Ella estaba sola. El marido fuerte que la había cuidado era un hombre derrotado que sollozaba por las noches y le rogaba que lo abandonara, que volviera a casa y encontrara una nueva vida sin él. La niñita a la que había empezado a querer se había desvanecido, otro niño perdido. Sentada en la silla, con la espalda recta, el sueño la vencía a ratos, en cualquier momento, y soñaba con bebés prematuros cubiertos de sangre y charcos provocados por el deshielo. Y el cuento de hadas que aparecía en la carta de su hermana hechizaba sus sueños. «Cuando sé que me amas un poco, vuelvo a fundirme. De vuelta al cielo iré. La hijita de las nieves.»
Cuando despertaba, Mabel ni siquiera podía llorar esos sueños. Había demasiado que hacer. Ocuparse de los animales. Acarrear agua. Ayudar a Jack a que bajara cuando necesitaba hacer sus necesidades. Cocinar, aunque fuera para ella sola. La fatiga distorsionaba el sentido del tiempo, y a veces no sabía si era de día o de noche, amanecer o crepúsculo.
Una tarde, plagada de pesadillas, decidió salir. Sus ojos parpadearon al sol. Tiró migas de pan a los herrerillos y a las aves de pico grueso y habló con ellos como si fueran capaces de entenderla, pero el sonido de su voz los ahuyentó. Fue a los pastos y acarició el suave pelo del caballo. Se internó en los árboles a recoger los arándanos que crecían en los arbustos altos, y, con las manos llenas de diminutos frutos blancos, buscó a la niña con la mirada, pero el bosque estaba en silencio. Pensó en el oso negro y en los lobos. Solo tenía que esperar a que Jack se restableciera lo bastante para viajar y luego se marcharían de ese lugar. Allí ya no tenían nada que hacer.
—¡Hola! ¡Hola! ¿Hay alguien en la finca?
El sol le daba en los ojos, así que no consiguió distinguir quién era el jinete. El hombre desmontó y desenganchó un saco de arpillera de la silla. Era George. Se sintió tan aliviada que sus rodillas estuvieron a punto de ceder, y cuando él le ofreció el brazo lo aceptó de buen grado.
—Así que el viejo está en cama, ¿eh?
La condujo hasta una silla y empezó a hablar mientras sacaba tarros de vidrio del saco. Los alineó sobre la mesa, cada uno de ellos mostraba un brebaje claro.
—No me mires así, Mabel. Nunca ha habido mejor excusa que una espalda rota. ¿Dónde está?
Mabel señaló hacia el dormitorio donde dormía Jack.
—Aún no puede andar solo —susurró Mabel—. Y cuando remite el efecto del láudano, el dolor es insoportable.
George meneó la cabeza y chasqueó la lengua.
—Vaya… No se estará habituando a eso, ¿no?
—No, George. De verdad que no.
Ella se levantó y se dispuso a colocar los tarros, llenos de licor, en uno de los estantes de la cocina, como si eso importara algo.
—En cuanto esté un poco mejor, haré los preparativos para el viaje —dijo ella—. Sé que él querrá que te quedes con nuestras herramientas y equipamiento, y con los animales, por supuesto. No creo que podamos llevárnoslos.
—¿Mabel?
—No podemos quedarnos. Seguro que lo entiendes…
—¿Os marcháis de la finca? ¿Para siempre?
—Apenas salíamos adelante antes, George. Y estamos los dos solos. Venir aquí ha sido una aventura fantástica, pero ahora ha llegado el momento de enfrentarse a la realidad y volver a casa.
—No podéis iros. No después de lo que habéis trabajado en este lugar. Tiene que haber otra salida.
George miró en dirección al dormitorio.
—¿Cuánto tiempo lleva así?
—Más de una semana.
—¿Y cuánto había hecho en los campos antes del accidente?
—Aún estaba preparándolos.
—¿No ha plantado nada?
Mabel meneó la cabeza.
—Maldita sea… Disculpa el lenguaje. Ha sido un duro golpe, ¿no?
—Sí, George.
Él se mostró inusualmente callado mientras montaba a caballo y se disponía a partir.
