Eran casi las cinco de la madrugada. Me había quedado adormilado sobre las últimas páginas del capítulo 9. La fecha de entrega del manuscrito había pasado (hacía mucho) y no se me ocurría nada. De pronto, oí una conmoción fuera de nuestra vieja granja en Batavia. Los caballos del establo se arremolinaban y coceaban. Salí a ver a ese tipo que venía del granero y que llevaba toga y calzaba un par de sandalias nuevas.
LEDERMAN: ¡Demócrito! ¿Qué hace aquí?
DEMÓCRITO: ¿A ésos los llama caballos? Debería ver los caballos egipcios para carros de combate que crío en Abdera. Nueve palmos y más. ¡Podían
volar
!
LEDERMAN: Sí, bueno. ¿Cómo está usted?
DEMÓCRITO: ¿Tiene una hora? Me han invitado a la sala de control del Acelerador de Campo Despertar, que acaba de inaugurarse en Teherán el 12 de enero de 2020.
LEDERMAN: ¡Guau! ¿Puedo ir?
DEMÓCRITO: Claro, si usted se comporta. Venga aquí, cójame la mano y diga: Μασσα δε Πλαυχκ. [Masa de Planck]
LEDERMAN: Μασσα δε Πλαυχκ.
DEMÓCRITO: ¡Más alto!
LEDERMAN: ¡Μασσα δε Πλαυχκ!
De pronto estábamos en una habitación sorprendentemente pequeña, que parecía distinta por completo de lo que esperaba, la cubierta de mando de la nave estelar Enterprise. Había unas pocas pantallas multicolores con imágenes muy nítidas (televisión de alta definición). Pero las pilas de osciloscopios y botones de sintonía habían desaparecido. Al otro lado, en una esquina, un grupo de hombres y mujeres jóvenes se enzarzaban en una discusión animada. Un técnico que estaba de pie junto a mí andaba apretando botones en una caja del tamaño de la palma de la mano y miraba una de las pantallas. Otro técnico hablaba en persa por un micrófono.
Tú y yo, querido colega, hemos hecho un largo camino desde Mileto. Hemos recorrido la senda de la ciencia desde entonces y allí hasta aquí y ahora. Lamentablemente, hemos pasado demasiado deprisa ante muchos hitos, mayores y menores. Sí nos hemos parado en unas cuantas vistas: en Newton y Faraday, Dalton y Rutherford, y, por supuesto, en el McDonald's a comer una hamburguesa. Vemos una nueva sinergia entre el espacio interior y el exterior, y como un conductor en una sinuosa carretera entre bosques vislumbramos de vez en cuando, oscurecido por los árboles y la niebla, un edificio señero: una obra intelectual que lleva edificándose 2.500 años.
Por el camino, he intentado meter algunos detalles irreverentes sobre los científicos. Es importante distinguir entre los científicos y la ciencia. Los científicos, las más de las veces, son personas, y como tales hay entre ellos esa enorme variedad que hace que la gente sea tan… tan interesante. Los científicos son serenos y ambiciosos; les mueven la curiosidad y el ego; son angélicamente virtuosos e inmensamente avaros; son sabios más allá de toda medida e infantiles en su senilidad; intensos, obsesos, relajados. Entre el subconjunto de los seres humanos a los que se llama científicos, hay ateos, agnósticos, el indiferente militante, el profundamente religioso y quienes ven al Creador como una deidad personal, toda sabiduría o un poco torpe, como Frank Morgan en
El mago de Oz
.
Los talentos de los científicos son también muy dispares. Eso está muy bien, porque la ciencia necesita tanto a quienes mezclan el cemento como a los maestros arquitectos. Contamos entre nosotros a mentes de un poder sobrecogedor, a gente que sólo es monstruosamente lista, a quienes poseen manos mágicas, una intuición infalible y la más vital de todas las cualidades científicas: suerte. Tenemos también simples, necios y los que son pura y simplemente tontos… ¡tontos!
—Quieres decir con respecto a los otros científicos —me replicó una vez mi madre.
—No, mamá, tonto como todos los tontos.
—¿Cómo sacó entonces el doctorado? —me plantó cara.
—
Sitzfleisch
, mamá.
Sitzfleisch
, la capacidad de sacar adelante cualquier tarea, de hacer las cosas una y otra vez hasta que el trabajo quede hecho. Quienes conceden los doctorados también son humanos; más pronto o más tarde, ceden.
Ahora bien, si hay algo que unifique a este conjunto de seres humanos a los que llamamos científicos, es el orgullo y la reverencia con que cada uno de nosotros añade su contribución a este edificio intelectual: nuestra ciencia. Puede que sea un ladrillo, encajado meticulosamente en su sitio y con la argamasa bien puesta, o puede que sea un magnífico entablamento (forzando la metáfora) que embellezca las columnas erigidas por nuestros maestros. Construimos con un sentimiento de sobrecogimiento, muy teñido de escepticismo, guiados por lo que nos encontramos al llegar, llevando con nosotros todas nuestras variables humanas, procedentes de todas las direcciones, cada uno con su propio bagaje cultural y su propia lengua, pero hallando, de alguna forma, una comunicación instantánea, una empatía en la tarea común de construir la torre de la ciencia.
