Johanna se aventuró a echar un vistazo, pero le entró vértigo y prefirió contemplar la lejanía.
—En el siglo IX —prosiguió Francois, depositando un beso sobre los cabellos de Johanna—, el rey de Francia concedió el Monte a los bretones. Pero la paz bretona no duró, pues en aquellos tiempos turbulentos un nuevo peligro procedente del mar amenazaba la región: las hordas bárbaras de vikingos llegaron por el norte en sus extraños drakkars y el rey de Francia tuvo que entregar a un pirata escandinavo llamado Rollón un territorio que se convirtió en…
—¡Normandía! —intervino Johanna.
—Sí. La continuación ya la conoces: en 933, los vikingos dirigieron sus tropas contra los bretones y los derrotaron de forma espectacular. El rey de Francia tuvo que ceder la región de Cotentin a Guillermo Larga Espada, hijo de Rollón, y así fue como Mont-Saint-Michel, para disgusto de los bretones, pasó a ser normando. La frontera entre los dos territorios vecinos y, no obstante, enemigos…, enemigos, además, durante siglos…, se encuentra ante tus ojos…, bueno, cuando la marea está baja. Es el río Couesnon, que fluye al pie de esta insigne peña y que sigue constituyendo la línea de demarcación entre Bretaña y Normandía. Los vikingos, piratas bárbaros y sanguinarios, se convirtieron al cristianismo y se transformaron en señores normandos. Los duques concedieron sus favores a los clérigos de Mont-Saint-Michel en forma de donativos de dinero, tierras y pueblos.
—Pero los canónigos instalados en el Monte desde el siglo VIII eran bretones, ¿no? —preguntó Johanna.
—Exacto. Además, el duque de Normandía Ricardo I, llamado con justicia Ricardo sin Miedo, no tardó en recelar de la lealtad de esos canónigos bretones, cuyas costumbres bastante «relajadas», según las leyendas normandas, los hacían más inclinados a compartir ágapes con los habitantes del Monte que a rendir culto devoto a san Miguel.
»Por eso, Ricardo, con el consentimiento del Papa, expulsó violentamente a los canónigos del Monte en 966 y confió el lugar sagrado a doce monjes benedictinos pertenecientes a abadías normandas. Y así fue como empezó la leyenda dorada de Mont-Saint-Michel, construida durante siglos por los benedictinos, que no cesaron de incrementar la fama de este lugar y construyeron esta inmensa abadía, la más rica de la región, importante lugar de culto y de peregrinaje en toda la cristiandad occidental.
Al oír estas palabras, Johanna, con su veraniego vestido de tirantes, no pudo contener un escalofrío pese a que la melena le cubría los hombros.
—Estás temblando —dijo Francois, preocupado—. ¿Es porque he hablado de los benedictinos sin hacer referencia a tu querido Hugo de Semur y a Cluny?
Johanna volvió la cabeza hacia el otro lado con semblante serio y la mirada perdida en la caída de la tarde.
—Perdona, no quería ofenderte —murmuró él—. Toma, ponte esto —añadió, envolviéndola en su chaqueta—. Ese vestido es precioso, pero demasiado ligero para el aire marino. ¿Qué te pasa? ¿No te encuentras bien?
—No, no mucho… Tu relato era apasionante, pero no he comido nada desde esta mañana y estoy a punto de marearme —contestó la joven—. Vamos a cenar.
Los esperaba una mesa en una terraza apartada de la multitud, con una vista impresionante sobre la oscura bahía. Johanna fue al lavabo y al volver se dejó caer en la silla. Estaba muy pálida.
—Vamos a pedir enseguida —dijo Francois—. Tienes toda la pinta de estar hipoglucémica. Normal —añadió, acariciándole el muslo desnudo—. ¡Tienes tan pocas reservas!
Unos instantes después, la joven, con la parte inferior del rostro oculta por un ramillete de langostinos que coronaba una enorme fuente de marisco medio vacía, estaba concentrada en la carne firme de un buey de mar, y su acompañante en la de una ostra de Canéale doble 0.
—¿Me pones un poco más de vino, por favor? —pidió ella.
