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Authors: David Seltzer

La profecía (3 page)

BOOK: La profecía
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Iría, pues, a la residencia de los Thorn en Pereford, no simplemente a tomar fotografías, porque habría muchos otros fotógrafos, sino para conocer el lugar, para descubrir las ventanas adecuadas, las entradas y los accesos posibles y para decidir qué sirvientes podrían ser comprados por un par de libras.

Se levantó temprano y revisó sus cámaras, limpiando las lentes con papel de seda que luego utilizó para absorber la exudación brotada al oprimirse un grano de la cara. Tenía treinta y ocho años y su piel estaba aún plagada de granos e imperfecciones. No era casual el hecho de que fuera por la vida cubriéndose la cara con una cámara. Su cuerpo era delgado y carente de tono muscular. Sólo le daban alguna forma las arrugadas ropas que él escogía de entre la pila que había a los pies de su cama.

Antes de partir, puso en marcha los marcadores de tiempo del cuarto oscuro y luego revolvió entre pilas de papeles para buscar la invitación impresa. Iba a ser una tiesta de cumpleaños. El cuarto cumpleaños de Thorn hijo. Desde todas las zonas de viviendas pobres de Londres marchaban ya hacia Pereford ómnibus cargados de niños huérfanos y lisiados.

El viaje a través de la zona rural resultaba relajador y Jennings encendió un cigarrillo, de opio, para liberar su mente. Después de un rato, le pareció que el camino se deslizaba debajo del automóvil detenido y entonces cedió su dominio de la realidad, dedicándose a explorar los rincones de su mente. El tema era él mismo, siempre congelado en un gesto heroico. Cruzando una masa de hielo, en un trineo tirado por perros, o frotando Coppertone sobre la piel de Sophia Loren.

A un par de kilómetros de la residencia de los Thorn había policías que dirigían el tránsito y controlaban las credenciales. Jennings miraba atentadamente hacia delante, mientras los policías revisaban una y otra vez su invitación, para comprobar si era auténtica. Estaba acostumbrado a ese trato y sabía que todo lo que debía hacer para evitarlo era aparecer más presentable. Pero eso formaba parte de su estrategia. Podía observar mejor a la gente porque todos preferían aparentar que no lo veían.

Una vez traspuesto el enorme portón de hierro forjado, Jennings parpadeó con fuerza, tratando de sacudirse de encima las ilusiones del opio, antes de comprender que la ilusión era real. Toda la residencia había sido convertida en un suntuoso parque de diversiones. Los prados rebosaban de color y vida, con pequeños cuerpos que corrían entre carpas y tiovivos, mientras los vendedores deambulaban pregonando copos de nieve y manzanas acarameladas, con sus voces perdidas entre los acordes de la música de organillo, a cuyo ritmo los niños subían y bajaban montados en cisnes y caballos rosados. Había una casilla donde una adivina predecía la suerte, y a cuya puerta formaban lila muchos de los más importantes dignatarios de Londres. Había caballitos de Shetland que andaban libremente e incluso un elefantito pintado con lunares rojos que aceptaba los cacahuetes que le daban los niños. Los fotógrafos corrían hacia todas partes, enloquecidos por la ansiedad, pero para Jennings no había qué fotografiar allí. Sólo la fachada. La pared de ladrillos que todos los demás tomaban por cosa real.

—¿Qué te ocurre, compañero? ¿Te has quedado sin películas?

Era Hobie el que le hablaba, el fotógrafo del
News Herald,
que recargaba rápidamente su cámara, junto a una mesa donde había sandwiches de salchicha, mientras Jennings se acercaba como al azar y se servía un bocado.

—Espero su canonización —gruñó Jennings.

—¿Qué es eso?

—No sé si estamos frente al heredero de los millones Thorn o frente a Jesucristo mismo.

—Eres un tonto si te lo pierdes, hombre. No se entra frecuentemente en un lugar como éste.

—¿Para qué me voy a molestar? Lo que necesite puedo comprártelo a ti.

—Tú quieres una exclusiva, ¿eh?