Es el momento de que vuelvas a tu vida real. Durante los últimos tres años he estado llorando porque llegase el momento en que esto quedase acabado. Ahora reconozco que te echaré de menos, querido lector. Has sido mi constante compañero en los aviones, mientras escribía en la gran calma de la noche, tarde ya. Me he imaginado que eras una profesora de historia jubilada, un corredor de apuestas de caballos, un estudiante de universidad, una vinatera, un mecánico de motos, un estudiante de segundo de bachillerato y, cuando quería levantarme el ánimo, una condesa increíblemente bella que quiere pasarme las manos por el pelo. Como el que termina de leer una novela y se resiste a abandonar a los personajes, te echaré de menos.
Antes de irme, tengo algo que decir acerca del negocio de conseguir la camiseta definitiva. Puede que haya estado dando la impresión de que la Partícula Divina, una vez sea conocida, proporcionará la revelación final: cómo funciona el universo. Ese es el campo de los pensadores-auténticamente-profundos, los teóricos de partículas a los que se paga para que piensen profundamente de verdad. Algunos de ellos creen que La Ruta al reduccionismo llegará a un fin; lo sabremos, en esencia, todo. La ciencia se concentrará entonces en la complejidad; las superbuckybolas, los virus, el atasco de tráfico de las mañanas, una cura contra el furor y la violencia…, todas ellas cosas de ley.
Hay otro punto de vista: que somos como unos niños (por usar la metáfora de Bentley Glass) que juegan al borde de un vasto océano. Este punto de vista deja lugar a una frontera que en verdad no tiene fin. Tras la Partícula Divina se revela un mundo de una belleza espléndida, cegadora, pero al que nuestro espíritu se adaptará. Pronto percibiremos que no tenemos todas las respuestas; lo que esté dentro del electrón, del quark y del agujero negro nos arrastrará siempre más allá.
Creo que me inclino por los optimistas (¿o son pesimistas que dan por perdida la seguridad del puesto de trabajo?), esos teóricos que creen que «lo sabremos todo», pero el experimentador que llevo dentro me impide que reúna la arrogancia que hace falta para eso. El camino experimental hacia Oz, la masa de Planck, hacia esa época sólo 10
−10
segundos tras El Suceso hace que todo nuestro viaje desde Mileto hasta Waxahachie parezca un crucero de placer por el lago Winnebago. No pienso sólo en aceleradores que rodeen el sistema solar y en detectores como edificios para estar a su altura, no sólo en los miles y miles de millones de horas de sueño que mis alumnos y los suyos perderán; me tiene preocupado el necesario sentido del optimismo que nuestra sociedad ha de sumar para que esta búsqueda siga.
Lo que en realidad no sabemos y sabremos mucho mejor en diez años o así se puede medir con las energías del SSC: 40 billones de voltios. Pero también tienen que suceder cosas importantes a energías tan altas que las venideras colisiones del SSC parecerán dóciles. Las posibilidades de que haya sorpresas completas son todavía ilimitadas. Bajo unas leyes de la naturaleza tan inimaginables hoy como la teoría cuántica (o el reloj atómico de cesio) lo habría sido para Galileo, podríamos hallar antiguas civilizaciones existentes dentro de los quarks. ¡Caray! Antes de que lleguen los hombres de las batas blancas, dejadme que pase a otra pregunta que suele hacerse.
Es asombroso observar cuán a menudo hay científicos, por lo demás competentes, que olvidan las lecciones de la historia, a saber, que las veces que la ciencia ha tenido un impacto mayor en la sociedad se han debido siempre al tipo de investigación que da alas a la búsqueda del
á-tomo
. Sin tomar nada de la ingeniería genética, la ciencia de materiales o la fusión controlada, la búsqueda del
á-tomo
ha rendido por sí misma muchos millones de veces lo que ha costado, y no hay señal alguna de que ello haya cambiado. La inversión en la investigación abstracta, que constituye menos de 1 por 100 de los presupuestos de las sociedades industriales, ha rendido mucho más que el Dow Jones medio a lo largo de más de trescientos años. Sin embargo, de tiempo en tiempo nos aterrorizan los diseñadores de políticas frustrados que quieren centrar la ciencia en las necesidades inmediatas de la sociedad, y olvidan o quizá nunca han sabido que la mayoría de los principales avances tecnológicos que han afectado a la vida humana, cualitativa y cuantitativamente, han salido de la investigación pura, abstracta, alentada por la curiosidad. Amén.
