Mabel solo tenía que desear y creer. Su amor sería como un faro para la niña. Por favor, niña. Por favor. Vuelve con nosotros.
Por muchas vueltas que le diera, Mabel siempre remontaba la aparición de la niña a la noche en que ella y Jack la hicieron de nieve. Jack había trazado sus labios y sus ojos. Mabel le había dado los mitones y enrojecido sus labios. Aquella noche había nacido la niña, fruto de la nieve, el amor y la tristeza.
¿Qué había sucedido en aquella noche fría, cuando la escarcha dibujó un halo en los cabellos pajizos de la niña y la nieve se transformó en carne y hueso? ¿Fue como contaba el libro, una calidez que se extendía a través del frío, primero de la frente a las mejillas, luego de la garganta a los pulmones y al cuerpo, separándose de la nieve y de la tierra helada? La ciencia exacta de una molécula transformada en otra era algo que Mabel no se veía capaz de explicar, pero tampoco habría sabido dar cuenta de cómo el feto se formaba en el útero, cómo esas células se convertían en un corazón que latía y en un alma plena de esperanza. No entendía el milagro hexagonal de esos copos de nieve que salen de las nubes, helechos y plumas cristalizadas que caen suavemente sobre la ropa, estrellas blancas que se funden al menor roce. ¿Cómo algo tan fuerte y bello llegaba a ser algo tan pequeño, tan fugaz, tan incognoscible?
No hacía falta comprender los milagros para creer en ellos. De hecho, Mabel había llegado justamente a la conclusión opuesta. Para creer uno debía cesar de buscar explicaciones y limitarse a sostener esa cosita en las manos tanto tiempo como era posible antes de que se derramara en forma de agua entre los dedos.
Así pues, mientras el otoño endurecía la tierra y la nieve invadía las montañas, ella cosió un abrigo para una niña de cuyo regreso nunca dudó.
Mabel adquirió varios metros de lana hervida, y luego en una olla gigante la tiñó de un azul intenso que le recordaba al río del valle en invierno. Las costuras serían de seda y el ribete de piel blanca. Sería grueso y práctico, pero adecuado para una doncella de nieve. Los botones, con filigranas de plata, procedían de una tienda de Boston; ella los había guardado en un tarro durante años sin saber dónde usarlos hasta entonces. El ribete de piel blanca lo cosería en torno a la capucha y en las solapas, en el borde inferior y en los puños. Los copos de nieve, bordados en hilo de seda blanco, caerían en tropel por las pecheras y la espalda del abrigo.
Cogió su cuaderno de dibujo y un ejemplar del libro de Robert Hooke,
Micrographia: Or Some Physiological Descriptions of Minute Bodies Made by Magnifying Glasses.
Era uno de los pocos libros de ciencias naturales de su padre que había llevado consigo y recordó que lo tenía una tarde mientras trabajaba en el abrigo de Faina. Aquel viejo libro contenía ilustraciones de imágenes agrandadas, y de niña Mabel se había quedado particularmente fascinada por un dibujo desplegable, que mostraba el grabado caligráfico de un piojo con todas sus patas largas y flacas. Pero en él también había dibujos de copos de nieve.
«Tras exponer un trozo de tela negra o un sombrero de ese color bajo la nieve, he observado a menudo con gran placer tal infinita variedad de figuras formadas por la nieve que resultaría imposible reproducirlas todas…» Y a continuación Hooke había añadido sus esbozos de una docena de copos de nieve, redondos y en forma de pluma, estrellados y hexagonales.
Mabel copió varios dibujos. Luego, de memoria, trató de recrear el que había visto en la manga de su abrigo la noche en que ella y Jack crearon a la niña de nieve.
En cuanto al patrón del abrigo, usó como modelo uno simple que había comprado por catálogo. Por las tardes, incluso cuando fuera aún había luz, los árboles y los aleros del tejado evitaban que el sol entrara por los ventanucos de la cabaña, así que Mabel encendía un candil y desplegaba la tela en la mesa. El hecho de seguir un patrón le ofrecía una especie de consuelo, un equilibrio tranquilo al duro trabajo del campo de las mañanas. El trabajo en la granja era duro, agotador, y en gran parte una cuestión de fe: el granjero echaba en la tierra todo lo que tenía, pero la lluvia o el sol no dependían de él. Coser era distinto. Mabel sabía que, si era paciente y meticulosa, si seguía las instrucciones con esmero, daba los pasos correctos y obedecía las normas, al final todo saldría bien, tal y como debía ser. Un pequeño milagro en sí mismo, uno de los pocos que ofrecía la vida.
