La partícula divina (5 page)

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Authors: Dick Teresi Leon M. Lederman

Tags: #Divulgación científica

BOOK: La partícula divina
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El universo sólo tiene unos segundos (10
18
)

Otra cosa más sobre los números. Nuestro tema pasa a menudo del mundo de lo sumamente pequeño al de lo enorme. Por lo tanto, trataremos con números que a menudo son muy, muy grandes o muy, muy pequeños. Así que, en su mayoría, los escribiré empleando notación científica. Por ejemplo, en vez de escribir un millón como 1.000.000, lo haré de esta forma: 10
6
. Esto quiere decir 10 elevado a la sexta potencia, que es 1 seguido de seis ceros, lo que viene a ser el costo aproximado, en dólares, de la actividad del gobierno de los Estados Unidos durante veinte segundos. Aunque no se tenga la suerte de que el número grande empiece por 1, aún podremos escribirlo con notación científica. Por ejemplo, 5.500.000 se escribe 5,5 × 10
6
. Con los números minúsculos, basta con insertar un signo menos. Una millonésima (1/1.000.000) se escribe de esta forma: 10
−6
, lo que quiere decir que el 1 está seis lugares a la derecha de la coma decimal, o 0,000.001.

Lo importante es captar la escala de estos números. Una de las desventajas de la notación científica es que oculta la verdadera inmensidad de los números (o su pequeñez). El abanico de los tiempos de interés científico es mareante: 10
−1
segundos es un guiño, 10
−6
segundos la vida de la partícula muón y 10
−23
segundos el tiempo que tarda un fotón, una partícula de luz, en atravesar el núcleo. Tened presente que ir subiendo potencia a potencia de diez multiplica lo que está en juego tremendamente. Así, 10
7
segundos es igual a poco más de cuatro meses y 10
9
es treinta años; pero 10
18
es, burdamente, la edad del universo, el tiempo transcurrido desde el big bang. Los físicos lo miden en segundos; nada más que un montón de ellos.

El tiempo no es la única magnitud que va de lo inimaginablemente pequeño a lo interminable. La menor distancia que se tenga en cuenta hoy día en una medición viene a ser unos 10
−17
centímetros, lo que una cosa llamada el Z° (zeta cero) viaja antes de partir de nuestro mundo. Los teóricos a veces tratan de conceptos espaciales mucho menores; por ejemplo, cuando hablan de las supercuerdas, una teoría de partículas muy en boga pero muy abstracta e hipotética, dicen que su tamaño es de 10
−35
centímetros, verdaderamente pequeño. En el otro extremo, la mayor distancia es el radio del universo observable, un poco por debajo de 10
28
centímetros.

El cuento de las dos partículas y la última camiseta

Cuando tenía diez años, cogí el sarampión, y para levantarme el ánimo mi padre me compró un libro de letra gruesa titulado
La historia de la relatividad
, de Albert Einstein y Leopold Infield. Nunca olvidaré el principio del libro de Einstein e Infield. Hablaba de historias de detectives, de que cada historia de detectives tiene un misterio, pistas y un detective. El detective intenta resolver el misterio echando mano de las pistas.

En la historia que sigue hay esencialmente dos misterios. Ambos se manifiestan en forma de partículas. El primero es el desde hace mucho buscado
á-tomo
, la partícula invisible e indivisible que Demócrito fue el primero en proponer. El
á-tomo
está en el centro mismo de las cuestiones básicas de la física de partículas. Llevamos 2.500 años luchando por resolver este primer misterio. Hay miles de pistas, cada una descubierta con penosos esfuerzos. En los primeros capítulos, veremos cómo intentaron nuestros predecesores componer el rompecabezas. Os sorprenderá ver cuántas ideas «modernas» se tenían ya en los siglos XVI y XVII, e incluso siglos antes de Cristo. Al final, volveremos al presente y daremos con un segundo misterio, puede que aún mayor que el otro, el que representa la partícula que, según creo, orquesta la sinfonía cósmica. Y veréis a lo largo del discurrir del libro el parentesco natural entre un matemático del siglo XVI que arrojaba pesos de una torre en Pisa y un físico de partículas de ahora al que se le congelan los dedos en una cabaña de la gélida pradera de Illinois barrida por el viento mientras comprueba los datos que manan de un acelerador enterrado bajo el suelo helado y que cuesta quinientos millones de dólares. Ambos se hacen las mismas preguntas: ¿Cuál es la estructura básica de la materia? ¿Cómo funciona el universo?

