Hay una rica literatura sobre las objeciones a la naturaleza probabilista de la teoría cuántica. Einstein dirigió la batalla, y sus numerosos intentos (cuesta seguirlos) de socavar las relaciones de incertidumbre fueron una y otra vez desbaratados por Bohr, quien había establecido lo que ahora se llama la «interpretación de Copenhague» de la función de onda. Einstein y Bohr se lo tomaron realmente en serio. Einstein concebía un experimento mental que era una flecha disparada al corazón de la nueva teoría cuántica, y Bohr, por lo general tras un largo fin de semana de duro trabajo, hallaba el fallo en el argumento de Einstein. Einstein era el chico malo, el que azuzaba en los debates. Como al niño que crea problemas en la clase de catecismo («Si Dios es todopoderoso, ¿puede hacer una roca tan pesada que ni siquiera Él pueda levantarla?»), a Einstein no dejaban de ocurrírsele paradojas de la teoría cuántica. Bohr era el sacerdote que no dejaba de responder a las objeciones de Einstein.
Se cuenta que muchas de las discusiones tuvieron lugar durante paseos por el bosque. Me imagino lo que pasaba cuando se encontraban con un oso enorme. Bohr sacaba inmediatamente de su mochila un par de zapatillas Reebok Pump de 300 dólares y se ponía a atárselas. «¿Qué haces, Niels? Sabes que no puedes correr más que un oso —le decía Einstein con lógica—. ¡Ah!, no tengo que correr más que el oso, querido Albert», respondía Bohr. «Sólo tengo que correr más que tú.»
Hacia 1936 Einstein había aceptado a regañadientes que la teoría cuántica describe correctamente todos los experimentos posibles, al menos los que se pueden imaginar. Hizo entonces un cambio de marchas y decidió que la mecánica cuántica no podía ser una descripción completa del mundo, aun cuando diese correctamente la probabilidad de los distintos resultados de las mediciones. La defensa de Bohr fue que la imperfección que preocupaba a Einstein no era un fallo de la teoría, sino una cualidad del mundo en el que vivimos. Estos dos siguieron discutiendo sobre la mecánica cuántica en la tumba, y estoy completamente seguro de que no han dejado de hacerlo, a no ser que el «Viejo», como Einstein llamaba a Dios, por una preocupación fuera de lugar, les haya zanjado la cuestión.
Hacen falta libros enteros para contar el debate entre Einstein y Bohr, pero intentaré ilustrar el problema con un ejemplo. Recuerdo el punto principal de Heisenberg: nunca podrá tener un éxito completo ningún intento de medir a la vez dónde está una partícula y adónde va. Preparad una medición para localizar el átomo; ahí lo tendréis, con tanta precisión como queráis. Preparad una medición para ver lo deprisa que va; presto, tenemos su velocidad. Pero no podemos tener las dos. La realidad que descubren esos experimentos depende de la estrategia que adopte el experimentador. Esta subjetividad pone en entredicho nuestros conceptos de causa y efecto tan queridos. Si un electrón parte del punto A y se ve que llega al punto B, parece «natural» que se dé por sentado que tomó un camino concreto entre A y B. La teoría cuántica lo niega, y dice que no se puede conocer el camino. Todos los caminos son posibles, y cada uno tiene su probabilidad.
Para exponer la imperfección de esta noción de la trayectoria fantasma, Einstein propuso un experimento decisivo. No puedo hacer justicia a su idea, pero intentaré dejar claro lo esencial. Se le llama el experimento mental EPR, por Einstein, Podolski y Rosen, los tres que lo concibieron. Propusieron un experimento con dos partículas en el que el destino de cada una está ligado al de la otra. Hay maneras de crear un par de partículas que se mueven separándose entre sí de forma que si una tiene el espín hacia arriba la otra lo tenga hacia abajo, o si una lo tiene hacia la derecha la otra lo tenga hacia la izquierda. Enviamos una partícula a toda velocidad a Bangkok, la otra a Chicago. Einstein decía: muy bien, aceptemos que no podemos saber nada de una partícula hasta que la midamos. Midamos, pues, la partícula A en Chicago y descubramos que tiene el espín hacia la derecha. Ergo, ahora sabemos lo que respecta a la partícula B, en Bangkok, cuyo espín está a punto de medirse. Antes de la medición de Chicago, la probabilidad del espín hacia la izquierda y del espín hacia la derecha es de 1/2. Tras la medición de Chicago, sabemos que la partícula B tiene el espín hacia la izquierda. Pero ¿cómo sabe la partícula B el resultado del experimento de Chicago? Aunque llevase una pequeña radio, las ondas de radio viajan a la velocidad de la luz y al mensaje le llevaría un tiempo el llegar. ¿Qué mecanismo de comunicación es ese, que ni siquiera tiene la cortesía de viajar a la velocidad de la luz? Einstein lo llamó «acción fantasmagórica a distancia». La conclusión de EPR es que la única manera de comprender la conexión entre lo que pasa en A (la decisión de medir en A) y el resultado de B es proporcionar más detalles, lo que la mecánica cuántica no puede hacer. ¡Ajá!, gritó Albert, la mecánica cuántica no es completa.