—Nos despediremos antes de irnos —gritó Mabel desde la puerta de la cabaña—. Dale a Esther las gracias por todo. Habéis sido los mejores vecinos que podíamos esperar encontrar.
George se volvió, meneó la cabeza y partió sin decir palabra. Mabel estuvo segura de que aquella mirada estaba llena de reproches.
Esa misma tarde, Mabel vaciaba el barreño detrás de la cabaña cuando oyó que una carreta se acercaba por el camino. Se apresuró a entrar y a doblar las sábanas y la ropa interior que había estado lavando.
—Por nosotros no lo hagas.
Mabel oyó la risa de Esther en la puerta.
—¡Esther! —Se sorprendió al encontrarse abrazándola. Con la mejilla apoyada en el hombro de su amiga, rompió en sollozos.
—Vamos. Vamos. Llora un poco. —Esther le dio unas palmaditas en la espalda—. Va, va…
Mabel se apartó, sonrió y se secó las lágrimas.
—Mírame. Estoy hecha un desastre. Qué manera de recibir a las visitas.
—No esperaba otra cosa. Pobre mujer, sola aquí cuidando de un herido durante días. Fuertes como robles, pero en cuanto les duele algo son como críos. Como yo digo, no pasan por un parto que les endurezca.
Al decir esto, Esther miró a Mabel a los ojos. En su tono no hubo el menor atisbo de incomodidad o de arrepentimiento. Mabel comprendió: ella había pasado por un parto, aunque hubiera sido para dar a luz a un bebé muerto. Había sobrevivido a eso, ¿no? Fue como si hubiera metido la mano en el bolsillo y hallado una piedrecita, dura como un diamante, un tesoro que había olvidado.
—¿Dónde diablos pongo esto?
Garrett apareció en el umbral, enojado y mirando por encima de una montaña de paquetes que llevaba en las manos.
—Ojo con esa lengua. Y ponlo donde puedas. Luego ve a por el resto.
—¿Qué es todo esto, Esther?
—Provisiones.
—Pero nosotros… ¿no te lo ha dicho George?
—¿Ese ridículo plan que tenéis de abandonarnos? Oh, claro que me lo dijo. Ahora que por fin tenemos unos amigos interesantes, ¿crees que os vamos a dejar marchar sin oponer resistencia?
—Pero nos vamos. No necesitaremos nada de esto. —La voz de Mabel se redujo a un susurro—. Y, sinceramente, Esther, no tenemos dinero para pagarlo.
Garrett se detuvo y dejó otro montón de paquetes encima de la mesa. Mientras el chico se alejaba, Esther fingió propinarle un pescozón. Mabel sonrió a su pesar.
—No te preocupes por el dinero. Todo el mundo se ha enterado de lo que estabais pasando y ha aportado algo. Nada maravilloso, pero nos mantendrá durante un tiempo.
—No sé qué decir. Es demasiado… demasiada generosidad.
—Bueno, tal vez no tengamos médico por aquí, pero sí tenemos personas de buen corazón. —Esther le guiñó un ojo mientras empezaba a deshacer las cajas.
—Oh, me avergüenzo de haberlo dicho. No pretendía criticaros, pero me sentí tan frustrada…
—Tranquila. El viejo Palmer quedó demasiado impresionado por tu habilidad a caballo para ofenderse. Dijo que nunca había visto a una dama montar con un estilo tan masculino. Garrett, pon las colchonetas ahí, detrás del horno de leña. No las dejes por en medio de momento.
—¿Colchonetas?
—¿No te lo he dicho? Nos instalamos aquí. El chico y yo. Quizá seamos una pareja malhumorada y mandona, pero no creo que puedas quejarte de tener ayuda gratuita.
—¿Ayuda? ¿Con Jack?
—Con Jack. Con la siembra. Puedes disponer de nosotros hasta el final de la temporada, o hasta que te hartes de aguantarnos.
—Esther, no… No puedo dejar que hagáis esto.
—¿Que no puedes? Me parece que no entiendes con quién te las estás viendo, querida. Plantaremos esos campos, Garrett y yo. En cuanto a ti, puedes colaborar o quitarte de en medio, pero lo haremos igualmente.
