De los experimentadores más prominentes de la historia, algunos —entre ellos Galileo, Kirchhoff, Faraday, Ampère, Hertz, los Thomson (J. J. y G. P.) y Rutherford— eran además unos teóricos muy competentes. El experimentador-teórico es una especie en vías de extinción. En nuestros tiempos una excepción destacada fue Enrico Fermi. I. I. Rabi expresó su preocupación por la brecha cada vez más ancha abierta entre los unos y los otros; los experimentadores europeos, comentaba, no eran capaces de sumar una columna de números y los teóricos de atarse los cordones de los zapatos. Hoy tenemos dos grupos de físicos que tienen el propósito común de entender el universo, pero cuyas perspectivas culturales, sus talentos y sus hábitos de trabajo son muy diferentes. Los teóricos tienden a entrar tarde y trabajar, asisten a extenuantes simposios en las islas griegas o en las montañas suizas, toman vacaciones de verdad y están en casa para sacar fuera la basura mucho más a menudo. Suele inquietarlos el insomnio. Se dice que un teórico fue muy preocupado al médico del laboratorio: «¡Doctor, tiene que ayudarme! Duermo bien toda la noche y las mañanas no son malas; pero la tarde me la paso dando vueltas en la cama». Esta conducta da lugar a esa caracterización injusta, el
ocio de la clase de los teóricos
, por parafrasear el título del famoso libro de Thorstein Veblen.
Los experimentadores no vuelven nunca tarde a casa; no vuelven. Durante un periodo de trabajo intenso en el laboratorio, el mundo exterior se esfuma y la obsesión es total. Dormir quiere decir acurrucarse una hora en el suelo del acelerador. Un físico teórico puede pasarse toda la vida sin tener que afrontar el reto intelectual del trabajo experimental, sin experimentar ninguna de sus emociones y de sus peligros, la grúa que pasa sobre las cabezas con una carga de diez toneladas, la placa de la calavera y los huesos, las señales que dicen PELIGRO RADIACTIVO. El único riesgo que de verdad corre un teórico es el de pincharse a sí mismo con el lápiz cuando ataca a un gazapo que se ha colado en sus cálculos. Mi actitud hacia los teóricos es una mezcla de envidia y temor, pero también de respeto y afecto. Los teóricos escriben todos los libros científicos de divulgación: Heinz Pagels, Frank Wilczek, Stephen Hawking, Richard Feynman y demás. ¿Y por qué no? Tienen tanto tiempo libre. Los teóricos suelen ser arrogantes. Durante mi reinado en el Fermilab hice una solemne advertencia contra la arrogancia a nuestro grupo teórico. Al menos uno de ellos me tomó en serio. Nunca olvidaré la oración que se oía salir de su despacho: «Señor, perdóname por el pecado de la arrogancia, y, Señor, por arrogancia entiendo lo siguiente…».
Los teóricos, como muchos otros científicos, suelen competir con fiereza, absurdamente a veces. Pero algunos son personas serenas y están por encima de las batallas en las que participan los meros mortales. Enrico Fermi es un ejemplo clásico. Al menos de puertas afuera, el gran físico italiano nunca insinuó siquiera que fuese importante competir. Cuando el físico corriente habría dicho «¡nosotros lo hicimos primero!», Fermi sólo habría querido saber los detalles. Sin embargo, en una playa cerca del laboratorio de Brookhaven en Long Island, un día de verano, le enseñé a esculpir formas realistas en la arena húmeda; insistió inmediatamente en que compitiésemos para ver quién haría el mejor desnudo yaciente. (Declino revelar los resultados de esa competición aquí. Depende de si se es partidario de la escuela mediterránea o de la escuela de la bahía de Pelham de esculpir desnudos.) Una vez, en un congreso, me encontré en la cola del almuerzo justo detrás de Fermi. Sobrecogido por estar en presencia del gran hombre, le pregunté cuál era su opinión acerca de unas pruebas observacionales sobre las que se nos acababa de hablar, relativas a la existencia de la partícula K-cero-dos. Me miró por un momento y me dijo: «Joven, si pudiese recordar los nombres de esas partículas habría sido botánico». Esta historia la han contado muchos físicos, pero el joven e impresionable investigador era
yo
.
