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Authors: David Seltzer

La profecía (2 page)

BOOK: La profecía
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Las plantas industriales de la familia habían florecido durante la guerra y le habían facilitado la mejor educación que el dinero puede obtener, además de una vida de comodidad. Pero, a la muerte de su padre, las había cerrado, contrariando a sus consejeros; hizo voto de no fabricar jamás elementos de destrucción. Toda guerra es fratricida. Fue Adlai Stevenson quien lo dijo, Thorn quien lo citó, y en los intereses de la paz, la fortuna Thorn se multiplicó. De los bienes raíces pasó a la construcción y se dedicó con pasión a mejorar las zonas de viviendas precarias. También otorgaba pequeños préstamos comerciales a los capaces y a los necesitados. Era eso lo que lo tornaba singular: un talento para acumular dinero y cierto sentido de responsabilidad hacia aquellos que no tenían nada. La estimación de que su fortuna personal se acercaba a cien millones de dólares era imposible de verificar y, en verdad, Thorn mismo no lo sabía. Hacer un recuento habría significado hacer una pausa y Robert Thorn estaba en constante movimiento.

Cuando el taxi se detuvo frente al sombrío Ospedale Generale, el padre Spilletto miró hacia abajo desde la ventana de su oficina del primer piso y se dio cuenta inmediatamente de que el hombre que descendía era Robert Thorn. La mandíbula vigorosa y las sienes encanecidas resultaban familiares por las fotos de los periódicos, como también su vestimenta y su figura. Era satisfactorio que Thorn se ajustara, en cada detalle, a lo previsto. Obviamente, la elección había sido acertada. Acomodando su túnica, el sacerdote se puso de pie, con su enorme figura empequeñeciendo el escritorio de madera que tenía delante. Sin expresión alguna, caminó silenciosamente hacia la puerta. Ya se oían los pasos de Thorn, que entraba abajo, resonando vigorosamente a través del desnudo piso de mosaico.

—¿Señor Thorn?

Abajo, Thorn se volvió, elevando sus ojos escrutadores en la oscuridad.

—¿Sí?

—Soy el padre Spilletto. Le envié...

—Sí. Recibí su telegrama. Partí tan pronto como pude.

El sacerdote se acercó a un haz de luz y empezó a descender por la escalera. Había algo en su movimiento, en el silencio que lo rodeaba, que indicaba que algo marchaba mal.

—¿Ha... nacido el niño? —preguntó Thorn.

—Sí.

—¿Mi esposa...?

—Está descansando.

El sacerdote había llegado al pie de la escalera y sus ojos se encontraron con los de Thorn, tratando de prepararlo, de suavizar el golpe.

—¿Algo anduvo mal?

—El niño ha muerto.

Se produjo un terrible silencio que pareció llenar los vacíos corredores de mosaico. Thorn quedó como paralizado, como si lo hubieran golpeado físicamente.

—Sólo respiró un momento —murmuró el sacerdote— y luego murió.

El sacerdote observó, inmóvil, al hombre que estaba frente a él, quien caminó rígidamente hacia un banco y se sentó. Luego, inclinó la cabeza y lloró. El sonido del llanto resonó por los corredores. El sacerdote esperó antes de hablar.

—Su esposa se ha salvado —dijo—, pero no podrá tener otro hijo.

—Eso la destruirá —murmuró Thorn.

—Pueden adoptar un niño.

—Ella deseaba tener uno propio.

En el silencio que siguió, el sacerdote se adelantó unos pasos. Sus rasgos eran toscos pero serenos, sus ojos estaban llenos de compasión. Sólo una leve transpiración delataba la tensión oculta.

—Usted la ama mucho —comentó.

Thorn asintió con la cabeza, incapaz de hablar.

—Entonces debe aceptar el designio de Dios.

Desde las sombras de un oscuro corredor apareció una anciana monja, que con la mirada imploró al sacerdote que se acercara. Se reunieron, hablando en voz baja en italiano antes de que ella se retirara y el sacerdote volviera a acercarse a Thorn. Había algo en sus ojos que inquietó a Thorn.

—Dios obra de las maneras más misteriosas, señor Thorn —dijo el sacerdote, tendiéndole una mano.

Thorn se incorporó y se vio obligado a seguirlo.

La maternidad estaba tres pisos más arriba, y ellos subieron por una escalera trasera, un medio poco utilizado e iluminado por simples lamparitas. La guardia estaba oscura y limpia. El olor de los bebés renovó la sensación de pérdida que latía como un martilleo en el estómago de Thorn. Acercándose a una separación de cristal, el sacerdote se detuvo, esperó mientras Thorn se acercaba vacilante y miraba hacia el otro lado del cristal. Era un niño recién nacido. Un niño de perfección angelical. Con su ya abundante pelo negro caído sobre sus ojos azules, miraba hacia arriba, encontrando instintivamente los ojos de Thorn.

—Es huérfano —dijo el sacerdote—. La madre murió, como el hijo de usted... a la misma hora. —Turbado, Thorn miró al sacerdote—. Su esposa necesita un hijo —continuó éste—. El niño necesita una madre.