—Únicamente.

—Bien, buena suerte entonces. Ésta es la más inabordable familia de este lado de Mónaco.

Lo exclusivo. Ése era el sueño de Jennings. Entrada privada a dominios refinados. Había ciertamente mucho atractivo en las persecuciones, pero ningún
status,
ningún respeto. ¡Si de alguna manera pudiese conseguir
entrar
! Eso era lo que quería.

—¡Eeh, niñera, niñera! —gritó Hobie a distancia—. Mire hacia acá.

Toda la atención estaba centrada en una inmensa tarta de cumpleaños que traían desde la casa sobre una mesa rodante.

La niñera del hijo de Thorn, Chessa, estaba vestida de payaso, con el rostro blanqueado con polvo y con una boca inmensa y sonriente de deslumbrante color rojo. Mientras los fotógrafos danzaban a su alrededor, ella se mostraba encantada, abrazando, besando y manchando con su maquillaje al niño.

—¿Puede apagar las velas? —gritaron—. Que lo intente.

Los ojos de Jennings se desplazaron lentamente por los rostros de las personas reunidas. Detectó el rostro de Katherine Thorn, parada a cierta distancia, con una vaga señal de desaprobación dibujada en la boca. Por una fracción de segundo su máscara había caído y Jennings, instintivamente, levantó su cámara, tomando una foto. Ante la tarta de cumpleaños se oyó como un estallido de aplausos y de voces de aprobación, mientras Katherine avanzaba lentamente.

—¡Su suerte! —gritó un periodista—. ¡Llévenlo a la adivina!

Y, como un solo cuerpo, todos se pusieron en movimiento, llevando a la niñera y a su adorado niño, a través del prado.

—Yo lo llevaré —dijo Katherine, que se había acercado a su hijo.

—Yo lo puedo llevar, señora —replicó la niñera jovialmente.

—Me encargo yo —sonrió Katherine.

Y en el instante en que sus ojos se encontraron, la niñera entregó al niño. Fue un instante que pasó inadvertido, ya que el ímpetu y la animación los hacía avanzar, pero Jennings lo estuvo observando a través de su visor. Cuando la multitud se hubo adelantado, la niñera quedó allí de pie, sola, con la enorme casa a sus espaldas y con el traje de payaso que de alguna manera acentuaba su aire de abandono. Jennings oprimió el botón dos veces, antes de que la joven girara y caminara lentamente hacia la casa.

Ante la casilla de la adivina, Katherine pidió a los periodistas que permanecieran afuera. Luego entró, dando un suspiro de alivio en la repentina calma del ambiente sombrío.

—Hola, pequeño.

Las palabras llegaban desde debajo de un bonete; una aparición estaba sentada ante una mesita verde, con su voz forzada para que sonara a bruja, y su rostro maquillado de verde. Cuando Damien miró hacia abajo se estremeció, aferrándose al cuello de su madre.

—Vamos, Damien —rió Katherine—, ésta es una buena bruja. ¿No es usted una buena bruja?

—Por supuesto —rió la adivina—. No te haré daño.

—Va a adivinar tu suerte —trató de convencerlo Katherine.

—Vamos —la adivina hizo un gesto—. Extiende tu mano.

Pero Damien se negaba, apretándose fuertemente contra su madre. La adivina levantó su máscara de goma, mostrando ser una simple joven de amplia sonrisa.

—Mira. No soy más que una persona. Esto no te va a doler ni un poquito.

Más tranquilo ya, Damien tendió su mano, mientras Katherine se sentaba, con él sobre la falda, ante la mesa cubierta por cartas.

—Oh, qué mano bonita y suave. Ésta va a ser una suerte buena, muy buena.

Pero se detuvo, mirando con aire confundido la mano.

—Veamos la otra —indicó.

Cuando Damien tendió su otra mano, la muchacha miró ambas, visiblemente intrigada.

—¿Esto es parte de la rutina? —preguntó Katherine.

—Nunca he visto esto —comentó la muchacha—. He estado trabajando en fiestas infantiles, durante tres años, y nunca he visto algo así.