Los teóricos pueden ser personas cálidas, entusiastas, con quienes un experimentador ame conversar y aprender. He tenido la buena suerte de disfrutar de largas conversaciones con algunos de los teóricos más destacados de nuestros días: el difunto Richard Feynman, su colega del Cal Tech Murray Gell-Mann, el architejano Steven Weinberg y mi rival cómico Shelly Glashow. James Bjorken, Martinus Veltman, Mary Gaillard y T. D. Lee son otros grandes con quienes ha sido un gusto estar, de quienes aprender ha sido un placer y a quienes ha sido un gozo pellizcar. Una parte considerable de mis experimentos ha salido de los artículos de estos sabios y de mis discusiones con ellos. Hay teóricos con los que se puede disfrutar mucho menos; empaña su brillantez una curiosa inseguridad, que quizá sea un eco de cómo veía Salieri al joven Mozart en la película Amadeus: «¿Por qué, Señor, has encerrado tan trascendente compositor en el cuerpo de un tonto de capirote?».
Los teóricos suelen llegar a su máxima altura a una edad temprana; los jugos creativos tienden a salir a borbotones muy pronto y empiezan a secarse pasados los quince años, o eso parece. Han de saber lo justo; siendo jóvenes, no han acumulado todavía un bagaje intelectual inútil.
Ni que decir tiene que lo normal es que los teóricos reciban una parte indebida del mérito de los descubrimientos. La secuencia que forman el teórico, el experimentador y el descubrimiento se ha comparado alguna vez con la del granjero, el cerdo y la trufa. El granjero lleva al cerdo a un sitio donde podría haber trufas. El cerdo las busca diligentemente. Al final descubre una, y justo cuando está a punto de comérsela, el granjero se la quita delante de sus narices.
En los siguientes capítulos me acerco a la historia y el futuro de la materia viéndola con los ojos de los descubridores e insistiendo —espero que no desproporcionadamente— en los experimentadores. Pienso en Galileo, jadeando hasta lo más alto de la torre inclinada de Pisa y dejando caer dos pesos desiguales sobre un tablado de madera, a ver si oía dos impactos o uno. Pienso en Fermi y sus colegas, creando bajo el estadio de fútbol norteamericano de la Universidad de Chicago la primera reacción en cadena sostenida.
Cuando hablo de las penas y de los rigores de la vida de un científico, hablo de algo más que de una angustia existencial. La Iglesia condenó la obra de Galileo; madame Curie pagó con su vida, víctima de una leucemia que contrajo por envenenamiento radiactivo. Se nos forman cataratas a demasiados. Ninguno dormimos lo suficiente. La mayor parte de lo que sabemos acerca del universo lo sabemos gracias a unos tipos (y señoras) que se quedan levantados hasta tarde por la noche.
La historia del
á-tomo
, claro está, incluye también a los teóricos. Nos ayudan a atravesar lo que Steven Weinberg llama «los oscuros tiempos entre las conquistas experimentales», conduciéndonos, como dice él, «casi imperceptiblemente a cambios en nuestras creencias previas». Aunque ahora esté desfasado, el libro de Weinberg
Los tres primeros minutos
fue una de los mejores exposiciones populares del nacimiento del universo. (Siempre he pensado que se vendió tan bien porque la gente creía que era un manual sexual.) Me centraré en las mediciones cruciales que hemos hecho de los átomos. Pero no se puede hablar de los datos sin tocar la teoría. ¿Qué significan todas esas mediciones?
Vamos a tener que hablar un poco de las matemáticas. Ni siquiera los experimentadores podrían tirar adelante en la vida sin unos cuantos números y ecuaciones. Eludir por completo las matemáticas sería hacer el papelón de un antropólogo que eludiese estudiar el lenguaje de la cultura que se está investigando o el de un especialista en Shakespeare que no supiese inglés. Las matemáticas son una parte tan inextricable del tejido de la ciencia —de la física especialmente— que despreciarlas significaría excluir muy buena parte de la belleza, de la aptitud de expresión, del «tocado ritual» de la disciplina. Desde el punto de vista práctico, con las matemáticas es más fácil explicar el desarrollo de las ideas, el funcionamiento de los dispositivos, la urdimbre de todo. Os sale un número aquí, os sale el mismo número allá: a lo mejor es que tienen algo que ver.
Pero no os descorazonéis. No voy a hacer cálculos. Y al final no habrá nada de matemáticas. En un curso que impartí para estudiantes de letras en la Universidad de Chicago (lo llamé «Mecánica cuántica para poetas»), esquivaba el problema llamando la atención hacia las matemáticas y hablando de ellas sin en realidad practicarlas, Dios no lo permita, delante de toda la clase. Aun así, vi que en cuanto aparecían símbolos abstractos en la pizarra se estimulaba automáticamente el órgano que segrega el humor que pone vidriosos los ojos. Si, por ejemplo, escribo
x = vt
(léase equis igual a uve veces te), se oye un murmullo en el aula. No es que estos brillantes hijos de padres que pagan al año 20.000 dólares de matrícula no sean capaces de vérselas con
x = vt
. Dadles números para la
x
y la
t
y pedidles que calculen la
v
, y al 48 por 100 le saldrá bien, el 15 por 100 se negará a responder (por consejo de sus abogados) y el 5 por 100 responderá «presente». (Sí, ya sé que no suma 100. Pero soy un experimentador, no un teórico. Además, los errores tontos le dan confianza a mi clase.) Lo que alucina a los estudiantes es que saben que voy a hablar de «ellas»: que les hablen de las matemáticas les es nuevo y suscita una ansiedad extrema.