Thorn sacudió la cabeza lentamente.

—Queríamos un hijo nuestro —dijo.

—Si me permite esta sugerencia... se parece mucho al suyo...

Thorn volvió a mirar al niño y comprendió que era verdad. El color de la piel era el mismo de Katherine y los rasgos se parecían a los suyos. La mandíbula era firme e incluso tenía el característico “hoyuelo Thorn” en el mentón.

—La
signora
no tiene por qué saberlo nunca —imploró el sacerdote.

El repentino silencio de Thorn lo alentó. La mano del hombre había empezado a temblar y el anciano se la tomó, infundiéndole ánimo.

—¿Es... un niño sano? —preguntó Thorn con voz temblorosa.

—Perfecto en todo sentido.

—¿Tiene parientes?

—Ninguno.

En torno a ellos, en los corredores desolados, reinaba el silencio, una calma tan densa que inquietaba.

—Yo soy la autoridad aquí —dijo el sacerdote—. No habrá registros. Nadie lo sabría.

Thorn bajó su mirada, desesperado por la indecisión.

—¿Podría... ver a mi propio hijo? —pidió.

—¿Para qué? —imploró el sacerdote—. Dele su amor al que vive.

Y tras la separación de cristal, el bebé levantó ambos brazos hacia Thorn, como en un gesto de deseo.

—Hágalo por su esposa,
signor.
Dios perdonará este engaño. Y por este niño, que de lo contrario no tendrá hogar...

Su voz enmudeció, porque no había necesidad de decir nada más.

—Esta noche, señor Thorn... Dios le ha dado un hijo.

En el cielo, sobre ellos, la estrella negra alcanzó su cima, repentinamente destrozada por un violento relámpago. En su cama del hospital, Katherine Thorn pensó que estaba despertándose naturalmente, sin conciencia de la inyección que le habían aplicado un momento antes. Durante diez horas había sufrido los dolores del parto y sentido las contracciones finales, pero cayó en la inconsciencia antes de poder ver al niño. Ahora, mientras sus facultades volvían, estaba atemorizada pero luchó por calmarse, al oír que se acercaba alguien por el corredor. La puerta se abrió y vio a su esposo. En sus brazos tenía un niño.

—Nuestro hijo —dijo Thorn, con la voz temblorosa por la emoción—. Tenemos un hijo.

Ella tendió los brazos y tomó al niño, llorando de alegría. Y mientras miraba con ojos nublados por las lágrimas, Thorn agradeció a Dios el haberle mostrado el camino.

2

Los Thorn tenían ambos ascendencia católica, pero ninguno de ellos era religioso.

En ocasiones, Katherine oraba y solía visitar la iglesia en Navidad y Pascuas, pero más por una cuestión de superstición y sentimiento que por una verdadera creencia en el dogma católico. Thorn no practicaba la religión y, a diferencia de Katherine, no tomaba en serio el hecho de que su hijo, Damien, no hubiera sido bautizado. No es que no lo hubieran intentado. Inmediatamente después del nacimiento llevaron al niño a la iglesia, como corresponde, pero tan tremendo fue el terror que experimentó el bebé al entrar en la catedral que debieron interrumpir la ceremonia. El sacerdote los había seguido hasta la calle, llevando agua bendita y advirtiéndoles que, si el niño no era bautizado, nunca podría ingresar en el Reino del Cielo, pero Thorn se negó a continuar la ceremonia porque era evidente que el niño sentía pánico. Para satisfacer a Katherine habían improvisado una ceremonia en el hogar, pero ella no se sentía muy convencida y pensaba volver un día a la iglesia, con su hijo, y bautizarlo como es debido.

Ese día nunca llegó porque los Thorn se vieron envueltos en una vorágine de distracciones y el bautismo quedó olvidado. La Conferencia Económica había terminado y volvieron a Washington. Thorn reasumió sus funciones de consejero presidencial y se convirtió en un personaje político por derecho propio. La suntuosa finca que poseían en McLean, Virginia, se convirtió en el escenario de reuniones que se comentaban en todos los periódicos, de Nueva York a California. Los Thorn pasaron a ser figuras familiares para los lectores de las revistas de todo el país. Eran fotogénicos y ricos y estaban en la curva ascendente. Y, más importante, estaban a menudo en compañía del Presidente. Era evidente que a Thorn se lo estaba promoviendo y no sorprendió a los especuladores políticos su nombramiento como embajador ante la Corte de St. James, un puesto clave en el que podía desplegar todo su potencial carismático.

Fueron a Londres y tomaron como residencia una mansión del siglo XVII, en Pereford. La vida se convirtió en un hermoso sueño, en especial para Katherine. Tan perfecta era que casi asustaba. En esa casa de campo ella podía permanecer aislada, limitándose a ser sólo la madre de su adorado hijo. Además, cuando lo deseaba, podía salir para acompañar a su esposo en las funciones diplomáticas. Ahora que tenía a su hijo lo tenía todo, incluida la adoración de su esposo. Y floreció como una orquídea, frágil pero esplendorosa, encantando a todo el mundo con su frescura y su belleza.