—¿Qué cosa?

—Mire. No hay líneas de la personalidad. Todo lo que tiene son pliegues.

—¿Cómo?

Katherine miró también.

—Me parecen lindas —dijo.

—¿Estuvo el niño en un incendio? —preguntó la muchacha.

—Por supuesto que no.

—Mire su propia mano. Observe todos los trazos. Son diferentes en cada persona. Son los signos de nuestra identidad.

Se produjo un silencio desagradable, mientras el niño miraba sus manos, preguntándose qué había de malo en ellas.

—Mire qué suaves son sus yemas —dijo la muchacha—. Creo que no tiene ninguna impresión.

Katherine observó atentamente. Y advirtió que era verdad.

—Bien —rió la muchacha—, si roba un banco, no lo van a apresar.

Entonces rió con más ganas, mientras Katherine miraba en silencio, turbada, las manecitas de su hijo.

—¿Puede decirle su suerte, por favor? Para eso hemos venido.

La voz de Katherine revelaba inquietud.

—Por supuesto.

Pero en el momento en que la muchacha tomaba la mano del niño, fue interrumpida por una voz del exterior. Era Chessa, la niñera, que gritaba a lo lejos.

—¡Damien! ¡Damien! —llamaba—. ¡Ven, tengo una sorpresa para ti!

La adivina se detuvo, percibiendo, al igual que Katherine, cierta desesperación en el grito.

—¡Damien! ¡Ven a ver lo que hago para ti!

Al salir de la casilla, con Damien en los brazos, Katherine se detuvo y miró hacia la parte superior de la casa. Allá, parada sobre el techo, estaba Chessa, con una gruesa soga en la mano, estirándola alegremente hacia arriba para demostrar que estaba anudada alrededor de su cuello. Abajo, los presentes empezaron a girar, sonriendo en turbada anticipación, mientras el pequeño payaso se adelantaba hasta el borde y extendía los brazos hacia delante como si fuera a zambullirse en una piscina.

—¡Mira, Damien! —gritó—. ¡Esto es todo para ti!

Y, con un solo movimiento, saltó del techo; su cuerpo cayó verticalmente, volvió a izarse un poco, impulsado por la soga, y quedó pendiente. Silencioso. Muerto.

Sobre el prado la gente permanecía de pie, en desconcertado silencio, mientras el pequeño cuerpo se mecía suavemente con el acompañamiento de un vals que emitía el tiovivo. Entonces se oyó un grito. Era Katherine. Fueron necesarias cuatro personas para contenerla y llevarla a la casa.

Solo en su cuarto, Damien miró por la ventana hacia el prado desierto. Sólo quedaban trabajadores agrícolas y vendedores que miraban hacia arriba, en silencio, mientras un policía ceñudo subía una escalera y cortaba la soga que sostenía el cuerpo. Se le escapó de entre los brazos, cayendo de cabeza sobre un patio de ladrillos. Allí quedó, con los ojos fijos en el cielo y la boca pintada con una brillante sonrisa.

Los días que precedieron al funeral de Chessa estuvieron teñidos por la tristeza. Sobre Pereford, el cielo se había vuelto gris y reverberaba con distantes truenos. Katherine pasó casi todo el tiempo sentada sola en la oscurecida sala de estar, con la vista lija en el espacio. El informe del médico forense demostró que había un alto contenido de Benadril, una droga antialérgica, en la sangre de la muchacha cuando murió, pero esto no hizo más que acentuar la confusión y las especulaciones acerca de lo que la indujo a quitarse la vida. Para impedir a los periodistas que trataran de agrandar la historia, Thorn se quedó en casa, dedicando toda su atención a su esposa y temiendo que recayese en el estado del que había salido hacía aún pocos años.

—Estás permitiendo que este asunto te aniquile —dijo una noche cuando entraba en la sala de estar—. Después de todo, Chessa no era de nuestra familia.

—Lo era —replicó Katherine—. Me había dicho que quería quedarse con nosotros para siempre.