Crecía en el Bronx, y solía mirar a mi hermano mayor mientras jugaba durante horas con productos químicos. Era un genio. Yo hacía todos los trabajos de casa para que me dejara mirar sus experimentos. Hoy se dedica al negocio de las chucherías. Vende cosas del estilo de cojines ruidosos de broma, matrículas con tal o cual lema y camisetas con frases llamativas, de esas con las que la gente puede resumir su visión del mundo en un enunciado no más largo que ancho es su pecho. La ciencia no debería tener un objetivo menos elevado. Mi ambición es vivir para ver toda la física reducida a una fórmula tan elegante y simple que quepa fácilmente en el dorso de una camiseta.

Se han hecho progresos significativos a lo largo de los siglos en dar con la camiseta definitiva. Newton, por ejemplo, aportó la gravedad, una fuerza que explica un sorprendente abanico de fenómenos dispares: las mareas, la caída de una manzana, las órbitas de los planetas y los cúmulos de galaxias. La camiseta de Newton dice:
F = ma
. Luego, Michael Faraday y James Clerk Maxwell desvelaron el misterio del espectro electromagnético. Hallaron que la electricidad, el magnetismo, la luz solar, las ondas de radio y los rayos X eran manifestaciones de la misma fuerza. Cualquier buena librería universitaria os venderá camisetas que llevan las ecuaciones de Maxwell.

Hoy, muchas partículas después, tenemos el modelo estándar, que reduce toda la realidad a una docena o así de partículas y cuatro fuerzas. El modelo estándar representa todos los datos que han salido de todos los aceleradores desde la torre inclinada de Pisa. Organiza las partículas llamadas quarks y leptones —seis de cada— en una elegante disposición tabular. Se puede pintar un diagrama con el modelo estándar entero en una camiseta, pero no queda libre ni un hueco. Es una simplicidad que ha costado mucho, generada por un ejército de físicos viajeros por un mismo camino. No obstante, la camiseta del modelo estándar engaña. Con sus doce partículas y cuatro fuerzas, es notablemente exacta. Pero también es incompleta y, de hecho, tiene incoherencias internas. Para que en la camiseta cupiesen sucintas excusas de esas incoherencias haría falta una talla extragrande, y aún nos saldríamos de la camiseta.

¿Qué, o quién, se interpone en nuestro camino y estorba nuestra búsqueda de la camiseta perfecta? Esto nos devuelve a nuestro segundo misterio. Antes de que podamos completar la tarea que emprendieron los antiguos griegos, debemos considerar la posibilidad de que nuestra presa esté poniendo pistas falsas para confundirnos. A veces, como un espía en una novela de John Le Carré, el experimentador debe preparar una trampa. Debe forzar al sospechoso a descubrirse a sí mismo.

El misterioso señor Higgs

En estos momentos los físicos de partículas andan tendiendo una trampa así. Estamos construyendo un túnel de 87 kilómetros de circunferencia, que contendrá los tubos de haces gemelos del Supercolisionador Superconductor; con él esperamos atrapar a nuestro villano.

¡Y qué villano! ¡El mayor de todos los tiempos! Hay, creemos, una presencia espectral en el universo que nos impide conocer la verdadera naturaleza de la materia. Es como si algo, o alguien, quisiese impedirnos que consiguiéramos el conocimiento definitivo.

