La promesa del ángel (4 page)

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Authors: Frédéric Lenoir & Violette Cabesos

Tags: #Histórico

BOOK: La promesa del ángel
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Un ligero velo lo tiñe de gris tan furtivamente como, sobre el altar, la llama devora el cuerpo de la vela. Los gruesos muros, piedras macizas con junturas de cal y de arena de duna, destacan en la oscuridad, y las dos filas negras se recortan sobre los muros. El ceremonial de laudes prosigue. El
significator horarum
recoge el último suspiro de la tercera vela: la aurora está allí, gris, sin astro, pero indudable. La lucha entre las dos fuerzas ha terminado y la misión de los frailes ha sido cumplida. El mundo de abajo todavía dormita, pero en la linde del cielo y la tierra ellos han velado por el alma de los durmientes, perdida en las doce horas de la noche invadida por demonios. Los monjes regresan al dormitorio y se adormecen hasta la hora prima, cuando asoma el sol victorioso y todos, laicos y religiosos, se levantan para vivir al amparo del símbolo puro de la luz divina. En las chozas, los lugareños emergen, desnudos, del único lecho familiar, y cada uno se santigua tres veces antes de rezar una oración. Mientras arriba los monjes se ponen el escapulario y se atan cuchillo y estuche de escritura al cinturón, los campesinos se ponen camisa, calzones, caperuza, calzas y sayo, y se ciñen este con una correa.

Después, todos proceden al lavado de manos y cara. Abajo están ingiriendo ruidosamente tocino, sopa y pan, acompañados de ajo, mostaza y vino normando, cuando los monjes vuelven en silencio a la iglesia para celebrar el oficio de prima, seguido de la misa de la mañana. Ellos no romperán el ayuno hasta mediodía, en la hora sexta, cuando el sol esté en su cénit.

A la salida de la misa matutina, uno de los clérigos se cubre con la capucha negra sus finos rasgos de hombre de veintinueve años. Cruza apresuradamente la puerta del monasterio y la empalizada de madera que hizo levantar Ricardo I cuando llegaron los benedictinos. Con las morenas cejas fruncidas, baja a paso marcial hacia el pueblo, que se reduce a unas pocas casuchas de paredes de esquisto, techo de cañas y papel aceitado a guisa de cristales. Echa una mirada al sol, que poco a poco disipa los bancos de niebla, y acelera más la marcha por el sendero cenagoso. Escrutando el mar con una sombra de inquietud, responde distraídamente al saludo que le dirigen en voz baja los montesinos ocupados en traer agua de la fuente, alimentar a las gallinas y las ocas o labrar su huerto en pendiente, donde crecen leguminosas, esencialmente habas, coles y guisantes.

Fray Román llega por fin a la orilla, donde lo esperan un barquito de vela y un pescador de la bahía. En cuanto el monje embarca, se adentran en el mar a favor del viento. La mirada de Román se pierde en las olas, del mismo gris antracita que sus ojos. Pese a su juventud, los delgados labios, la nariz aquilina y la frente alta le confieren un aire grave. La palidez de su piel y la finura de sus largas manos de intelectual delatan sus orígenes aristocráticos, corrientes entre los sacerdotes de todos los monasterios. A la hora del oficio de tercia, la embarcación llega a Granville y se dirige hacia el oeste.

Román se arrodilla al fondo de la barca y reza en silencio, tal como establece la regla de san Benito. Poco después se avista tierra; en realidad, una sucesión de pequeños terrenos barridos por la borrasca, algunos de los cuales, sumergidos bajo las aguas vivas, solo existen con la marea baja y las aguas muertas. El barco atraca en la isla más grande. Román hace una seña al pescador y se aleja por el desierto rocoso. Ninguna vivienda. Playas arenosas alternan con abruptos acantilados, y por doquier emergen riscos grises y desnudos, sembrados al azar por la mano de un gigante, como piedras sin camino, roídas por el hálito salado del cielo. El viento sopla con fuerza y Román tiene que sujetar la capucha sobre su cabeza tonsurada. Finalmente desemboca en un espacio extraño, anfiteatro romano cuyo público debía de ser un antiguo coloso: sobre los enormes escalones, unos hombres han realizado muescas siguiendo el lecho de la roca. Cuñas de madera blanca, encajadas en la masa y empapadas de agua, se hinchan y rompen el granito en hojas que unos picapedreros cortan en la propia cantera. Nada más ver a Román, maese Jehan sale de la fosa. Fray Román acompaña al maestro cantero por la impresionante excavación. Con ayuda de unos pergaminos —los planos trazados por Pedro de Nevers, monje de Cluny y constructor de la nueva iglesia abacial—, examina la calidad del material y el tamaño de los bloques.

