Había sobrevivido, ¿verdad? Incluso en aquel entonces, cuando habría deseado tumbarse en el huerto y hundirse en una tumba propia, había vuelto a casa en plena noche, se había lavado y por la mañana había hecho el desayuno para Jack. Había fregado los platos y limpiado la alacena. Había amasado pan. Había trabajado intentando no prestar atención a la dolorosa inflamación de sus pechos y al hueco que sentía en el útero. Y más tarde había hecho algo impensable: había entrado en el cuarto de los niños y apoyado las manos en la cuna de roble, la misma donde Jack había dormido de niño, la misma donde había dormido su madre. Había tocado la colcha en tonos pastel que había cosido con sus propias manos, y entonces el dolor la había derribado sobre la mecedora, donde se sentó, con los brazos rodeándose el estómago, y recordó cómo había sido vivir con otra vida creciendo en su interior.
Cuando recuperó las fuerzas, empezó a doblar la ropita, las mantas y los pañales, y a meterlos en simples cajas. Realizó la tarea sin interrumpirse, aunque los sollozos le deformaban la cara, le nublaban los ojos, la hacían moquear. No oyó llegar a Jack, pero en un momento dado levantó la cabeza y lo vio, observándola en silencio, antes de dar media vuelta, incómodo, avergonzado por aquella evidente muestra de dolor. No apoyó la mano sobre su hombro. No la abrazó. No dijo una sola palabra. Incluso entonces, tantos años después, ella era incapaz de perdonárselo.
Al final de aquel surco, Mabel se puso en pie, se llevó las manos a la parte baja de la espalda y se estiró. El borde del vestido aparecía manchado y sus manos, agotadas y cubiertas de polvo. Paseó la vista por el campo, observando cuánto habían hecho. Garrett se sacudió las manos en las perneras del pantalón.
—Un surco hecho —dijo él—. Nos quedan unos mil. —El chico le dirigió una media sonrisa y arqueó las cejas, como si estuviera preguntándole si quería seguir en la tarea.
Mabel asintió.
—¿Hacia dónde? —preguntó.
Garrett alzó la mano, como si fuera un explorador oteando el horizonte.
—¡Hacia allá!
Cuando Esther llegó hasta el final de un surco y dio media vuelta, frenó el ritmo del caballo y los saludó con la mano. Mabel le devolvió el saludo. La brisa agitaba los mechones de su cabello, que enmarcaban su cara, y le secaba el sudor. El cielo aparecía nítido y reluciente. A distancia, más allá de los árboles, distinguía las blancas cimas de las montañas.
Mabel se levantó la falda y cruzó el surco ya plantado. Garrett tiró del saco hacia ella y empezaron de nuevo.
Trabajaron hasta el anochecer y regresaron a la cabaña mucho después de la hora de la cena. Jack había encendido los candiles y estaba asando unos filetes.
—¿Qué es esto? —preguntó Esther. Inhaló el aroma y sonrió—. Algo huele realmente bien.
—No puedo hacer gran cosa. Así que he pensado que lo menos que podía hacer es dar de comer a mi cuadrilla. —Jack sonrió, como un hombre pillado en un renuncio.
Los siguientes días fueron una nebulosa de patatas, tierra, sol y músculos doloridos, jornadas sin fin en las que prosiguieron con la siembra. Jack hizo cuanto pudo, pero básicamente se quedó en la cabaña y se dedicó a hacer las comidas. Por las noches, todos estaban demasiado cansados para hablar. El chico casi se dormía a la mesa, con la barbilla apoyada en las manos sucias. Cuando llegaba la hora de acostarse, Mabel estaba extenuada. Nunca había comprendido cómo Jack podía dormirse en una silla, sin asearse, sin charlar con ella acerca de lo sucedido durante el día, o ni tan siquiera quitarse las mugrientas botas. Entonces lo entendió. Y sin embargo, a pesar de los músculos agotados y de la monotonía de la tarea, los días de trabajo en el campo la llenaron de un orgullo desconocido para ella. La cabaña ya no le parecía desangelada, sino que agradecía llegar a ella al final del día y encontrar comida caliente y una colchoneta donde acostar los huesos. No se fijaba ya en si los platos estaban fregados, o si al suelo le hacía falta un barrido.
—Creo que lo hemos logrado, Jack —anunció Esther una tarde, con los brazos en jarras—. Sé que tenías previsto hacer más este año, plantar también lechugas junto con las patatas. Pero he pensado que, ahora que tenemos las patatas en la tierra, ya veremos qué es lo que pasa.
Jack asintió. Quizá sería suficiente para mantenerlos.
—No estaríamos aquí de no haber sido por vosotros dos. —Su voz expresaba seriedad, sinceridad, pero había una tristeza en sus ojos que Mabel interpretó como vergüenza—. No sé cómo podremos devolveros este favor.
Esther hizo un gesto de impaciencia y afirmó que pensaba volver a su casa esa misma tarde.
—Ha sido divertido, pero me muero por volver a dormir en mi cama, a pesar de los ronquidos de mi marido. Tú estás mejor, Jack, y Garrett puede ocuparse de los campos. No… No quiero oír ni una palabra. George y yo ya hemos hablado de esto. Garrett trabaja más de lo que nunca ha hecho en casa, y allí ya han terminado de plantar. Si os incordia por casa, podéis hacerle un sitio en el establo. Así tendréis la casa para los dos solos.
