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Authors: Dick Teresi Leon M. Lederman

Tags: #Divulgación científica

La partícula divina (8 page)

BOOK: La partícula divina
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LEDERMAN: ¿Así que ese apeiron era algo por el estilo de su
á-tomo
, excepto en que se trataba de una sustancia infinita, lo contrario a una partícula infinitesimal? ¿Eso no confunde más las cosas?

DEMÓCRITO: No; es que Anaximandro no se paraba ahí. El apeiron era infinito, tanto en el espacio como en el tiempo, pero además carecía de estructura; no tenía partes componentes. No era nada sino única y exclusivamente apeiron. Y si tienes que escoger una sustancia primaria, lo mejor es que tenga esa cualidad. De hecho, lo que quiero es llevarle a usted a una posición enojosa haciéndole ver que, tras dos mil años, vais a acabar por apreciar la presciencia de los míos. Lo que Anaximandro hizo fue inventar el vacío. Creo que vuestro A. M. Dirac acabó finalmente por darle al vacío, en los años veinte, las propiedades que se merecía. El apeiron de Anaxi fue el prototipo de mi propio «vacío», una nada en la que se mueven las partículas. Isaac Newton y James Clerk Maxwell lo llamaron éter.

LEDERMAN: Pero ¿qué pasa con la pasta, la materia?

DEMÓCRITO: Escuche esto [
saca de su toga un rollo de pergamino, y se cuelga de la nariz unas gafas Magnavisión para leer, de las de precio reducido
]: Anaximandro dice: «No del agua ni de ningún otro de los llamados elementos, sino de una sustancia diferente que carece de bordes vienen a la existencia todos los cielos y los mundos que hay en ellos. Las cosas perecen volviendo a las que les dieron el ser… los contrarios están en el uno y son separados de él». Ahora bien, sé que los tipos del siglo XX estáis siempre hablando de una materia y una antimateria que se crean en el vacío, que se aniquilan…

LEDERMAN: Claro que sí, pero…

DEMÓCRITO: Cuando Anaximandro dice que los contrarios estaban en el apeiron —llámelo usted un vacío, o llámelo éter— y se separaron de él, ¿no se parece a algo que decís vosotros?

LEDERMAN: Algo así, pero me interesan mucho más las razones por las que Anaximandro pensaba esas cosas.

DEMÓCRITO: No anticipó, por supuesto, la antimateria. Pero pensaba que en un vacío adecuadamente dotado, los contrarios podrían separarse: lo caliente y lo frío, lo húmedo y lo seco, lo dulce y lo amargo. Hoy añadís lo positivo y lo negativo, el norte y el sur. Cuando se combinan, sus propiedades se anulan en un apeiron neutro. ¿No anda cerca?

LEDERMAN: ¿Y qué me dice de los demócratas y los republicanos? ¿Había un griego que se llamaba Republicas?

DEMÓCRITO: Muy gracioso. Anaximandro, por lo menos, intentó explicar el mecanismo que crea la diversidad a partir de un elemento primario. Y su teoría condujo a un número de subcreencias, algunas de las cuales hasta podría compartir usted seguramente. Anaximandro creía, por ejemplo, que el hombre evolucionó a partir de animales inferiores, que a su vez descendían de criaturas marinas. La más importante de sus ideas cosmológicas consistía en librarse no sólo de Atlas, sino hasta del océano de Tales que sostenía la Tierra. Imagínesela (sin que se le haya dado aún forma esférica) suspendida en el espacio infinito. No hay a dónde ir. Lo que estaría totalmente de acuerdo con las leyes de Newton si, como creían estos griegos, no hubiera nada más. Anaximandro pensaba también que tenía que haber más de un mundo o universo. Decía que había un número ilimitado de universos, todos perecederos, uno tras otro en sucesión.

LEDERMAN: ¿Como los universos alternativos de Star Trek?

DEMÓCRITO: Guárdese sus cuñas publicitarias. La idea de que hay innumerables universos llegó a ser muy importante para nosotros, los atomistas.