Por mucho que disfrutara cosiendo, fue en el bordado donde expresó sus esperanzas renovadas, cada punto una muestra de devoción, cada copo de nieve una celebración del milagro.
El primero que decidió bordar fue el de Faina, el que la niña había tenido en la palma de la mano: una estrella de seis puntas perfectas, cada una con un patrón de helecho idéntico. Entre cada helecho, las puntas de una estrella más pequeña se superponían en el centro, y, a su vez, en ese centro bordó el corazón en forma de hexágono.
Mabel estaba inclinada sobre el tambor de bordar, con la nariz a pocos centímetros de la tela, cuando entró Jack, que venía de dar de comer al caballo. A ella no le importaba que cada noche se quedara fuera más y más tiempo, aunque sí se preguntaba por qué la evitaba. Sin embargo, notó en él una cierta irritación, y se paró.
—¿Todo bien? —preguntó, levantando la cabeza de la aguja y el hilo.
Él asintió con un gesto.
—He visto que anoche heló —continuó ella—. ¿Recogeremos las patatas pronto?
Otro brusco ademán afirmativo.
—¿Se ha acostado ya Garrett? Quería darle otro libro para leer. Estaba pensando en otro de Jack London, o quizá
La isla del tesoro.
Si no tuviera tiempo de acabarlo, siempre podría llevárselo a su casa.
Mabel mordió el hilo y levantó el copo bordado a media altura para observarlo. Podía mostrárselo a Jack, pero eso solo le pondría de peor humor. El abrigo, los dibujos de los copos de nieve, cualquier mención a Faina hacía que sus hombros se tensaran y se cerrara en banda. Ella podía haberle preguntado el porqué, pero temía a la respuesta. Como él solía decir, déjalo estar. Y eso hizo ella.
Una semana después, con la última patata metida en el saco, el día amaneció con una fina capa de nieve temprana. Hacia el mediodía se habría fundido y Mabel estaba segura de que el invierno aún tardaría varias semanas en llegar definitivamente. En cualquier caso, la visión de la nieve le encantó. En cuanto tuvo hecho el desayuno para Jack y Garrett, se puso el abrigo y las botas.
—¿Dónde vas a estas horas? —preguntó Jack mientras daba cuenta de los huevos con patatas.
—He pensado que me apetecía salir a dar una vuelta, a ver la nieve.
Jack asintió, pero en las fatigadas arrugas que rodeaban sus ojos, ella vio sus temores. El miedo a una decepción para Mabel. A que Faina no regresara. A que la niña no fuera ese milagro que Mabel deseaba.
Mabel se abrochó el abrigo hasta el cuello y se puso el sombrero y los guantes de trabajo antes de salir de casa. Hacía menos frío del que esperaba. Las nubes ya se habían despejado y el sol aparecía entre los árboles. Álamos y abedules habían perdido las hojas y la nieve recién caída dibujaba finas líneas sobre las ramas. Pasado el establo y el álamo, el paraje aparecía teñido de un blanco impoluto. Mabel pensaba bajar hasta el río o seguir el camino hasta los campos más alejados, pero entonces recordó que era el último día que Garrett pasaba con ellos. Regresaba a su casa para el invierno y aunque con toda seguridad le seguirían viendo durante los meses venideros, la ocasión tenía el aire de una despedida. Ella quería regalarle uno de sus libros, el que él escogiera.
Cuando volvió, Garrett estaba fregando los platos.
—Ni hablar. No en tu último día. —Mabel colgó el abrigo del gancho que había en la puerta—. ¿Qué vamos a hacer sin ti, Garrett?
—No sé. Podría quedarme.
—No creo que a tu madre le hiciera ninguna gracia —dijo Jack, mientras metía los platos en el barreño—. Está ansiosa por tener a su benjamín en casa.
Garrett no parecía verlo tan claro, pero optó por morderse la lengua. En los últimos meses había cambiado, había crecido. Asumía gran parte de la responsabilidad de la granja y por las tardes hablaban de posibles cosechas y pronósticos del tiempo, de libros y de arte. Mabel ya no se excluía de las conversaciones. Se mostraba tan dispuesta a discutir las variedades de nabos que podían plantar como de describir los museos que había visitado en Nueva York.