Había llegado el momento, y sin embargo Mabel lo temía. Jack era un hombre distinto, inseguro y turbado. Ella no olvidaba que, en los peores momentos de dolor, él había llorado y le había suplicado que le abandonara. Y luego, mientras él se recuperaba, ella había salido a los campos y trabajado con una fuerza y una seguridad en sí misma que eran nuevas. Sin la presencia de Esther y Garrett, ella y Jack compartirían el lecho de nuevo, y ella se preguntaba si sería como dormir con un extraño. Jack la miró con tristeza, como si le leyera el pensamiento.
Después de cenar, Esther se marchó y Mabel condujo a Garrett hasta la buhardilla del establo. El chico se llevó su colchoneta, y ella puso una caja de madera boca abajo para que la usara de mesilla de noche. Le dejó un candil, además de un despertador y un libro.
—
Colmillo blanco,
de Jack London. ¿Lo has leído?
—No, señora.
—Por favor, llámame Mabel de una vez. Creo que te gustará, pero si no, tengo docenas de libros para elegir.
Iba a advertirle que tuviera cuidado con el candil, pero se lo pensó dos veces. Él la había tratado como a una igual, así que ella debía intentar hacer lo mismo.
—Ven a casa si necesitas algo, aunque sea simplemente compañía.
—Sí, señora… Quiero decir, Mabel.
—Garrett, hay otra cosa que quería preguntarte.
—¿Sí?
—Cuando estuviste poniendo trampas, el invierno pasado, ¿viste alguna vez algo inusual?
—¿Se refiere a la niña? He oído hablar de ella.
—¿Y? ¿Viste algún rastro de ella?
El chico negó con la cabeza, como si lo lamentara.
—¿Nada? ¿Nunca?
—Lo siento —dijo él.
Era una noche fría y Jack había encendido un fuego. Había una montaña de platos sucios en la cocina y Mabel se sentó en una silla, frente al fuego, y acercó los pies al calor. Estaba más cansada de lo que lo había estado en toda su vida. Los músculos le dolían. Cuando cerraba los ojos, veía surcos de tierra que se extendían hacia el horizonte. Casi notaba la tierra.
—Mabel, te estás quedando dormida. Ven a la cama.
Jack le masajeó los hombros.
—Esto ha sido demasiado para ti.
—No, no. —Ella le miró a la cara—. Es una sensación maravillosa. Compartir el trabajo, sentirme útil. Es posible que el día de hoy haya sido uno de los mejores de mi vida…
Su voz se fue apagando en cuanto fue consciente de lo que estaba diciendo. Jack asintió sin decir nada.
Mabel se puso el camisón y se acostó en la cama. Jack, vestido únicamente con los calzones largos, permaneció sentado en el borde.
—¿Jack?
—¿Sí?
—Estaremos bien, ¿verdad? Nosotros, quiero decir…
Él soltó un gemido al tenderse en la cama. Se puso de lado, de cara a Mabel, y acarició sus cabellos sueltos, una y otra vez, en silencio. Mabel vio lágrimas que pugnaban por salir en sus ojos y, apoyando el codo en la cama, se incorporó un poco para darle un beso en sus párpados húmedos.
—Sí, Jack. Estaremos bien.
Dejó que Jack se acurrucara bajo su brazo y le oyó llorar.
Aquel verano fue ideal para las tareas de la granja. Incluso Jack se dio cuenta. Los intervalos de lluvia y de sol se sucedieron en una secuencia perfecta. Por su cuenta, Garrett plantó más verduras para poder venderlas al ferrocarril y las plantas florecían en los campos.
A Jack seguía molestándole la espalda, y había mañanas en que debía resbalar de la cama al suelo y arrastrarse hasta la cómoda para lograr ponerse de pie. A ratos se le dormían las manos y los pies, y algunos días le dolían las articulaciones. Sospechaba que llegaría un día en que definitivamente no podría levantarse.
Pero al anochecer, cuando las cimas nevadas se vestían de añil bajo el sol de medianoche, caminaba solo por los campos y su paso era más ligero. Recorría los surcos perfectos, donde asomaban lechugas y repollos, inmensas hojas de un verde intenso. Notaba la tierra blanda bajo las botas y el olor a mantillo. A menudo agarraba un puñado de tierra con la mano y lo recorría con el dedo pulgar, maravillado ante su riqueza, y a veces arrancaba un rábano, lo limpiaba frotándolo en los pantalones, le propinaba un buen mordisco y arrojaba las hojas verdes a los árboles. Desde allí andaba hasta el campo nuevo, donde las plantas de patatas le llegaban a los muslos y empezaban a florecer. Se parecía muy poco al terreno yermo y duro, el mismo donde se había partido la espalda cuando el caballo lo arrastró por él meses atrás. Sabía que les debía todo aquello a Esther y a su hijo. Garrett escalonaba las cosechas de lechuga y rábanos para suplir las necesidades semanales de la gente del ferrocarril. Arrancaba las malas hierbas de las patatas. Sabía qué abonos funcionaban y cuáles no, así que Jack no tenía por qué fiarse del vendedor de Anchorage sino basarse en la experiencia real del muchacho.
Con solo catorce años, el chico era un buen trabajador, pero su corazón no estaba en las tareas de la granja. Tras obtener el permiso, Garrett se ausentaba durante días, llevándose consigo solo el caballo, un rifle y una mochila. En ocasiones volvía con la bolsa llena de truchas arco iris o urogallos para cenar. Una vez se presentó con un regalo para Mabel: una bolsa de piel de alce adornada con perlas, cosida por una mujer de la tribu Athabasca, río arriba. Y otras veces regresaba con historias de una cascada que había descubierto en la montaña o de un oso grizzly al que había visto jugando sobre un montículo nevado.
—Ese oso se comportaba como un niño, corría a la parte superior y se deslizaba por la nieve. Luego volvía a subir.