La niña de nieve (49 page)

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Authors: Eowyn Ivey

Tags: #Narrativa

BOOK: La niña de nieve
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—Quiere salir.

—¿Qué? ¿Ahora? ¿En plena noche?

—Está ardiendo, y aquí dentro hace mucho calor. Creo que teme ahogarse. Solo quiere tomar un poco de aire fresco.

—Podríamos abrir la puerta —sugirió Garrett.

—Quiere estar fuera, bajo el cielo nocturno —repuso Mabel.

Garrett asintió, lo comprendía.

—De acuerdo —dijo—. La llevaremos fuera.

—¿Os habéis vuelto locos? —exclamó Jack—. Estamos a veinte bajo cero. Morirá congelada.

—No morirá —dijo Garrett. Se volvió hacia Mabel y añadió—: ¿La ayuda a vestirse?

Mabel sentó a Faina en el borde de la cama. Le puso las botas de piel y le echó el abrigo de lana azul sobre el camisón. Luego cogió la bufanda que Garrett le había dado y, mientras envolvía con ella el cuello de Faina, reconoció aquel encaje de rocío de su hermana.

Siempre he querido preguntarte…

Pero se contuvo y le puso los mitones en las manos.

Niña, tienes que prometerme que no te pondrás a deambular en plena noche. Sacaremos una silla y podrás sentarte en ella durante unos minutos.

Duele demasiado.

¿Estar sentada?

Faina asintió.

Mabel la acostó de nuevo, despacio. Habló del dolor con Garrett y éste le dijo que tenía la solución. Poco después regresaba al lado de la cama y entre él y Mabel lograron que Faina pudiera ponerse de pie. Garrett le puso el sombrero de piel de marta y le ató las cintas de cuero bajo la barbilla.

Ven a ver la cama que te he hecho bajo las estrellas.

Faina sonrió a su marido y él la ayudó a salir. No muy lejos de la cabaña había apilado unos cuantos troncos, y encima de ellos había puesto varias capas de pieles de castor y de caribú, que formaban un mullido colchón.

La noche era fría y serena, quizá la más fría que había vivido Mabel. La nieve crujía bajo sus botas, el aire cortaba. Era la clase de helor que penetra por la lana más gruesa y estrangula los pulmones. Mabel vaciló. Quizá fuera un error… Pero entonces oyó la respiración acompasada de Faina e imaginó el aire fresco en su frente febril. Sosteniéndola por los brazos, Mabel y Garrett recorrieron el corto trecho que separaba la cabaña del improvisado lecho. Una vez allí, Garrett la acostó. Faina exhaló un profundo suspiro cuando él le echó una piel de castor encima. Mabel había cogido el edredón de la cama y también la arropó con él.

Mira las estrellas, dijo Garrett. ¿Las ves todas?

Sí. Son hermosas.

Garrett se quedó con ella, sentado en una silla a su lado mientras Mabel regresaba a la cabaña. Poco después, cuando el bebé despertó pidiendo brazos, Mabel salió a preguntarle si quería cogerlo. Ella podía quedarse con Faina.

¿Quieres que me quede?, preguntó él a Faina. Quizá ya sería hora de que entraras tú también.

No, dijo ella en voz baja. Entra. Coge a tu hijo.

Mabel se inclinó sobre Faina y la arropó de nuevo con el edredón; bajó las orejeras del gorro para que le abrigaran las mejillas. Luego se envolvió en una manta que había sacado de la cabaña y se sentó.

¿Estás bien, niña?

Oh, sí. Aquí fuera, con los árboles y la nieve, puedo respirar otra vez.

Fue como un sueño extraordinario: los suspiros suaves de Faina, los crujidos ocasionales del hielo en el río y los chasquidos de las ramas debido al frío; la noche amplia, profunda, estrellada, solo rota por el perfil rasgado de las montañas. Tras las cimas surgieron haces de luz, entre verde y azulada, como los restos de una hoguera, entrecortados y retorcidos, que luego dibujaron círculos de lazos purpúreos sobre la cabeza de Mabel hasta que ésta oyó un zumbido eléctrico, como el que hacen las fibras de una manta de lana. Miró directamente hacia la aurora boreal y se preguntó si esos espectros fríos y ardientes no le quitarían el aliento, incluso el alma, para llevárselo con ellas.

—Por Dios, Mabel, estás enterrada en nieve. ¿Dónde está Faina?

Ella no recordaba haberse dormido. ¿Quién iba a dormir con ese frío? Pero de alguna manera había conseguido entrar en calor con la manta y el abrigo, resguardarse la cara con la lana, y no despertó hasta que oyó las voces de los hombres.

Faina. A mi lado. ¿Niña? ¿Estás ahí?

Pero no estaba.

—Habrá entrado en la cabaña, a ocuparse del bebé.

—No, allí no está.

Rígida y dolorida, Mabel se levantó, extrañada de la nieve que cubría su manta. La noche se había nublado de repente y las estrellas habían desaparecido, y habían caído unos cuantos centímetros de nieve. ¿Cuánto tiempo había pasado? Fue tras los hombres, oyó a Garrett llamando a Faina.

—¿Faina? ¿Faina?

—¿Dónde está, Mabel? —Jack se volvió hacia ella, casi acusándola.

—Estaba ahí, a mi lado. No puede estar muy lejos. ¿Seguro que no está en la cabaña?

—¡No! Ya te he dicho que no está dentro. —Y Jack gritó hacia los árboles—: ¡Faina! ¡Faina!