Thorn sacudió la cabeza, incapaz de encontrarle sentido a tales palabras.

—Supongo que cambió de idea —replicó.

No había querido ser cruel, pero sus palabras lo fueron y tuvo conciencia de que los ojos de Katherine buscaban los suyos a través de la sala.

—Lo siento —agregó—. Es que no puedo verte en este estado.

—Fue culpa mía, Robert.

—¿Tuya?

—Hubo un momento en la Fiesta...

Thorn cruzó la sala y se sentó junto a ella, con los ojos invadidos por la preocupación.

—Ella estaba recibiendo demasiada atención —continuó Katherine— y me sentí celosa. Le quité a Damien de los brazos porque no pude soportar el tener que compartir el centro del escenario.

—Creo que estás siendo un poco dura contigo misma. La muchacha estaba enloquecida.

—También yo lo estoy —murmuró Katherine—, si estar en el candelero significa tanto para mí.

Su voz se acalló. No había nada más que decir. Se acurrucó entre los brazos de Thorn y él la sostuvo hasta que se quedó dormida. Era la clase de sueño que ella había tenido en otra época, cuando tomaba Librium, y Thorn se preguntó si el impacto de la muerte de Chessa la habría inducido a volver a tomar la droga. Se quedó allí sentado casi una hora, antes de llevarla en brazos a su habitación.

A la mañana siguiente, Katherine asistió al funeral de Chessa, llevándose consigo a Damien. Fue una ceremonia privada, realizada en un pequeño cementerio en las afueras del pueblo, a la que sólo acudieron la familia de la muchacha, Katherine y Damien, además de un sacerdote semicalvo que leyó la Biblia mientras sostenía un periódico, plegado sobre su cabeza, para resguardarse de la persistente llovizna. Temiendo la publicidad de que se podía ver rodeada su presencia, Thorn se había negado a ir, rogándole a Katherine que hiciera lo mismo. Pero el dolor de ella era evidente. Había querido mucho a la muchacha y necesitaba acompañarla hasta su lugar de reposo.

Fuera del cementerio, un grupo de periodistas se arremolinaba. Dos policías norteamericanos, designados en el último momento, por Thorn, de entre el personal de la embajada, les impedía la entrada. Oculto entre ellos estaba Haber Jennings, cubierto con un impermeable negro y con altas botas, ubicado entre árboles apartados, observando la ceremonia, con un teleobjetivo. No se trataba de un dispositivo común sino de un monstruoso aparato montado sobre un trípode, con el que, sin duda, habría podido fotografiar a dos moscas copulando en la Luna. Con precisión esmerada, su visor telescópico pasaba de un rostro al otro: la familia que lloraba, Katherine en estado de shock, el niño a su lado, inquieto, con ojos que escrutaban el triste lugar.

Fue el niño el que atrajo el interés de Jennings y le hizo esperar con paciencia el preciso momento para presionar el disparador. Se produjo en un instante. Un pestañeo de los párpados y un repentino cambio de expresión, como si el niño se hubiera atemorizado de pronto y luego, de manera igualmente rápida, se hubiese calmado. Con los ojos fijos en un punto que estaba más allá del cementerio, su cuerpecito se relajó como si hubiera entrado en calor, pese a la lluvia fría y persistente. Manipulando su visor telescópico, Jennings escrutó el paisaje, sin hallar más que lápidas mortuorias. Entonces algo se movió. Un objeto oscuro y desdibujado que lentamente entraba en foco, a medida que Jennings ajustaba la lente. Era un animal, un perro. Grande y negro, su cabeza puntiaguda se distinguía por sus ojos muy juntos y la mandíbula inferior que se extendía hacia afuera, mostrando unos dientes que destacaban entre la piel renegrida. No observado por los demás, estaba sentado inmóvil como una estatua, con la mirada fija hacia delante. Jennings se maldijo por haber cargado película en blanco y negro, ya que los ojos amarillentos habrían dado a la escena el toque perfecto de misterio. Dio mayor abertura para que se vieran de un blanco puro y luego, haciendo lo mismo, enfocó al niño.

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