—Con mucho gusto. Oye, Johanna, hace casi dos años que nos conocemos, pronto hará uno que estamos juntos, y nunca te he visto en un estado semejante. Tú, siempre tan fuerte, tan enérgica, te has quedado sin habla, pálida, estás en otra parte cuando hacemos el amor, te cuesta andar, bebes más que de costumbre… ¿No estás contenta de verme? ¿Tienes algo que decirme? Si es así…
Johanna dejó de masticar y levantó la cabeza para mirarlo directamente a los ojos.
—No tiene nada que ver contigo —dijo.
—Entonces, ¿con quién tiene que ver? —preguntó él, sonrojándose—. ¿Se trata de tu trabajo? ¿O es que… has conocido a otro?
Ella no pudo reprimir una sonrisa indulgente, aunque la escondió tras la copa de vino de Sancerre. Francois, angustiado, esperaba una explicación. A Johanna le pareció conmovedor, como un cachorro perdido.
—Sí, conocí a alguien hace mucho tiempo, precisamente aquí, y ese encuentro cambió mi vida.
Francois, aliviado y confundido, se puso a toser.
—Cuéntamelo —dijo, cogiéndole la mano por encima de la mesa.
Johanna dudó, pero, ante la mirada ávida de su amante, acabó cediendo.
—Es una historia demencial. Nunca se la he contado a nadie… —dijo, ruborizándose—. En fin, allá va. Érase una vez, cuando tenía siete años…, bueno, iba a cumplirlos el 15 de agosto. Mis padres y yo estábamos de vacaciones en Agon-Cou-tainville, en Cotentin, donde habíamos alquilado una casita encantadora. Acostumbrados al Drôme y el mistral, era un cambio total. Resumiendo, mi madre, como buena beata, le propone a mi padre que el 15 de agosto vayamos a misa a Mont-Saint-Michel. Por si has olvidado el santoral, te recuerdo que ese día se celebra la Asunción, la subida de la Virgen María al cielo. También es mi cumpleaños, y una fecha dolorosa para mis padres y para mí, porque es también el cumpleaños de Pierre, mi hermano gemelo, que murió de muerte súbita a los tres meses… Sí, ya sé que nunca te había hablado de él, pero es que no lo hago nunca; no guardo ningún recuerdo, como es lógico. Bien, pues aquí nos tienes a los tres, en Mont-Saint-Michel. Era la primera vez que veníamos y, como los miles de turistas que lo abarrotaban, estábamos muy impresionados por la belleza del paraje. Allí arriba, en la iglesia, a pesar de la muchedumbre, reinaba una atmósfera muy extraña. La misa mayor, el frescor de los muros, el incienso, el peso del pasado, el fervor de los cantos de los peregrinos que llegaban por los arenales, como si el tiempo se hubiera detenido… Con decirte que no teníamos ningunas ganas de volver a Coutainville…
—Sí, la magia de las piedras antiguas —resumió Francois, sorprendido al enterarse de que Johanna había tenido un hermano gemelo.
—Claro… La cuestión es que, cuando hubo acabado la misa, mientras mi madre se recogía en una pequeña capilla del coro para rezar pensando en mi hermano, mi padre y yo bajamos al pueblo a buscar alojamiento en un hotel que no fuera muy caro para pasar la noche. Me acuerdo hasta de que mi padre me compró un enorme pirulí rojo con la forma de Saint-Michel. Encontramos una habitación… —Johanna se sirvió un poco de vino antes de proseguir—. Me costó mucho dormirme. Tenía mucho calor; me ahogaba bajo el edredón rosa. Acabé por conciliar el sueño… y vi… —Johanna miraba a su alrededor como un animal asustado—. Vi… un lugar de piedra estrecho y lleno de cuerdas, sin duda alguna un campanario… Un monje estaba inmóvil al borde de la honda y oscura abertura; después caía… De repente, su caída se detuvo al tiempo que se oía un ruido seco de huesos al partirse. Yo, que estaba abajo, avancé hacia el campanario… El viento silbaba, estaba oscuro, pero podía oír el chapaleteo de las olas… Estaba al borde de una abadía que daba al mar, quizá la de Mont-Saint-Michel o quizá no, no era como ahora… Lo que sé es que allí arriba, frente a mí, colgaba el cadáver del desdichado monje, balanceándose en el aire como una marioneta; no le veía la cara, solo el sayal sujeto por una larga cuerda que oscilaba contra el campanario. Un ahorcado, sí, un ahorcado… Bajé los ojos, horrorizada, y de pronto estaba en otro sitio, en un lugar desconocido, una capilla sin luz, con piedras vistas. Bóvedas de piedras oscuras.
