La obra de Demócrito sobre el vacío fue revolucionaria. Sabía, por ejemplo, que en el espacio no hay arriba, abajo o en medio. Aunque esta idea la apuntó primero Anaximandro, seguía siendo todo un logro para un ser humano nacido en este planeta poblado de geocéntricos. La idea de que no hay ni arriba ni abajo es aún difícil para la mayoría de la gente, a pesar de las imágenes de televisión procedentes de las cápsulas espaciales. Una de las ideas más inusitadas de Demócrito era que había innumerables mundos de tamaños diferentes. Estos mundos se encuentran a distancias irregulares, más en una dirección, menos en otra. Algunos florecen, otros decaen. Aquí nacen; allá mueren, destruidos por las colisiones entre ellos. Algunos de los mundos carecen de vida animal o vegetal y de agua. Por extraña que sea, esta intuición puede relacionarse con las ideas cosmológicas modernas asociadas al llamado «universo inflacionario», del que brotan numerosos «universos burbuja». Y todo esto procede de un filósofo risueño que daba vueltas por el imperio griego hace más de dos mil años.
En cuanto a su famosa cita según la cual todo es «fruto del azar y de la necesidad», hallamos la misma paradoja, de la manera más impresionante, en la mecánica cuántica, una de las grandes teorías del siglo XX. Los choques individuales de los átomos, decía Demócrito, tienen consecuencias necesarias. Hay reglas estrictas. Sin embargo, qué colisiones son más frecuentes, qué átomos predominan en una localización particular son cosas que dependen del azar. Llevada a su conclusión lógica, esta noción significa que la creación de un sistema Sol-Tierra casi ideal es cuestión de suerte. En la resolución moderna mecanocuántica de este problema, la certidumbre y la regularidad aparecen en la forma de hechos que son promedios tomados sobre una distribución de reacciones de probabilidad variable. A medida que aumenta el número de procesos aleatorios que contribuyen al promedio, cabe predecir con una precisión creciente lo que ocurrirá. La concepción de Demócrito es compatible con nuestras creencias presentes. No se puede decir con certeza qué suerte correrá un átomo dado, pero sí se pueden adelantar con exactitud las consecuencias de los movimientos de miríadas de átomos que choquen al azar en el espacio.
Incluso su desconfianza de los sentidos nos parece de una penetración notable. Señala que nuestros órganos sensoriales están hechos de átomos que chocan con los del objeto que captan, lo que constriñe nuestras percepciones. Como veremos en el capítulo 5, su manera de expresar este problema es un eco de otro de los grandes descubrimientos de este siglo, el principio de incertidumbre de Heisenberg. El acto de medir afecta a la partícula que se mide. Sí, hay alguna poesía aquí.
¿Cuál es el lugar de Demócrito en la historia de la filosofía? No muy alto según los patrones corrientes; desde luego, no es alto comparado con el de sus prácticamente contemporáneos Sócrates, Aristóteles y Platón. Algunos historiadores tratan su teoría atómica como una especie de curiosa nota a pie de página de la filosofía griega. Sin embargo, hay al menos una potente opinión minoritaria. El filósofo británico Bertrand Russell dijo que la filosofía fue cuesta abajo tras Demócrito y no se recuperó hasta el Renacimiento. Demócrito y sus antecesores se «embarcaron en un esfuerzo desinteresado por comprender el mundo», escribió Russell. Su actitud fue «imaginativa y vigorosa, y plena del placer de la aventura: Les interesaba todo: los meteoros y los eclipses, los peces y los remolinos, la religión y la moralidad; combinaron un intelecto penetrante y el celo de los niños». No eran supersticiosos sino verdaderamente científicos, y los prejuicios de su época no les influyeron mucho.
Ni que decir tiene que Russell fue, como Demócrito, un matemático en serio, y estos tipos suelen entenderse bien. Es de lo más natural que un matemático se incline hacia pensadores rigurosos como Demócrito, Leucipo y Empédocles. Russell señaló que, aunque Aristóteles y otros les reprochasen a los atomistas que no explicaran el movimiento original de los átomos, Leucipo y Demócrito fueron con mucho más científicos que sus críticos al no preocuparse en adscribir un propósito al universo. Los atomistas sabían que la causación debe empezar en algo, y que no se le puede asignar una causa a ese algo. El movimiento estaba, simplemente, dado. Los atomistas hacían preguntas mecanicistas y daban respuestas mecanicistas. Cuando preguntaban «¿por qué?», querían decir: ¿cuál fue la causa de un suceso? Cuando los que vinieron tras él —Platón, Aristóteles y demás— preguntaban «¿por qué?», buscaban el propósito de un suceso. Desafortunadamente, este último curso de indagación, decía Russell, «suele conducir, más antes que tarde, a un Creador o, al menos, a un Artífice». Debe dejarse entonces a este Creador sin explicación, a no ser que se proponga un Supercreador, y así sucesivamente. Esta forma de pensar, decía Russell, llevó a la ciencia a un callejón sin salida, donde quedó atrapada durante siglos.