En busca de algo que me inspirase el desenlace de este libro, estudié los finales de unas cuantas docenas de libros escritos para el público en general. Siempre son filosóficos, y casi siempre aparece el Creador, en la imagen favorita del autor o del autor favorito del autor. He observado dos tipos de resúmenes finales en los libros científicos de divulgación. Uno se caracteriza por la humildad. Para rebajar a la humanidad se suele empezar por recordarle al lector que estamos muchas veces alejados de la centralidad: nuestro planeta no es el centro del sistema solar, y el sistema solar no es el centro de nuestra galaxia, ni ésta tiene nada de especial entre las galaxias. Por si esto no es suficiente para desanimar hasta a uno de Harvard, nos enteramos de que la misma materia de la que nosotros y todas las cosas que nos rodean estamos hechos se compone sólo de una pequeña muestra de los objetos fundamentales del universo. A continuación, esos autores señalan que la humanidad y todas sus instituciones y monumentos le importan muy poco a la continua evolución del cosmos. El maestro del juicio que humilla es Bertrand Russell:
Así, en líneas generales, pero aún más carente de propósito, más vacío de significado, es el mundo que la Ciencia presenta para que creamos en él. En medio de semejante mundo han de encontrar nuestros ideales de aquí en adelante su hogar, si es que han de encontrarlo en algún lugar. Que el hombre es el producto de causas que no preveían lo que iban a lograr; que su origen, su maduración, sus esperanzas y sus miedos, sus amores y sus creencias, no son sino el resultado de ordenaciones accidentales de los átomos; que no hay ardor, heroísmo, intensidad de pensamiento y sentimiento que puedan preservar una vida individual más allá de la tumba; que los trabajos de todas las edades, toda la devoción, todas las inspiraciones, toda la brillantez cenital del genio humano, están destinados a la extinción en la vasta muerte del sistema solar; y que el templo entero de los logros del Hombre debe inevitablemente quedar enterrado bajo los restos de un universo en ruinas: todo esto, si bien no está por completo más allá de disputa, es sin embargo casi tan seguro, que ninguna filosofía que lo rechace pueda tener esperanzas de mantenerse en pie. Sólo con el armazón de esas verdades, sólo con el firme fundamento de una desesperanza obstinada, podrá en adelante construirse sin riesgo la morada del alma.
Breve e impotente es la vida del Hombre, sobre él y toda su raza la lenta, segura condenación cae sin piedad y oscura…
A lo que yo, en voz baja, digo: ¡Guau! Al chico no le falta razón. Steven Weinberg lo dice más sucintamente: «Cuanto más comprensible parece el universo, menos sentido parece tener». Ahora estamos con seguridad humillados.
También hay los que en todo momento van en dirección contraria; para ellos, el esfuerzo de conocer el universo no es en absoluto humillante, sino exaltador. Este grupo anhela «conocer el pensamiento de Dios» y dice que con ello nos convertimos en parte del proceso entero. Emociona que se nos devuelva el lugar a que tenemos derecho en el centro del universo. Algunos filósofos de esta vena van tan lejos que dicen que el mundo es un producto de las construcciones de la mente humana; otros, un poco más modestos, dicen que la misma existencia de nuestra mente, hasta en la mota infinitesimal que es un planeta corriente, tiene que ser una parte crucial del Gran Plan. A lo que yo digo, muy bajito ahora, que está bien que le necesiten a uno.
Pero prefiero una combinación de los dos puntos de vista, y si tenemos que sacar aquí a Dios en algún sitio, llamemos a la gente que nos ha dado tantas imágenes memorables de Él. Así, pues, he aquí el guión para la última escena de la transmutación encantadora que este libro sufriría en Hollywood.
El héroe es el presidente de la Sociedad Astrofísica, la única persona que haya ganado jamás tres premios Nobel. Está de pie en la playa, por la noche, las piernas bien abiertas, clavadas en la arena, y agita el puño contra la enjoyada vaciedad del cielo. Ungido por su humanidad, consciente de los logros más poderosos del ser humano, le grita al universo sobre el fondo de las olas que rompen. «Yo te he creado. Eres el producto de mi mente, mi visión, mi invención. Soy Yo quien te ha proporcionado razón, propósito, belleza. ¿Para qué sirves sino para mi consciencia y yo que he construido, que te han revelado?»
Una vaga luz giratoria aparece en el cielo, y un haz radiante ilumina al hombre de la playa. Mientras suenan los solemnes, grandiosos coros de la Misa en si menor de Bach, o quizás el solo de fagot de la «Consagración» de Stravinsky, la luz del cielo va conformando lentamente Su Rostro, sonriente, pero con una expresión de una dulce tristeza infinita.
Fundido en negro. Créditos.
Creemos que fue Anthony Burgess (¿o fue Burgess Meredith?) quien propuso una enmienda de la Constitución que prohibiese que un autor incluyera en sus reconocimientos un agradecimiento a su esposa por haber mecanografiado el manuscrito. Nuestras esposas no lo han hecho, así que nos ahorramos eso aquí. Pero hay gracias que dar.