Para ganarme de nuevo el respeto y el afecto de mis alumnos cambio inmediatamente a un tema más familiar y placentero. Fijaos en esto:
Imaginaos un marciano que quiera entender este diagrama y se quede mirándolo. Le correrán las lágrimas del ombligo. Pero el aficionado medio al fútbol norteamericano, con su bachillerato abandonado a la mitad, vocifera que «¡eso es el "Blast" de la goal-line de los Redskins!». ¿Es esta representación de una fullback off-tackle run mucho más simple que
x = vt
? En realidad es igual de abstracta y sin duda más esotérica. La ecuación
x = vt
funciona en cualquier lugar del universo. El juego de pocas yardas de los Redskins quizá les valga un touchdown en Detroit o en Búfalo, pero jamás contra los Bears.
Así que pensad que las ecuaciones tienen un significado en el mundo real, lo mismo que los diagramas de las jugadas del fútbol norteamericano —por complicados y poco elegantes que sean— tienen un significado en el mundo real del estadio. La verdad es que no es tan importante manejar la ecuación
x = vt
. Es más importante el ser capaces de leerla, de entender que es un enunciado acerca del mundo donde vivimos. Entender
x = vt
es tener poder. Podréis predecir el futuro y leer el pasado. Es a la vez el tablero de la ouija y la piedra Rosetta. ¿Qué significa, pues?
La
x
dice dónde está la cosa de que se trate. La cosa puede ser Harry que circula por la interestatal en su Porsche o un electrón que sale zumbando de un acelerador. Que sea
x = 16
unidades, por ejemplo, quiere decir que Harry o el electrón se encuentran a 16 unidades del lugar al que llamemos cero. La
v
dice lo deprisa que Harry o el electrón se mueven: que, digamos, Harry va por ahí a 130 kilómetros por hora o que el electrón se mueve perezosamente a un millón de metros por segundo. La
t
representa el tiempo que ha pasado desde que alguien gritó «vamos». Con esto podemos predecir dónde estará la cosa en cualquier momento, sea
t = 3 segundos
, 16 horas o 100.000 años: Podemos decir también dónde estaba, sea
t = −7 segundos
(7 segundos antes de
t = 0
) o
t = −1 millón de años
. En otras palabras, si Harry sale de tu garaje y conduce directamente hacia el este durante una hora a 130 kilómetros por hora, está claro que se encontrará 130 kilómetros al este de tu garaje una hora después del «vamos». Recíprocamente, se puede también calcular dónde estaba Harry hace una hora (−1 hora), suponiendo que su velocidad siempre ha sido
v
y que
v
es conocida. Este supuesto es esencial, pues si a Harry le gusta empinar el codo puede que haya parado en Joe's Bar hace una hora.
Richard Feynman presenta la sutileza de la ecuación de otra forma. En su versión, un policía para a una mujer que lleva un coche monovolumen, mira por la ventanilla y le espeta a la conductora: «¿No sabe que iba a 130 kilómetros por hora?».
«No sea ridículo —le contesta la mujer—, salí de casa hace sólo quince minutos.» Feynman, que creía haber dado con una introducción bien humorada al cálculo diferencial, se quedó de una pieza cuando se le acusó de ser sexista por contar una historia así, de modo que yo no la contaré.
El meollo de nuestra pequeña excursión por la tierra de las matemáticas es que las ecuaciones tienen soluciones y que éstas pueden compararse con el «mundo real» de la medición y la observación. Si el resultado de esta confrontación es positivo, la confianza que se tiene en la ley original crece. De vez en cuando veremos que las soluciones no siempre coinciden con la observación y la medición; en ese caso, tras las debidas comprobaciones y nuevas comprobaciones, la «ley» de la que salió la solución se relega al cubo de la basura de la historia. Las soluciones de las ecuaciones que expresan una ley de la naturaleza son, en ocasiones, completamente inesperadas y raras, y por lo tanto ponen a la teoría bajo sospecha. Si las observaciones subsiguientes muestran que pese a todo era correcta, nos alegramos. Sea cual sea el resultado, sabemos que tanto las verdades que abarcan el universo como las que se refieren a un circuito eléctrico resonante o a las vibraciones de una viga de acero estructural se expresan en el lenguaje de las matemáticas.