¿Dónde estamos hoy, en comparación con la Grecia de alrededor del año 400 a.C.? El presente «modelo estándar», impulsado por los experimentos, no es tan dispar de la teoría atómica especulativa de Demócrito. Todo lo que hay en el universo pasado o presente, del caldo de pollo a las estrellas de neutrones, podemos hacerlo con sólo doce partículas de materia. Nuestros
á-tomos
se agrupan en dos familias: seis quarks y seis leptones. Los seis quarks reciben los nombres de
up
(arriba),
down
(abajo),
encanto
,
extraño
,
top
(cima) o
truth
(verdad) y
bottom
(fondo) o
beauty
(belleza). Los leptones son el electrón, tan familiar, el neutrino electrónico, el muón, el neutrino muónico, el
tau
y el neutrino
tau
.
Pero obsérvese que hemos dicho el universo «pasado o presente». Si hablamos sólo de nuestro entorno presente, del sur de Chicago al borde del universo, podemos tirar adelante muy bien con menos partículas aún. En cuanto a los quarks, sólo nos hacen falta en realidad el
up
y el
down
, que podemos emplear en diferentes combinaciones para ensamblar los núcleos de los átomos (los que figuran en la tabla periódica). Entre los leptones, no podemos arreglárnoslas sin el bueno y viejo del electrón, que «describe órbitas» alrededor del núcleo, y sin el neutrino, esencial en muchos tipos de reacciones. Pero ¿para qué nos hacen falta las partículas muón y
tau
? ¿O el encanto, el extraño y los quarks más pesados? Sí, podemos hacerlos en nuestros aceleradores u observarlos en las colisiones de rayos cósmicos. Pero ¿por qué existen? Más adelante volveremos a hablar sobre estos
á-tomos
«extra».
La fortuna del atomismo atravesó, antes de llegar a nuestro modelo estándar, muchas subidas y bajadas, un estar lo mismo arriba que abajo. Partió de la afirmación de Tales de que todo es agua (número de átomos: 1). Empédocles planteó lo del aire-tierra-fuego-agua (número: 4). Demócrito tenía un incómodo número de formas pero sólo un concepto (número:?). Hubo entonces una larga pausa histórica, si bien los átomos no dejaron de ser un concepto filosófico discutido por Lucrecio, Newton, Robert Joseph Boscovich y muchos otros. Por fin, Dalton redujo los átomos a necesidad experimental en 1803. A partir de ese momento, el número de los átomos, firmemente en manos de los químicos, fue aumentando —20, 48 y a principios de este siglo, 92—. Pronto empezaron los químicos nucleares a construir átomos nuevos (número: 112, y va creciendo). Lord Rutherford dio un gigantesco salto para volver a la simplicidad cuando descubrió (alrededor de 1910) que el átomo de Dalton no era indivisible, sino que contenía un núcleo y electrones (número: 2). Ah, sí, estaba también el fotón (número: 3). En 1930 se halló que el núcleo alberga no sólo protones sino también neutrones (número: 4). Hoy tenemos 6 quarks, 6 leptones, 12 bosones
gauge
(o de aforo o de calibre) y, si no queréis dejar nada afuera, podéis contar las antipartículas y los colores, pues los quarks vienen en tres tonos (número: 60). Pero ¿quién lleva la cuenta?
La historia sugiere que quizá hallemos cosas, llamémoslas «prequarks», con las que se reduzca el número total de ladrillos básicos. Pero la historia no siempre tiene razón. La noción nueva es que ahora vemos por un espejo y oscuramente: la proliferación de los «
á-tomos
» en nuestro modelo estándar es una consecuencia de la manera en que miramos. Un juguete de niños, el calidoscopio, muestra hermosos patrones mediante espejos que añaden complejidad a un patrón simple. Se han visto patrones estelares que son producto de lentes gravitatorias. Tal y como ahora lo concebimos, el bosón de Higgs —la Partícula Divina— podría muy bien proporcionar el mecanismo que revelase tras nuestro modelo estándar, cada vez más complejo, un mundo simple, de pura simetría.