El nombre de esta barrera invisible que nos impide conocer la verdad es el campo de Higgs. Sus helados tentáculos llegan a cada rincón del universo, y sus consecuencias científicas y filosóficas levantan gruesas ampollas en la piel de los físicos. El campo de Higgs ejerce su magia negra por medio de una partícula —¿de qué si no?—; se llama bosón de Higgs y es una razón primaria para construir el Supercolisionador. Sólo el SSC tendrá la energía necesaria para producirlo y detectarlo, o eso creemos. Hasta tal punto es el centro del estado actual de la física, tan crucial es para nuestro conocimiento final de la estructura de la materia y tan esquivo sin embargo, que le he puesto un apodo: la Partícula Divina. ¿Por qué la Partícula Divina? Por dos razones. La primera, que el editor no nos dejaría llamarla la Partícula Maldita Sea, aunque quizá fuese un título más apropiado, dada su villana naturaleza y el daño que está causando. Y la segunda, que hay cierta conexión, traída por los pelos, con otro libro, un libro mucho más viejo…

La torre y el acelerador

Era la tierra toda de una sola lengua y de unas mismas palabras. En su marcha desde Oriente hallaron una llanura en la tierra de Senaar y se establecieron allí. Dijéronse unos a otros: «vamos a hacer ladrillos y a cocerlos en el fuego». Y se sirvieron de los ladrillos como de piedra, y el betún les sirvió de cemento; y dijeron: «vamos a edificarnos una ciudad y una torre, cuya cúspide toque a los cielos y nos haga famosos, por si tenemos que dividirnos por la haz de la tierra». Bajó Yavé a ver la ciudad y la torre que estaban haciendo los hijos de los hombres, y se dijo: «He aquí un pueblo uno, pues tienen todos una lengua sola. Se han propuesto esto, y nada les impedirá llevarlo a cabo. Bajemos, pues, y confundamos su lengua, de modo que no se entiendan unos a otros». Y los dispersó de allí Yavé por toda la faz de la tierra, y así cesaron de edificar la ciudad. Por eso se llamó Babel, porque allí confundió Yavé la lengua de la tierra toda, y de allí los dispersó por el haz de toda la tierra.

GÉNESIS, 11: 1-9

Una vez, hace miles de años, mucho antes de que se escribieran esas palabras, la naturaleza sólo hablaba una lengua. En todas partes la materia era la misma, bella en su elegante e incandescente simetría. Pero a lo largo de los eones se ha transformado, dispersa en muchas formas por el universo, para confusión de quienes vivimos en este planeta corriente que da vueltas alrededor de una estrella mediocre.

Ha habido épocas en que la persecución por la humanidad de un conocimiento racional del mundo progresaba con rapidez, las conquistas abundaban y los científicos rebosaban optimismo. En otras épocas reinaba la mayor de las confusiones. Con frecuencia los periodos más confusos, las épocas de crisis intelectual e incapacidad total de comprender, fueron los precursores de las conquistas iluminadoras que vendrían.

En las últimas décadas, no muchas, hemos pasado en la física de partículas por un periodo de tensión intelectual tan curiosa que la parábola de la torre de Babel parece venirle a cuento. Los físicos de partículas han hecho la disección de las partes y procesos del universo con sus aceleradores gigantescos. En los últimos tiempos han contribuido a la persecución los astrónomos y los astrofísicos, que, hablando figuradamente, miran por sus telescopios gigantescos para rastrear los cielos y hallar las chispas y cenizas residuales de una explosión catastrófica que, están convencidos, ocurrió hace quince mil millones de años y a la que llaman big bang.

Aquéllos y éstos han estado progresando hacia un modelo simple, coherente, omnicomprensivo que lo explique todo: la estructura de la materia y la energía, el comportamiento de las fuerzas en entornos que lo mismo corresponden a los primeros momentos del universo niño, con su temperatura y densidad exorbitantes, que al mundo hasta cierto punto frío y vacío en que vivimos hoy. Nos iban saliendo las cosas muy bien, quizá demasiado bien, cuando nos topamos con una rareza, una fuerza que parecía adversa actuando en el universo. Algo que parece brotar del espacio que todo lo llena y donde nuestros planetas, estrellas y galaxias están inmersos. Algo que todavía no podemos detectar y que, cabría decir, ha sido plantado ahí para ponernos a prueba y confundirnos. ¿Nos estamos acercando demasiado? ¿Hay un Gran Mago de Oz nervioso que deprisa y corriendo va cambiando el registro arqueológico?