»Un gran cirio ardía en un altar situado bajo un arco… Arriba, los peldaños de una escalera interminable… De espaldas, un monje vestido igual que el cadáver subía lentamente, y de golpe se volvió hacia mí.
Johanna cerró un instante los ojos. Francois estaba pendiente de sus labios.
—Entonces me di cuenta de que era…, de que no tenía cabeza…, dentro de la capucha levantada del hábito había un agujero negro… Levantó los brazos, juntó las manos en señal de plegaria y… y una voz grave, solemne, cavernosa, dijo pronunciando cada sílaba como si fuera una sentencia del Juicio Final:
Ad accedendum ad caelum, terram fodere opportet
… Las piedras de la capilla devolvían el eco de esas insólitas palabras…
Francois comprendió el significado de la frase, pero se abstuvo de intervenir. Johanna suspiró. Fue un suspiro liberador.
—Por la mañana, llovía. Las gotas de agua dibujaban barrotes en los cristales. La bahía estaba gris y brumosa. No dije nada. Papá pagó y regresamos a Coutainville. Me apresuré a anotar la frase en un cuaderno, fonéticamente, sin comprenderla. No conocía esa lengua. Pensaba que era la de los brujos de los sueños. Tres años después, a mi padre le concedieron el traslado y nos mudamos a Seine-et-Marne. Mamá no soportaba el Drôme; el mistral le producía migrañas. Me encontré en sexto en un colegio de alto copete de Fontainebleau. Había clases de latín. Por la entonación, reconocí la lengua del brujo de mi pesadilla, la lengua de la frase misteriosa, que llamaban «lengua muerta». No pude reprimirme y, después de clase, le enseñé el cuaderno al profesor y le dije que había oído esa frase durante una misa, en un monasterio. Él sonrió al ver mis errores de transcripción, la leyó en voz alta, sus ojos se iluminaron y corrigió mis faltas antes de decir que era «muy bonito y una gran verdad, una lección de vida», y que debería seguir con el latín.
Ad accedendum ad caelum, terram fodere opportet
: «Para acceder al cielo hay que excavar la tierra».
—Y te hiciste arqueóloga —murmuró Francois.
—Sí —contestó ella en voz baja—. Sé que… no es una casualidad. Me paso la vida excavando la tierra, pero nunca he vuelto a ver al monje decapitado, y tampoco había vuelto a Mont-Saint-Michel… hasta hoy.
Con lágrimas en los ojos y la boca seca, vació su copa de un trago.
—¡Bueno! —dijo Francois, emocionado—. Decididamente, Johanna, nunca dejarás de asombrarme. ¡Yo que pensaba darte una sorpresa inolvidable trayéndote aquí! Realmente eres una persona singular… a la que ahora comprendo mejor. Johanna, brillante medievalista, especialista en arte románico, arqueóloga, consagrada a excavar Cluny…
—¿Y qué? —lo cortó la joven con agresividad.
—¿Y qué? ¡Persigues un sueño infantil! Tu magnífica vocación de arqueóloga, tu pasión devoradora y exclusiva es fruto de un sueño, de una pesadilla de niña magnificada por tu imaginación y, sobre todo, por la culpabilidad reprimida resultante de la muerte de tu hermano gemelo.
El cuerpo de Johanna se quedó rígido. Su semblante se tornó rojo de ira, y su voz, cortante como una navaja.