Su voz quedó sofocada por el ruido que hizo Garrett al meter un abrevadero para caballos en la cabaña.
—Por los clavos de Cristo, mamá, ¿quieres decirme para qué hemos traído esto?
—Si no perdieras tanto tiempo quejándote ya habrías terminado. Tráelo aquí, junto al horno.
—¿No te parece que lo más probable es que ya tengan un par de abrevaderos? —preguntó Garrett con cierto sarcasmo, haciendo un gesto en dirección al establo.
—Pero no este.
El abrevadero para el caballo estaba reluciente y ocupaba la mayor parte del espacio que quedaba delante del horno de leña. Mabel tuvo la sensación, más bien cómica, de que su casa se estaba convirtiendo en el hogar de los Benson, con peleas y desorden.
—Garrett, pídele a Mabel que te lleve al campo para que puedas echar un vistazo al arado. Mira a ver si necesita reparación. Venga, Mabel. Un poco de aire fresco te irá bien, y mientras tanto yo me ocuparé de todo por aquí.
El chico anduvo con aire hosco y poco hablador y Mabel lo dejó en el campo para que reparara el arado. Pese a sentirse algo culpable por ello, tomó el camino más largo para regresar a la cabaña. Inhaló el aroma verde de las hojas nuevas y observó la afilada línea de las cumbres donde la nieve blanca se encontraba con el frondoso bosque. Entonces se acordó de que se había saltado la dosis de láudano de Jack.
—¿Ya estás aquí? Deberías haberte quedado un rato más por ahí. Tu agua aún no está a punto.
Esther metió un dedo en una olla gigante que había puesto al fuego. Había dejado abierta la puerta de la cabaña para que saliera el calor. Mabel fue corriendo al dormitorio. Jack tenía el cabello húmedo y bien peinado, y le dirigió una sonrisa débil desde la almohada.
—Me ha bañado —dijo.
—¿Esther?
Él asintió con las escasas fuerzas que tenía. Varias almohadas y mantas habían sido colocadas con cuidado en torno a él, obligándole a estar en una postura peculiar, con las rodillas dobladas y abiertas.
—¿Estás cómodo?
Jack la miró de reojo, ya medio inconsciente.
—Lo creas o no, sí.
—Lo siento, se me pasó la hora de la medicina.
—Me la dio Esther, con un trago de algo más fuerte.
—¡Sal, deprisa! —gritó Esther desde la otra habitación—. Antes de que el agua se enfríe o regrese ese hijo mío.
Esther volcó la olla llena de agua hirviendo en el abrevadero.
—Normalmente habría sido al revés, las damas primero, pero quería limpiar esas heridas cuanto antes. Pero aquí tienes agua limpia y caliente.
Mabel quiso negarse, decirle a Esther que había hecho demasiado, pero en cambio se desnudó y se metió en el agua mientras Esther montaba guardia en la puerta.
—Tómate tu tiempo. Una no se da un baño así todos los días.
Esther había acercado una silla a la bañera improvisada, y en ella Mabel encontró una esponja limpia, una barra de jabón casero y una botella de champú con aroma de lavanda. El agua casi quemaba, pero Mabel se sumergió en ella poco a poco, hasta meter incluso la cabeza; su melena suelta flotaba en el agua. Cada vez que intentaba salir de la bañera, Esther le ordenaba que siguiera, de manera que permaneció en ella hasta que el agua se volvió tibia y la piel de sus dedos se arrugó. Cuando por fin salió, el sol había desaparecido detrás de los árboles dejando en su lugar el crepúsculo perpetuo del sol de medianoche. Esther la envolvió en la toalla y le secó el pelo con vigor.
—Muy bien. Esto ya es otra cosa. La cena estará lista enseguida. Ponte algo cómodo. No te arregles, algo para dormir. Supongo que Garrett aún estará un buen rato en los campos y no volverá hasta tarde. No es que le apetezca mucho dormir con dos viejas, pero en un momento u otro se sentirá cansado.
Ambas en camisón, Esther sirvió a Mabel un estofado de oso negro, recién hecho, y galletas caseras. Luego extendió las colchonetas una al lado de la otra.