Esto nos devuelve a un viejo debate filosófico. ¿Es real este universo? Si lo es, ¿podemos conocerlo? Los teóricos no se enfrentan a menudo a este problema. Se limitan a aceptar la realidad objetiva por su valor nominal, como Demócrito, y se ponen a calcular. (Una elección inteligente, si de lo que se trata es de llegar a alguna parte con un lápiz y unas hojas.) Pero al experimentador, atormentado por la fragilidad de sus instrumentos y sentidos, le entra un sudor frío ante la tarea de medir esta realidad, que puede resultar, cuando se tiende sobre ella la regla, resbaladiza. A veces los números que arroja un experimento son tan raros e inesperados que le ponen los pelos de punta al físico.
Cojamos el problema de la masa. Los datos que hemos reunido sobre las masas de los quarks y de las partículas W y Z son totalmente desconcertantes. Los leptones —el electrón, el muón y el
tau
— se nos presentan como partículas que parecen idénticas en todo excepto en sus masas. ¿Es real la masa? ¿O es una ilusión, un producto del entorno cósmico? En la literatura de los años ochenta y noventa borbotea la idea de que algo impregna el espacio vacío y les da a los átomos un peso ilusorio. Ese «algo» se manifestará un día en nuestros instrumentos en forma de partícula.
Mientras tanto, aparte de átomos y espacio vacío, nada existe; lo demás es opinión.
Oigo al viejo Demócrito carcajearse.
Historia de dos ciudades
Me gustaría deciros, a vosotros que preparáis la celebración del 350 aniversario de la publicación de la gran obra de Galileo Galilei, Dialoghi sui due massimi sistemi del mondo, que la experiencia de la Iglesia, durante el caso Galileo y después, la ha llevado a una actitud más madura y a una comprensión más exacta de la autoridad que le es propia. Repito ante vosotros lo que afirmé ante la Academia Pontificia de Ciencias el 10 de noviembre de 1979: «Espero que los teólogos, los eruditos y los historiadores, animados por un espíritu de sincera colaboración, estudiarán el caso de Galileo con mayor profundidad y, en franco reconocimiento de los errores, sean del lado que sean, disiparán la desconfianza que todavía constituye un obstáculo, en los espíritus de muchos, para la fructífera concordia de la ciencia y la fe»
SU SANTIDAD EL PAPA JUAN PABLO II, 1986
Vincenzo Galilei odiaba a los matemáticos. Podría parecer extraño, pues él mismo fue uno de ellos y muy dotado. Pero antes que nada era músico, un intérprete de laúd muy reputado en la Florencia del siglo XVI. En la década de 1580 orientó sus talentos a la teoría musical y la encontró deficiente. La culpa, decía Vincenzo, la tenía un matemático que llevaba muerto dos mil años, Pitágoras.
Pitágoras, un místico, nació en la isla griega de Samos alrededor de un siglo antes que Demócrito. Pasó la mayor parte de su vida en Italia, donde organizó la secta de los pitagóricos, una especie de sociedad secreta de hombres que sentían un respeto religioso por los números y cuyas vidas estaban gobernadas por tabúes obsesivos. Se negaban a comer judías o a coger los objetos que se les caían. Al levantarse por las mañanas, se cuidaban de alisar las sábanas para borrar la impresión que habían dejado en ellas sus cuerpos. Creían en la reencarnación, y rehusaban comer o golpear perros por si fueran amigos perdidos hacía tiempo.
Les obsesionaban los números. Creían que las cosas eran números. No sólo que los objetos pudieran ser numerados, sino que eran números, como el 1, 2, 7 o 32. Pitágoras pensaba en los números como en figuras y a él se debe la noción de los cuadrados y los cubos de los números, palabras que hoy nos acompañan todavía. (Habló también de los números «oblongos» y «triangulares», pero en estos términos ya no pensamos.)
Pitágoras fue el primero en adivinar una gran verdad relativa a los triángulos rectángulos. Señaló que la
suma de los cuadrados de los catetos es igual al cuadrado de la hipotenusa
, fórmula que se graba al fuego en todo cerebro adolescente que se pierda en una clase de geometría, de Des Moines a Ulan Bator. Esto me recuerda cuando uno de mis alumnos se incorporó al ejército y el sargento les instruyó, a él y a otros soldados rasos, sobre el sistema métrico:
SARGENTO: En el sistema métrico el agua hierve a noventa grados.
SOLDADO: Le ruego me perdone, señor, hierve a cien grados.
SARGENTO: Por supuesto. Soy un estúpido. Es el triángulo rectángulo el que hierve a noventa grados.