—Ahórrame tu psicoanálisis de andar por casa. Mal que te pese, siempre he tenido la sensación de que ese sueño expresaba algo real, tan real que todavía me hace estremecer, como si hubiera presenciado el drama de un pasado lejano…, un drama tan poderoso que era preciso que resurgiera, mucho más tarde, en los sueños de una niña. Aunque, quién sabe…, puede que a lo largo de los siglos otros hayan tenido ese sueño… ¿Acaso las piedras no tienen memoria?
Negro, pesado, opaco, recortado en la pared: a través de las ventanas cimbradas de ladrillos planos, el cielo tiene la forma de un sayal. Mortificado por las fuerzas invisibles, el silencio es golpeado por el viento y las olas, cuyo violento azote arremete contra la montaña. Las olas rompen abajo, pero arriba el eco de sus tentativas de abordaje se une al potente soplo que fustiga la iglesia.
—
Michael archangele… gloriam predicamus in tenis…
De una columna de monjes del color de la noche, se eleva el canto luminoso, vibrante como la llama de los cirios que arden sobre el altar.
—
eius precibus adiuvemur in caelis
…
Sorda a las impetuosas ráfagas que penetran por las aberturas de la muralla, una segunda columna de benedictinos, paralela a la primera, responde sin romper la armonía. Durante dos largas horas, de pie en medio de las tinieblas, frente al coro, el ejército negro vela, salmodia, oponiendo la lengua del espíritu al estruendo de los elementos terrestres, escudo de oración vinculado con el mundo de los ángeles celestiales. El rezo del padre hebdomadario marca el final del oficio de vigilias. De dos en dos, los monjes se inclinan ante un anciano menudo, de ojos azules, que bendice a sus hijos antes de que salgan lenta y ordenadamente de la iglesia abacial. En el exterior, las columnas mudas se suben la capucha y se funden en la vehemente oscuridad. Las bofetadas de la borrasca no alteran su marcha, guiada por una vacilante linterna. Edificios de madera o de piedra rodean la iglesia, como un cinturón protector en forma de herradura. Los guardianes del templo entran en el dormitorio, espacio húmedo dividido en celdas mediante cortinas. Cada servidor del Arcángel se dirige a su jergón, una estera cubierta con un cobertor de sarga y una almohada de paja, que será también su sudario cuando la hora preciosa llegue.
Después de desprenderse del cuchillo, la tablilla de madera embadurnada de cera y el estilete que llevan colgando de la cintura, los monjes se quitan el escapulario negro con capucha y se acuestan con el hábito.
Esa noche de principios de otoño todavía no hace un frío penetrante. Sin embargo, en ese lugar apartado del ducado de Normandía, mucho más que a la nieve, bastante escasa, mucho más que al frío, al que uno se acostumbra, a lo que los hombres temen es al mar, el mar brutal que aísla la montaña del universo de los vivos, se alía con el soplo del Maligno para partir los barcos o hacer que se extravíen en las brumas insondables, para sorprender a los peregrinos, ahogarlos entre sus brazos o engullirlos en sus zigzagueantes entrañas de arena…, el mar, cuyas exhalaciones salobres corroen el corazón de clérigos y laicos, volviéndolos proclives al peor de los pecados: la acidia, la desesperanza. Mientras los hermanos reanudan el sueño interrumpido por el oficio de vigilias, uno de ellos permanece alerta: en el centro del dormitorio, el
significator horarum
, centinela del tiempo que pasa, acaba de encender la tercera vela de la noche, la última. Cuando esta haya muerto, también lo habrán hecho las tinieblas, y lugareños, campesinos y señores podrán despertar a la vida y recuperar su puesto en el orden del mundo. La última bujía arde y su resplandor se difunde suavemente en el silencio humano y la cólera de la naturaleza. Cuando está medio consumida, el maestro de las horas se dirige hacia una campana, en una esquina de la estancia, y la hace sonar. Entonces el ejército se levanta de un salto, se pone la cogulla y emprende de nuevo la marcha hacia la iglesia abacial. Vuelven a formarse las columnas e inmediatamente se eleva el canto de laudes para conjurar el viento. A medida que suenan salmos y antífonas, el cielo se aclara y empieza a perder su negrura mate.