía no darse cuenta de ello hasta que él apoyaba una mano sobre su brazo.
Todo había sido tan distinto durante el invierno… Jack anhelaba que llegara el momento de cenar juntos, incluso cuando no estaba Faina. Entonces él y Mabel hablaban de sus planes para la finca, de sus planes de futuro. Jack no se dormía justo después de cenar sino que ayudaba a Mabel a recoger la mesa. La primera vez que él entró en la cocina y se puso a fregar los platos, ella había fingido desmayarse: se había llevado la mano a la frente y le había observado con los ojos medio cerrados hasta que él la besó en los labios. Se reían, bailaban, hacían el amor.
La niña se había llevado consigo la alegría.
Jack pasó ante el establo y se encaminó al campo nuevo. El lodo se le pegaba a las botas. Salió del sendero para caminar por la hierba húmeda del campo virgen. Unos diminutos brotes verdes empezaban a asomar en los abedules. Algo se movió en el bosque.
—¿Faina?
Otro movimiento, oscuro y raudo, pero demasiado oculto por los árboles para que él supiera de qué se trataba. Siguió un sendero que se alejaba del campo. Tres días antes había visto huellas de oso en el barro y heces en el sendero. No llevaba el rifle, pero no pensaba dar media vuelta.
Una semana de ausencia podía explicarse. Quizá hubiera ido a cazar. Pero tres semanas… eso ya era otra cosa. Una enfermedad, un alud de nieve en primavera, la capa de hielo del río resquebrajada. Jack repasaba todas las posibilidades mientras se internaba en el bosque.
La tierra aparecía desnuda, sin el blanco de la nieve ni el verde de la primavera. A sus pies, una manta de helechos se desplegaba y brotes nuevos intentaban atravesar las hojas muertas del año anterior. Fue subiendo tan rápido como le permitía su viejo corazón. Un rato después llegó hasta las caras de piedra del acantilado y se percató de que se había alejado de la ruta y había perdido de vista el riachuelo. Siguió entonces un sendero de caza que recorría la base de los acantilados, agachándose para pasar bajo los alisos, hasta que oyó el susurro del agua. Se guió por el sonido hasta el riachuelo, rebosante de nieve fundida. Era ensordecedor.
Subió en paralelo al riachuelo hasta ascender por un risco y ver la estampa familiar del bosque de abetos. Ahí estaba el tronco del abeto que él había talado y quemado. Alguien había señalado la tumba del hombre con un montón de piedras. Faina debía haberlas llevado hasta allí desde el lecho del río.
—¿Faina? ¿Faina? ¿Estás aquí? —El rugido del agua sofocaba su voz—. ¡Faina! Soy Jack… ¿Me oyes?
Recordó la puerta de la ladera de la montaña, por donde había visto desaparecer a la niña. Tuvo que observar la colina varias veces antes de encontrarla. Era como cualquier otra puerta de cabaña, hecha a base de tablones toscamente unidos, pero más baja, tanto que un adulto debía agacharse para poder entrar, y no se apoyaba en un marco sino más bien en una loma donde crecía la hierba. No vio huella alguna que entrara o saliera. Cuando llamó a la puerta con los nudillos, ésta se abrió hacia dentro en sus goznes de piel.
—¿Faina? Niña, ¿estás ahí?
Temía hallarla tumbada en la cama, enferma, en ayunas o algo peor. El interior no era tan oscuro como había imaginado. La luz del día entraba por algún orificio del techo.
—¿Faina?
No hubo respuesta. Sus ojos se habituaron a la penumbra. Las paredes que le rodeaban estaban hechas de troncos que habían sido cortados con un hacha. Sobre su cabeza había un techo de madera, con un agujero cuadrado no mayor que el conducto de un horno, que se abría al cielo. Justo debajo de la abertura se apreciaban los restos de un fuego, unos cuantos troncos chamuscados. La chimenea también era cuadrada, dispuesta sobre la tierra, pero rodeada de las placas de madera que formaban el suelo.
El constructor había excavado la ladera de la colina hasta conseguir ese cuarto, y luego había replantado la hierba en la parte superior. El efecto resultante era que la pequeña cabaña pareciera un montículo de hierba, una parte más de la ladera. Seguramente eso le proporcionaba un mayor aislamiento, sobre todo en invierno, cuando la montaña se llenaba de nieve, pero Jack tuvo la impresión de que la construcción no obedecía únicamente a cuestiones de índole práctica. Había algo opresivo en esa estructura. Quienquiera que viviera entre esas paredes disfrutaba de la oscuridad y del anonimato.