Cuando Einstein dio a Bohr de lleno con el EPR, hasta el tráfico se paró en Copenhague mientras Bohr ponderaba el problema. Einstein intentaba burlar las relaciones de incertidumbre de Heisenberg mediante la medición de una partícula cómplice. Finalmente, la réplica de Bohr sería que no cabe separar los sucesos A y B, que el sistema debe incluir A, B y el observador que decide cuándo se hace una medición. Se pensó que esta respuesta holística tenía ciertos ingredientes de misticismo religioso oriental y se han escrito (demasiados) libros sobre esas conexiones. El problema es si la partícula A y el observador, o detector, A tienen una existencia einsteiniana real o si sólo son unos fantasmas intermedios carentes de importancia antes de la medición. Este problema en particular se resolvió gracias a un gran avance teórico y (¡ajá!) un experimento brillante.
Gracias a un teorema desarrollado en 1964 por un teórico de partículas llamado John Bell, quedó claro que una forma modificada del experimento EPR podría efectuarse de verdad en el laboratorio. Bell concibió un experimento para el que se predecía una cantidad diferente de correlación a larga distancia entre las partículas A y B dependiendo de que la razón la tuviese el punto de vista de Einstein o el de Bohr. El teorema de Bell tiene casi el predicamento de una secta actual, en parte a causa de que cabe en una camiseta. Por ejemplo, hay por lo menos un club de mujeres, en Springfield seguramente, que se reúne cada jueves por la tarde para discutir sobre él. Para disgusto de Bell, algunos proclamaron que su teorema era la «prueba» de que había fenómenos paranormales y psíquicos.
La idea de Bell dio lugar a una serie de experimentos, de los cuales el que mayor éxito ha tenido fue el realizado por Alain Aspect y sus colegas en 1982 en París. El experimento midió el número de veces que el detector A se correlacionaba con los resultados del detector B, es decir, espín hacia la izquierda y espín hacia la izquierda, o espín hacia la derecha y espín hacia la derecha. El análisis de Bohr permitía predecir esa correlación mediante la interpretación de Bohr de una «teoría cuántica todo lo completa que es posible» en contraposición a la noción de Einstein de que tiene que haber variables ocultas que determinen la correlación. El experimento mostró claramente que el análisis de Bohr era correcto y el de Einstein, erróneo. Se ve que esas correlaciones a larga distancia entre las partículas son la manera en que la naturaleza actúa.
¿Se acabó así el debate? En absoluto. Hoy es tumultuoso. Uno de los lugares que más dan que pensar dónde ha aparecido la fantasmagoría cuántica es en la misma creación del universo. En la primera fase de la creación, el universo tenía dimensiones subatómicas y la física cuántica se aplicaba al universo entero. Puede que hable por la muchedumbre de físicos al decir que seguiré investigando con los aceleradores, pero estoy contentísimo de que alguien se preocupe aún por los fundamentos conceptuales de la teoría cuántica.
Para los demás, Schrödinger, Dirac y las más recientes ecuaciones de la teoría cuántica de campos son nuestras armas pesadas. El camino hacia la Partícula Divina —o al menos su arranque— se nos muestra ahora muy claro.
Durante el proceso incesante de avivar, y volver a avivar, el entusiasmo por la construcción del SSC (el Supercolisionador Superconductor), visité la oficina del senador Bennett Johnston, demócrata de Luisiana cuyo apoyo fue importante para el destino del Supercolisionador, del que se espera que cueste ocho mil millones de dólares. Para ser un senador de los Estados Unidos, Johnston es un tipo curioso. Le gusta hablar de los agujeros negros, de las distorsiones del tiempo y de otros fenómenos. Cuando entré en su despacho, se levantó tras la mesa y agitó un libro ante mi cara. «Lederman —me rogó—, tengo que hacerle un montón de preguntas sobre esto.» El libro era
The Dancing Wu Li Masters
, de Gary Zukav. Durante nuestra conversación, alargó mis «quince minutos» hasta el punto de que nos pasamos una hora hablando de física. Estuve buscando un pie, una pausa, una frase que me sirviese para meter baza con mi perorata sobre el Supercolisionador. («Hablando de protones, tengo esta máquina…») Pero Johnston no cejaba. Hablaba de física sin parar. Cuando su secretaria de citas le interrumpió por cuarta vez, se sonrió y dijo: «Mire, sé por qué ha venido. Si usted me hubiese soltado su perorata le habría prometido “hacer lo que pueda”. ¡Pero esto ha sido mucho más divertido! Y haré lo que pueda». En realidad, hizo mucho.
Para mí fue un poco perturbador que este senador de los Estados Unidos, hambriento de conocimiento, satisficiese su curiosidad con el libro de Zukav. En los últimos años ha habido una lluvia de libros —
The Tao of Physics
es otro ejemplo— que intentan explicar la física moderna a partir de la religión oriental y del misticismo. Los autores son capaces de concluir extasiadamente que todos somos parte del cosmos y que el cosmos es parte de nosotros. ¡Todos somos uno! (Pero, inexplicablemente, American Express nos pasa las facturas por separado.) Lo que me preocupaba era que un senador pudiese sacar algunas ideas alarmantes de esos libros justo antes de que tuviese lugar una votación relativa a una máquina de ocho mil millones de dólares o más que se pondría en manos de los físicos. Por supuesto, Johnston está instruido científicamente y conoce a muchos científicos.