¿Quién habría dicho que un jovenzuelo tendría algo que enseñar a una mujer hecha y derecha? Pero fue Garrett quien la había llevado a los campos, quien la había acercado al estilo de vida que ella se había imaginado para sí misma en Alaska. Ella no habría sabido explicárselo. Teniendo a Esther de madre, él no debía de imaginar que una mujer pudiera hacer algo en contra de su voluntad, o peor aún, no supiera cuál era esa voluntad. Mabel pensaba que era como si hubiera vivido en un agujero, cómodo y seguro desde luego, y que él se había limitado a tenderle la mano para hacerla salir al sol. Desde entonces era libre para ir donde quisiera.
—Garrett, estaba pensando que podrías llevarte prestado un libro a casa. Solo si quieres, claro.
—¿De verdad? ¿No le importaría? Lo trataré con mucho cuidado.
—Estoy segura de ello. Por eso te lo propongo.
Mabel le condujo al dormitorio y se arrodilló en el suelo para sacar el baúl.
—Eh, ya lo hago yo. —Lo sacó a rastras de debajo de la cama sin el menor esfuerzo—. ¿Todo esto está lleno de libros?
—Este y unos cuantos más. —Mabel se rió al ver la cara de sorpresa de Garrett—. Deberías haber visto la biblioteca de mi padre. Una habitación casi del tamaño de toda la cabaña forrada de estantes y estantes con libros. Pero solo pude llevarme unos cuantos…
—¿Los echa de menos?
—¿Los libros?
—Y a su familia. A todo lo demás. Las cosas deben ser muy distintas allí.
—Bueno, en algún momento desearía tener un libro concreto o ver a un amigo o pariente, pero en general me alegro de estar aquí.
Mabel abrió el baúl y Garrett empezó a sacar libros de su interior.
—Tómate el tiempo que quieras. Tu madre no te espera hasta la hora de la cena. —Ella se incorporó y se sacudió la falda. Estaba en la puerta cuando oyó que Garrett le decía:
—Gracias, Mabel.
Ella pensó en expresarle su propia gratitud, intentar explicarle lo que él había hecho por ella.
—De nada, Garrett.
Queridísima Ada:
Felicidades por tu nuevo nieto. ¡Qué alegría! Y tenerlos a todos tan cerca… Debe ser maravilloso oír los pasitos de los niños en los viejos escalones de madera cuando vienen de visita. Lamenté mucho enterarme del fallecimiento de la tía Harriet, pero al mismo tiempo creí entender que tuvo una muerte plácida, sin dolor y a una edad respetable. Aprecio enormemente todas las noticias que me haces llegar sobre la familia.
Estamos bien aquí, lo digo de corazón. Me consta que nos tachasteis de locos cuando nos vinimos a Alaska y durante un tiempo hasta yo lo pensé. Sin embargo, este último año lo ha compensado todo. He empezado a colaborar en las tareas de la granja. Imagíname, la misma a la que siempre llamaban tímida y delicada, de rodillas en el campo, plantando patatas y sucia de tierra. Pero en realidad trabajar con tus propias manos provoca una sensación maravillosa. Jack ha transformado este indómito pedazo de tierra al que llamamos hogar en una granja floreciente, una obra que ahora también yo puedo llamar mía. Nuestra alacena rebosa de tarros llenos de mermelada y carne del alce que Jack cazó en otoño. Oh, a ratos añoro el Este, como lo llaman aquí, y desde luego mi corazón desearía veros, a ti y al resto de la familia, pero hace poco hemos decidido que este traslado es definitivo. Este es ahora nuestro hogar, y Jack y yo llevamos aquí una nueva vida que nos satisface.
Te envío también unos cuantos dibujos que he hecho estos meses. Uno es del parterre de fresas del que estoy tan orgullosa y que ha dado lugar a montones de tartas de fresa durante el verano. El otro es del frondoso paisaje que se aprecia a lo largo del río. De fondo puedes ver las montañas que enmarcan este valle. El último es de un copo de nieve que tuve el placer de observar de cerca el pasado invierno. Lo he dibujado una y otra vez, porque esa elegancia infinitesimal me resulta fascinante.
Entre estas páginas hallarás también unas ramas de arándanos. Las florecillas blancas no parecen gran cosa ahora que están secas, pero te aseguro que son preciosas cuando cubren los bosques en primavera. Y añado también unos patucos para el nuevo bebé de Sophie. Espero que te lleguen antes de que la niña sea demasiado grande para ponérselos.