La cuestión es si los físicos quedarán confundidos por este rompecabezas o si, al contrario que los infelices babilonios, construirán la torre y, como decía Einstein, «conocerán el pensamiento de Dios».

Era la tierra toda de muchas lenguas y de muchas palabras. En su marcha desde Oriente hallaron una llanura en la tierra de Waxahachie y se establecieron allí. Dijéronse unos a otros: «vamos a construir un Colisionador Gigante, cuyas colisiones lleguen hasta el principio del tiempo». Y se sirvieron de los imanes superconductores para curvar, y los protones les sirvieron para machacar. Bajó Yavé a ver el acelerador que estaban haciendo los hijos de los hombres, y se dijo: «He aquí un pueblo que está sacando de la confusión lo que yo confundí». Y el Señor suspiró y dijo: «Bajemos, pues, y démosles la Partícula Divina, de modo que puedan ver cuán bello es el universo que he hecho».

EL NOVÍSIMO TESTAMENTO, 11:1

2 - El primer físico de partículas

Parecía sorprendido.

—¿Habéis encontrado un cuchillo que puede cortar hasta que sólo quede un átomo? —dijo—. ¿En este pueblo?

Afirmé con la cabeza.

—Ahora mismo estamos sentados encima del nervio principal —dije.

CON DISCULPAS A HUNTER S. THOMPSON

Cualquiera puede entrar en coche (o caminando o en bicicleta) en el Fermilab, aunque sea el laboratorio científico más complejo del mundo. La mayoría de las instalaciones federales preservan beligerantemente su privacidad. Pero el negocio del Fermilab es descubrir secretos, no guardarlos. Durante los radicales años sesenta la Comisión de Energía Atómica, la AEC, le dijo a Robert R. Wilson, mi predecesor y el director del laboratorio que a la vez fue su fundador, que idease un plan para manejar a los estudiantes activistas en el caso de que llegaran a las puertas del Fermilab. El plan de Wilson era simple. Le dijo a la AEC que recibiría a los estudiantes solo, con un arma nada más: una clase de física. Sería tan letal, aseguró a la comisión, que dispersaría hasta a los más bravos cabecillas. Hasta el día de hoy, los directores del laboratorio tienen a mano una clase, por si hubiese una emergencia. Roguemos que nunca tengamos que recurrir a ella.

El Fermilab ocupa cerca de 30 kilómetros cuadrados de campos de cereales reconvertidos, unos ocho kilómetros al este de Batavia, Illinois, y alrededor de una hora de volante al oeste de Chicago. En la entrada a los terrenos por la Pine Street hay una gigantesca estatua de acero de Robert Wilson, quien, además de haber sido el primer director del Fermilab, fue en muy buena medida el responsable de su construcción, un triunfo artístico, arquitectónico y científico. La escultura, titulada
Simetría rota
, consiste en tres arcos que se curvan hacia arriba, como si fueran a cortarse en un punto a más de quince metros del suelo. No lo hacen, al menos no limpiamente. Los tres brazos se tocan, pero casi al azar, como si los hubieran construido diferentes contratistas que no se hablasen entre sí. La escultura tiene el aire de un «ay» por que sea así, en lo que no es muy distinta de nuestro universo. Si se camina a su alrededor, la enorme obra de acero aparece desde cada ángulo desapaciblemente asimétrica. Pero si uno se tumba de espaldas justo debajo de ella y mira hacia arriba, disfrutará del único punto privilegiado desde el que la escultura es simétrica. La obra de arte de Wilson casa de maravilla con el Fermilab, pues allí el trabajo de los físicos consiste en buscar las pistas de lo que sospechan es una simetría oculta en un universo de apariencia muy asimétrica.

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