Esos libros se inspiran por lo normal en la teoría cuántica y en lo que hay en ella de inherentemente fantasmagórico. Uno de los libros, del que no diremos el título, presenta unas sobrias explicaciones de las relaciones de incertidumbre de Heisenberg, del experimento mental de Einstein-Podolski-Rosen y del teorema de Bell, y a continuación se lanza a una arrobada discusión de los viajes de LSD, los poltergeists y un ente muerto hace mucho, Seth, que comunicaba sus ideas por medio de la voz y la mano escritora de un ama de casa de Elmira, Nueva York. Es evidente que una de las premisas de ese libro, y de muchos otros por el estilo, es que la teoría cuántica es fantasmagórica, así que ¿por qué no aceptar otras materias extrañas también como hechos científicos?
Por lo general, uno no se preocuparía de libros así si se los encontrase en las secciones de religión, fenómenos paranormales o
poltergeist
de las librerías. Por desgracia, están puestos a menudo en la categoría de ciencia, probablemente porque se usan en sus títulos palabras como «cuántico» y «física». Una parte excesiva de lo que el público lector sabe de física lo sabe por haber leído esos libros. Cojamos sólo dos de ellos, los más prominentes:
The Tao of Physics
y
The Dance Wu Li Masters
, ambos publicados en los años setenta. Para ser justos,
Tao
, de Fritjof Capra, que tiene un doctorado por la Universidad de Viena, y
Wu Li
, de Gary Zukav, que es un escritor, han introducido a mucha gente en la física, lo que es bueno. Y lo cierto es que nada malo hay en encontrar paralelismos entre la nueva física cuántica y el hinduismo, el budismo, el taoísmo, el Zen o, tanto da, la cocina de Hunan. Capra y Zukav han hecho además muchas cosas bien. En ambos libros no faltan buenas páginas de física, lo que les da una sensación de credibilidad. Por desgracia, los autores saltan de conceptos científicos sólidos, bien probados, a conceptos ajenos a la física y hacia los cuales el puente lógico apenas si se tiene en pie o no existe.
En
Wu Li
, por ejemplo, Zukav hace un trabajo excelente al explicar el famoso experimento de la rendija doble de Thomas Young. Pero su análisis de los resultados es bastante peculiar. Como ya se ha comentado, salen patrones diferentes de fotones (o electrones) según haya una o dos rendijas abiertas, así que una experimentadora podría preguntarse: «¿Cómo sabe la partícula cuántas rendijas están abiertas?». Esta es, claro, una forma caprichosa de expresar un problema de mecanismos. El principio de incertidumbre de Heisenberg, noción que es la base de la teoría cuántica, dice que no se puede determinar por qué rendija se cuela la partícula sin destruir el experimento. Según el curioso pero eficaz rigor de la teoría cuántica, esas preguntas no son pertinentes.
Pero Zukav extrae un mensaje diferente del experimento de la rendija doble: la partícula sabe si hay una rendija o dos abiertas. ¡Los fotones son inteligentes! Esperad, es todavía mejor. «Apenas si nos queda otra salida; hemos de reconocer —escribe Zukav— que los fotones, que son energía, parecen procesar información y actuar en consecuencia, y, por lo tanto, por extraño que parezca, da la impresión de que son orgánicos.» Es divertido, puede que filosófico, pero nos hemos apartado de la ciencia.
Paradójicamente, Zukav está dispuesto a atribuirles conciencia a los fotones, pero se niega a aceptar la existencia de los átomos. Escribe: «Los átomos nunca fueron en absoluto cosas “reales”. Los átomos son entes hipotéticos construidos para que las observaciones experimentales sean inteligibles. Nadie, ni una sola persona, ha visto jamás un átomo». Ahí sale otra vez la señora del público que nos quiere poner en apuros con la pregunta: «¿Ha visto usted alguna vez un átomo?». En favor de la señora, hay que decir que estaba dispuesta a escuchar la respuesta. Zukav ya la ha respondido, con un no. Incluso literalmente está hoy fuera de lugar. Desde que se publicó su libro, son muchos los que han visto átomos gracias al microscopio de barrido por efecto túnel, que toma bellas imágenes de estos pequeños chismes.
En cuanto a Capra, es mucho más inteligente y juega a dos barajas en sus apuestas y con su lenguaje, pero, en lo esencial, tampoco es creyente. Insiste en que «la simple imagen mecanicista de los ladrillos con que se construyen las cosas» debería abandonarse. A partir de una descripción razonable de la mecánica cuántica, construye unas elaboradas ampliaciones de la misma carentes de la menor comprensión de la delicadeza con que se entrelazan el experimento y la teoría y hasta qué punto ha habido sangre, sudor y lágrimas en cada penoso avance.