LEDERMAN: Espere un minuto. Me estoy acordando de algo que escribió usted y que, a luz de la cosmología moderna, me da escalofríos. Hasta me lo aprendí de memoria. Veamos: «Hay innumerables mundos de diferentes tamaños. En algunos no hay sol ni luna, en otros son mayores que en el nuestro, y los hay que tienen más de un sol y más de una luna».

DEMÓCRITO: Sí, los griegos compartimos algunas ideas con vuestro capitán Kirk. Pero vestimos mucho mejor. Comparo más bien mi idea a los universos burbuja sobre los que vuestros cosmólogos inflacionistas andan publicando artículos en estos días.

LEDERMAN: Por eso, la verdad, me quedé como quien ve visiones. Uno de sus predecesores, ¿no creía que el aire era el elemento último?

DEMÓCRITO: Se refiere a Anaxímenes, joven compañero de Anaximandro y el último del grupo de Tales. La verdad es que dio un paso atrás con respecto a Anaximandro y dijo; como Tales, que había un elemento primordial común, sólo que según él ese elemento era el aire, no el agua.

LEDERMAN: Debería haber hecho caso a su mentor; entonces habría descartado algo tan prosaico como el aire.

DEMÓCRITO: Sí, pero Anaxímenes dio con un inteligente mecanismo que explicaba la transformación de varias formas de materia a partir de esa sustancia primaria. De mis lecturas colijo que usted es uno de esos experimentadores.

LEDERMAN: Yeah. ¿Le supone a usted eso algún problema?

DEMÓCRITO: Me he dado cuenta de sus sarcasmos hacia buena parte de la teoría griega. Sospecho que sus prejuicios le vienen de que muchas de esas ideas, aun cuando el mundo que nos rodea nos sugiera que son verosímiles, no se prestan a una verificación experimental concluyente.

LEDERMAN: Es verdad. Los experimentadores quieren entrañablemente las ideas que pueden verificarse. Así es como nos ganamos la vida.

DEMÓCRITO: Podría entonces sentir más respeto por Anaxímenes; sus creencias se basaban en la observación. Teorizaba que los distintos elementos de la materia se separaban del aire mediante la condensación y la rarefacción. Se puede reducir el aire a rocío y viceversa. El calor y el frío transforman el aire en sustancias diferentes. Para ver cómo se conecta el calor con la rarefacción y el frío con la condensación, Anaxímenes aconsejaba que se realizase el siguiente experimento: espírese con los labios casi cerrados; el aire saldrá frío. Pero si se abre mucho la boca, el aliento será más caliente.

LEDERMAN: Al Congreso le encantaría Anaxímenes. Sus experimentos son más baratos que los míos. Y tanto darse aire…

DEMÓCRITO: Lo he cogido, pero quería disipar su idea de que los griegos de la Antigüedad no hacían ningún experimento. El mayor problema de los pensadores del estilo de Tales y Anaximandro era su creencia de que las sustancias se podían transformar: el agua podía volverse tierra; el aire, fuego. No puede pasar. Nadie se enfrentó a esta pega de nuestra filosofía hasta la aparición de dos de mis contemporáneos, Parménides y Empédocles.

LEDERMAN: Empédocles es el de la tierra, el aire, etcétera, ¿no? Refrésqueme las ideas sobre Parménides.

DEMÓCRITO: A menudo le llaman el padre del idealismo, porque ese necio de Platón tomó buena parte de su pensamiento, pero en realidad era un materialista de tomo y lomo. Hablaba mucho del Ser, pero su Ser era material. En esencia, Parménides sostenía que el Ser no podía ni empezar a existir ni desaparecer. La materia no podía andar entrando y saliendo de la existencia. Ahí está y no podemos destruirla.

LEDERMAN: Bajemos al acelerador y le enseñaré lo equivocado que estaba Parménides. Metemos materia en la existencia y la sacamos de ella todo el rato.