Garrett salió con un candil en la mano.

—¿Dónde está? —Su tono no revelaba temor, sino desesperación, y él corrió en dirección al río—. ¡Faina! ¡Faina!

Entre las pieles Mabel distinguió el edredón cubierto de nieve. ¿Cómo podía ser tan negligente? Lo cogió para sacudir la nieve y entonces vio un trozo de lana azul.

—¿Jack?

Él fue a su lado y siguió la dirección de su mirada; se arrodilló y, con las manos desnudas, apartó la nieve. El abrigo azul de Faina, bordado con copos de nieve. La bufanda. Los mitones. Las botas. Fue cogiéndolo todo, prenda por prenda, y quitándole la nieve.

—Oh, Jack. —Dentro del abrigo estaba el camisón de Faina—. ¿Qué significa esto?

Jack no contestó, se echó la ropa al brazo y entró en la cabaña. Mabel le siguió, cargada con el edredón mojado. Una vez dentro, lo dejaron todo encima de la mesa.

—Iré a buscar a Garrett. Cuida del bebé —dijo él.

—Pero Jack… No lo entiendo.

—¿No?

—¿Se ha ido?

Él asintió.

—Pero ¿adónde?

Jack salió de la cabaña sin contestar.

Cuando el bebé se despertó y pidió con sus llantos desgarrados la leche materna, Mabel se sintió perdida. Sumergió el extremo de un trapo en té dulce y se lo metió en la boca. El niño mamaba desesperadamente, pero enseguida apartó la cabeza y rompió otra vez a llorar. Ella le paseó por la cabaña hasta que el niño, agotado de llorar, volvió a dormirse, y durante ese tiempo no vio el menor rastro de luz, ni de Garrett o de Jack. Se sentó con el bebé en brazos y rezó para que esa noche no fuera real, para que fuera una pesadilla. Pero entonces apareció Jack. No dijo nada. Tras él, el amanecer invernal iniciaba su pálida aparición. Ella le preguntó con la mirada y él meneó la cabeza.

—¿Nada?

—Ni una huella.

—¿Dónde está Garrett?

—No quiere entrar. Está decidido a encontrarla. Ha ido a ensillar el caballo.

—Oh, Dios, Jack… ¿Qué hemos hecho?

Él se quedó en silencio. Se sentó a desabrocharse las botas y se quitó la nieve y el hielo de la barba. Atizó el fuego y luego se acercó a Mabel, para coger al bebé. Sorprendida, ella se levantó y le cedió al niño con cuidado. Jack apretó la manta y deslizó un dedo por la mejilla del bebé, con la cabeza tan vuelta hacia él que al principio Mabel no vio las lágrimas que rodaban por su cara.

—¿Jack? —Mabel le acarició la cara con ambas manos—. Oh, Jack.

Cogió al bebé de sus brazos y lo devolvió a la cuna; lo meció suavemente hasta que estuvo segura de que se había dormido. Cuando se levantó, Jack estaba a su espalda; ya no lloraba pero las huellas de las lágrimas eran aún visibles en su semblante. Mabel fue hacia él y se refugió en su pecho. Permanecieron un rato abrazados.

—Se ha ido, ¿verdad?

Jack apretó los dientes y asintió como si le doliera todo el cuerpo.

El dolor arrolló a Mabel con tal fuerza que sus sollozos fueron mudos, sin sonido ni palabras. Era una angustia escalofriante, devastadora. Ella supo que sobreviviría porque ya lo había logrado otra vez. Lloró hasta quedarse sin lágrimas, y entonces se secó la cara con la mano y fue a sentarse en la silla, temiendo que Jack saliera por la puerta y la dejara sola. Pero entonces él se arrodilló a sus pies, apoyó la cabeza en su regazo, y así permanecieron, compartiendo el dolor de una pareja de ancianos que han perdido a su única hija.

Quizá fuera el viento, o su propia y tremenda pena, pero Mabel habría jurado que oía la voz de Garrett. A ratos era un grito, procedente del río. A ratos un llanto profundo y lastimero que parecía salir de las propias montañas.

Ella y Jack se quedaron con el bebé esa noche, esperando que Garrett regresara a la cabaña. Mabel dormitó al lado de la cuna, donde el niño dormía tranquilo, pero su sueño fue ligero y se despertó una y otra vez.

—¿Has oído eso? —preguntó.

Jack se hallaba de pie junto al fuego, con el semblante abatido.

—¿Qué ha sido eso? —insistió ella.

—Lobos, supongo.

Pero ella sabía que no era así. Sabía que era Garrett, a caballo, buscándola, gritando su nombre en una noche sin estrellas. Faina. Faina. Faina.

Epílogo

—¿Hola? ¿Hay alguien en casa? —Jack llamó con los nudillos a la puerta de la cabaña y luego la abrió despacio—. ¿Hola?

Entró ayudándose con el bastón. Se quedó un momento en el umbral y escuchó el silencio. Ese día de otoño había ido en busca de Garrett, pero en su lugar se encontró con una avalancha de recuerdos. En un estante, cerca del horno de leña, estaba la muñeca de porcelana de Faina, con el pelo rubio peinado en dos trenzas y el vestido, azul y rojo, tan reluciente como el día en que Jack la había dejado en el bosque y dicho en voz alta: «Esto es para ti. Ignoro si estás ahí ni si puedes oírme, pero queremos que lo tengas».

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