La mansión de Pereford era elegante y tenía raíces en la historia de Inglaterra. En ella había un sótano donde un duque exiliado vivió oculto hasta que lo hallaron y lo ejecutaron; estaba rodeada por un bosque donde el rey Enrique V había cazado jabalíes. Tenía pasajes secretos y recodos en los que se embolsaban las corrientes de aire. Pero, en general, prevalecía la alegría, porque la casa estaba llena de gente y de risas a todas horas del día.

Para las tareas domésticas había un personal que trabajaba durante el día, así como una pareja permanente, los Horton, muy ingleses, muy dignos, que trabajaban como cocinera ella y como chófer él. Para entretener a Damien cuando Katherine estaba ocupada con asuntos oficiales, había una rellenita muchacha inglesa llamada Chessa, poco más que una criatura pero una delicia para todos y un indispensable complemento para la familia. Era muy inteligente y juguetona. Adoraba a Damien como si fuera su hermanito y solía pasar horas junto a él, que gateaba por el prado detrás de ella o se sentaba junto al estanque, donde Chessa cazaba ranas y libélulas que luego llevaban a casa, metidas en frascos.

El niño crecía y se iba convirtiendo en la criatura ideal que puede pintar un artista. En los años transcurridos desde su nacimiento se había cumplido la promesa de perfección física, y también su salud y su fuerza eran extraordinarias. Tenía cierta calma, cierta compostura que rara vez se observa en los niños. En ocasiones, su mirada perturbaba a los visitantes. Si la inteligencia pudiera medirse por la capacidad de atención, entonces era un genio, porque a menudo se quedaba sentado, durante horas, en el mismo banco de hierro forjado, bajo un manzano, con los ojos fijos en la gente que iba y venía, absorbiendo cada detalle de lo que ocurría ante él. Horton, el chófer, a veces lo llevaba consigo cuando salía a realizar sus diligencias. Le gustaba su silenciosa presencia y le asombraba la fascinación que demostraba el niño por todo lo que ocurría en el mundo.

—Es como un pequeño hombre venido de Marte —le comentó Horton a su mujer—. Parece como si lo hubieran enviado a estudiar la raza humana.

—Es la niña de los ojos de su madre —repuso la mujer—. No te hará ningún favor que te oigan eso.

—No estoy hablando mal del niño. Sólo digo que es un poquito extraño.

El otro aspecto inquietante de Damien era que rara vez usaba la voz. Expresaba alegría con una amplia sonrisa que le formaba hoyuelos en las mejillas, y tristeza con lágrimas extrañamente silenciosas. Es una oportunidad, Katherine comentó el asunto con su médico, pero éste se mostró muy tranquilizador. Le contó la historia de un niño que jamás pronunció una palabra hasta los ocho años de edad y cuando lo hizo fue para decir que no le gustaba el puré de patatas. La madre, azorada, le preguntó por qué, si podía, nunca había hablado antes, a lo que el niño le respondió que hasta ese momento nunca le había servido puré de patatas.

Katherine rió mucho con la historia y quedó tranquila con respecto a Damien. Después de todo, Albert Einstein no habló hasta los cuatro años y Damien sólo tenía tres y medio. Además de ser tranquilo y observador, en todo sentido era el niño perfecto, el hijo que correspondía al matrimonio perfecto que formaban Robert y Katherine Thorn.

3

El individuo de nombre Haber Jennings nació acuario: un producto de Urano ascendente y en conjunción con una luna creciente. Era desaliñado y su obstinación podía provocar situaciones embarazosas. Jennings era fotógrafo, un caso raro en el mundo del periodismo, tolerado sólo porque se avenía a hacer lo que ninguno de los otros aceptaba. Como un gato que persigue a un ratón, era capaz de pasarse días agazapado para obtener una única foto: Marcello Mastroianni sentado en el cuarto de baño, tomado con teleobjetivo desde la copa de un eucalipto. La Reina Madre, mientras le quitaban los callos. Jackie Onassis en su yate, vomitando. Ésos eran sus logros. Sabía dónde tenía que estar y cuándo, y sus fotos eran distintas de las de otros fotógrafos. Vivía en un apartamento de una habitación en Chelsea. Rara vez usaba calcetines. Pero investigaba, a sus sujetos, con la misma escrupulosidad con que Salk buscaba la vacuna contra la poliomielitis.

En los últimos tiempos, el embajador norteamericano en Londres se había convertido en su obsesión, en su objetivo: un blanco de excepción dada su perfecta fachada. ¿Tenía vida sexual la hermosa pareja? En ese caso, ¿cómo? Jennings trataba de revelar lo que él denominaba la
humanidad
de la gente, pero en verdad lo que deseaba era demostrar que todos eran tan desagradables como él mismo. ¿Alguna vez el embajador compraba una revista pornográfica y se masturbaba? ¿Tenía relaciones secretas con otras mujeres? Ésas eran las preguntas que lo intrigaban y, aunque nunca encontrara las respuestas, siempre había esperanzas. Eso era lo que lo animaba a observar y esperar.

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