DEMÓCRITO: De acuerdo, de acuerdo. Pero es una noción importante. Parménides abrazaba una idea que a los griegos nos es muy querida: la de unicidad. La totalidad. Lo que existe, existe. Es completo y duradero. Tengo la impresión de que usted y sus colegas también abrazan la idea de unidad.

LEDERMAN: Sí, es un concepto duradero y entrañable. Nos esforzamos por alcanzar la unidad en nuestras creencias siempre que podemos. La gran unificación es una de nuestras obsesiones actuales.

DEMÓCRITO: Y la verdad es que no podéis hacer que exista nueva materia a voluntad. Creo que tenéis que añadir energía en el proceso.

LEDERMAN: Es verdad, y tengo la factura de la luz para probarlo.

DEMÓCRITO: Así que, en cierta forma, Parménides no andaba tan descaminado. Si se incluyen tanto la materia como la energía en lo que él llamaba Ser, entonces hay que darle la razón. El Ser, entonces, no puede empezar a existir ni desaparecer, al menos no de una forma total. Y sin embargo, los sentidos nos dicen otra cosa. Vemos que los árboles se queman hasta las raíces. Al fuego puede destruirlo el agua. El aire caliente del verano evapora el agua. Salen las flores, y mueren. Empédocles vio una forma de evitar esta contradicción aparente. Coincidía con Parménides en que la materia ha de conservarse, que no puede aparecer o desaparecer al azar. Pero discrepaba de Tales y Anaxímenes por lo que se refiere a que un tipo de materia pueda convertirse en otro. ¿Cómo, entonces, cabía explicar el cambio constante que vemos a nuestro alrededor? Hay sólo cuatro tipos de materia, dijo Empédocles. Sus tierra, aire, fuego y agua famosos. No se convierten en otros tipos de materia; son las partículas inmutables y últimas que forman los objetos concretos del mundo.

LEDERMAN: Esto ya es otra cosa.

DEMÓCRITO: Pensaba que le iba a gustar. Los objetos empiezan a existir por la mezcla de estos elementos, y dejan de serlo al separarse sus elementos. Pero los elementos mismos —la tierra, el aire, el agua, el fuego— ni empiezan a existir ni desaparecen, sino que permanecen inmutables. Ni que decir tiene que discrepo de él en cuanto a la identidad de estas partículas, pero por lo que se refiere a los principios fundamentales el suyo fue un salto intelectual importante. Sólo hay unos pocos ingredientes básicos en el mundo, y los objetos se construyen mezclándolos de muchísimas maneras. Por ejemplo, Empédocles dijo que el hueso se compone de dos partes de tierra, dos de agua y cuatro de fuego. Por ahora se me escapa cómo llegó a esta receta.

LEDERMAN: Probamos la mezcla de aire-tierra-fuego-agua y lo único que nos salió fue barro caliente con burbujas.

DEMÓCRITO: Pon la discusión en manos de un «moderno», que ya la degradará.

LEDERMAN: ¿Y qué pasa con las fuerzas? Parece que los griegos no os disteis cuenta de que además de las partículas hacen falta fuerzas.

DEMÓCRITO: Yo tengo mis dudas, pero Empédocles estaría de acuerdo. Cayó en la cuenta de que eran necesarias fuerzas para fundir estos elementos y formar así otros objetos, y sacó a colación dos: el amor y la discordia; el amor para que las cosas se junten, la discordia para separarlas. Quizá no sea muy científico, pero los científicos de su época, ¿no tienen acaso un sistema de creencias similar sobre el universo? ¿Unas cuantas partículas y un conjunto de fuerzas? ¿No se les da a veces nombres caprichosos?

LEDERMAN: En cierta forma, sí. Tenemos lo que llamamos el «modelo estándar», según el cual cabe explicar todo lo que sabemos del universo con la interacción de una docena de partículas y cuatro fuerzas.

DEMÓCRITO: Ahí lo tiene. No parece que la visión del mundo de Empédocles suene tan diferente, ¿no? Dijo que se podía explicar el universo con cuatro partículas y dos fuerzas. Vosotros sólo habéis añadido unas cuantas más, pero la estructura de ambos modelos es parecida, ¿o no?