El aire era rancio, como el de una buhardilla abandonada, pero al caminar por la estancia fue notando olores más definidos: madera, carne y pescado secos, pieles curtidas y hierbas aromáticas. Sobre su cabeza, plantas secas colgaban en matojos desde el techo de madera. Cuando Jack se irguió del todo, su cabeza estaba a menos de treinta centímetros del techo.
La puerta se cerró con estruendo.
—¿Faina?
La abrió, pero no vio a nadie al otro lado.
Allí dentro, en ese sitio húmedo y solitario, sus temores por la niña crecieron. Recorrió el pequeño espacio. Si no la hubiera visto entrar por la puerta, nunca habría creído que una niña viviera allí. No había juguetes, ni el menor vestigio de ropa infantil. Quizá se había ido a alguna parte y se lo había llevado todo consigo; era imposible saber si hubo algo ahí en el pasado que ya no estuviera entonces. Dio un puntapié a los troncos chamuscados de la chimenea. Ni chispas ni humo. El fuego llevaba días apagado, semanas tal vez.
Había una cama hecha a base de troncos pelados. En lugar de mantas y sábanas, vio pieles curtidas, de caribú y otros animales. En un rincón se distinguía algo parecido a una cocina, con un poyo y unos estantes donde se amontonaban objetos varios; algunos tarros de judías y de harina, aunque bastante vacíos en general. De la pared opuesta salían unos ganchos de madera de donde colgaban zapatos, hachas, sierras, herramientas, aperos que pertenecían a un adulto, no a una niña. Las herramientas estaban sucias, y algunas empezaban a oxidarse. También había alguna prenda de ropa: una parka con forro de piel que habría sido demasiado grande incluso para Jack. La descolgó y en ese momento oyó una especie de tintineo. Al palpar los bolsillos encontró media docena de botellas vacías. Fue acercándolas una a una a su nariz. Algunas olían a orina de animal y a vísceras, otras a un potente licor. El agua de Peter, lo había llamado la niña.
Sacudió la cabeza para despejarse la nariz y volvió a colgar la parka del gancho. En otro rincón descubrió un montón de pieles secas: castor, lobo, marta, armiño.
Se dirigía a la puerta, listo para marcharse, cuando recordó la muñeca. Podía estar en alguna parte. Regresó a la cama y apartó las pieles, pero no halló nada. Luego vio una caja de madera que había debajo de la cama. Se puso de rodillas y la abrió.
En su interior había una mantita de bebé de color rosa, vieja y sucia pero doblada con esmero. Debajo encontró unas cuantas fotografías en blanco y negro. Jack las cogió. Una mostraba a una pareja bien vestida, de pie en un muelle, rodeados de baúles y maletas, como si estuvieran a punto de embarcar. Al principio no reconoció al hombre; en la foto era mucho más joven, llevaba el pelo muy corto y ni rastro de barba. La mujer que le acompañaba llevaba un bonito vestido y en los exquisitos rasgos de su cara y su rubio cabello, Jack vio a Faina. Tenían que ser sus padres, saliendo de Seattle, tal vez, en dirección a Alaska. Había más fotos, y en una aparecía la mujer con un bebé en brazos, envuelto en una manta que parecía nueva y limpia pero que, Jack estaba seguro, era la misma que había encontrado doblada en la caja. Otra mostraba al hombre, posando con botas para la nieve, parka y una sonrisa maliciosa. Se parecía muy poco al cadáver congelado que Jack había enterrado a poca distancia de allí, pero era él.
Jack tensó la mandíbula. ¿Cómo podía un hombre dejar desamparada a su hijita en ese entorno salvaje? Devolvió las fotos y la manta a la caja, y la cerró de nuevo.
Al incorporarse, le crujieron las rodillas y se sintió viejo y asustado. La niña había desaparecido. Ese lugar se la había tragado.
Volvió a pensar en la muñeca. Echó un último vistazo al cuarto pero supo que no la encontraría. Era un leve consuelo. Habían perdido a Faina, pero dondequiera que estuviera, comoquiera que se hallara, la muñeca había ido con ella.