LEDERMAN: Sin duda, pero no coincidimos en el contenido: fuego, tierra, discordia…

DEMÓCRITO: Bueno, supongo que algo tendréis que enseñar tras dos mil años de trabajo duro. Pero, no, yo tampoco acepto el contenido de la teoría de Empédocles.

LEDERMAN: Entonces, ¿en qué cree usted?

DEMÓCRITO: ¡Ah, ahora entramos en materia! La obra de Parménides y Empédocles preparó el terreno para la mía. Creo en el
á-tomo
, o átomo, que no se puede partir. El átomo es el ladrillo de que está hecho el universo. Toda materia se compone de disposiciones diversas de átomos. Es la cosa más pequeña que hay en el universo.

LEDERMAN: ¿Teníais en el siglo V a.C. los instrumentos necesarios para hallar objetos invisibles?

DEMÓCRITO: No exactamente para «hallarlos».

LEDERMAN: ¿Para qué entonces?

DEMÓCRITO: Quizá «descubrir» sea una palabra mejor. Descubrí el átomo mediante la Razón Pura.

LEDERMAN: Lo que está diciéndome es que sólo pensó en ello. No se molestó en hacer algún experimento.

DEMÓCRITO [con gestos se refiere a las secciones lejanas del laboratorio]: Algunos experimentos los hace mejor la mente que los mayores y más precisos instrumentos.

LEDERMAN: ¿Qué le dio a usted la idea de los átomos? Fue, he de admitirlo, una hipótesis brillante. Pero va mucho más lejos que las ideas que la precedieron.

DEMÓCRITO: El pan.

LEDERMAN: ¿El pan? ¿Para ganárselo se le ocurrió a usted?

DEMÓCRITO: No hablo de ese pan. Fue antes de la era de las subvenciones. Me refiero al pan de verdad. Un día, durante un prolongado ayuno, alguien entró en mi estudio con un pan recién sacado del horno. Antes de verlo ya sabía que era pan. Pensé: una esencia invisible del pan ha viajado hasta llegar a mi nariz griega. Hice una nota sobre los olores y reflexioné sobre otras «esencias viajeras». Un charco de agua se encoge y acaba por desaparecer. ¿Por qué? ¿Cómo? ¿Es posible que, como le pasaba a mi pan caliente, salten del charco unas esencias invisibles del agua y viajen largas distancias? Un montón de pequeñeces así; las ves, piensas en ellas, hablas de ellas. Mi amigo Leucipo y yo discutimos días y días, a veces hasta que salía el Sol y nuestras mujeres venían con un garrote a por nosotros. Al final llegamos a la conclusión de que si todas las sustancias estaban hechas de átomos, invisibles porque eran demasiado pequeños para el ojo humano, tendríamos demasiados tipos diferentes: átomos de agua, átomos de hierro, átomos de pétalos de margarita, átomos de las patas de delante de una abeja. Un sistema tan feo que no sería griego. Entonces se nos ocurrió una idea mejor. Ten sólo unos cuantos estilos de átomos, el liso, el basto, el redondo, el angular, y un número selecto de formas diferentes, pero un suministro de cada tipo infinito. Ponlos entonces en el espacio vacío. (¡Chico, tendrías que haber visto toda la cerveza que tomamos para entender el espacio vacío! ¿Cómo defines «nada en absoluto»?) Que esos átomos se muevan al azar. Que se muevan sin cesar, que choquen ocasionalmente y a veces se peguen y junten. Entonces una colección de átomos hará el vino, otra el vaso en que se sirve, el queso ditto feta, la baklava y las aceitunas.

LEDERMAN: ¿No arguyó Aristóteles que esos átomos caerían naturalmente?

DEMÓCRITO: Ese es su problema. ¿No se ha quedado nunca mirando las motas de polvo que danzan en un haz de luz que entra en una habitación a oscuras? El polvo se mueve en todas y cada una de las direcciones, justo como los átomos.

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