Román tenía catorce años cuando conoció al célebre monje borgoñón, que había ido a Baviera para erigir la catedral de Bamberg. Amigo de su padre, Sigfrido de Marburgo, un gran señor local, Pedro de Nevers fue alojado en el castillo familiar. Román, cuyo nombre de pila era Juan, tuvo tres años para conocer al sabio y se apasionó por su arte: lo acompañaba a la obra, y se inició en la aritmética y en el estudio de los materiales, fascinado por el nacimiento y el desarrollo, apenas trasladados al papel, de trazos contenidos en el secreto de la mente de Pedro de Nevers. Sin embargo, dado que era el segundo hijo, el que se entrega a Dios, Juan de Marburgo tuvo que separarse de sus allegados y renunciar a sus ambiciones de constructor para efectuar el noviciado y estudios de teología en el monasterio benedictino de Colonia. Tenía entonces diecisiete años. Justo después de la ordenación de Juan, que en la vida religiosa había adoptado el nombre de fray Román, Pedro de Nevers escribió a su padre abad proponiendo tomar al joven fraile como ayudante y enseñarle su extraordinario oficio. Con la bendición del reverendo padre Romualdo, cabeza de la orden, Román acompañó a su maestro por toda Europa.

Corría el año 1017 cuando, mientras se encontraban en Italia, el abad de Mont-Saint-Michel llamó al ilustre constructor para encargarle el proyecto y la edificación de la futura abadía. El religioso, rodeado de sus monjes más eruditos, estableció un ambicioso pliego de condiciones a Pedro de Nevers, quien trabajó durante cinco años transcribiendo en conceptos arquitectónicos las formas y los símbolos deseados por el promotor. Román, principal colaborador de Pedro de Nevers, estudió mucho durante ese período y perfeccionó su aprendizaje. Fue secundado por fray Bernardo, un monje de edad madura que iluminaba los manuscritos de la abadía. Una vez terminados los planos, Pedro de Nevers dejó a su fiel ayudante en el Monte para que supervisara los trabajos y él se marchó a Cluny, su monasterio de origen, donde por fin se iba a terminar la construcción de la iglesia de San Pedro el Viejo —comenzada en 955 y posteriormente interrumpida—, que su gran amigo Odilón, padre abad, le había encargado y en la que trabajaba desde hacía dieciséis años.

En el Monte, antes de que se inicie la obra que durará varias décadas, Román debe revisar muchas cosas, sobre todo el granito de las islas Chausey. El cantero es el artesano más importante de la obra, por lo que es imprescindible que Román pueda contar con maese Jehan. Afortunadamente, este último es un hombre de fiar, que está al frente de una logia de oficiales cuya fama traspasa las fronteras de Normandía y de Bretaña. El maestro sabe leer y escribir perfectamente, así como expresarse en latín, de modo que comprende las notas y los dibujos del constructor. La piedra es de excelente calidad; el archipiélago, contrariamente al Monte, cuenta con reservas inagotables; y la talla efectuada en unos bloques por la cuadrilla de maese Jehan se corresponde con lo que Pedro de Nevers deseaba. El obstáculo principal es el transporte de los sillares a Mont-Saint-Michel. Una vez más, el mar inconstante pero hercúleo ayudará a los hombres, siempre y cuando permanezcan atentos a los flujos y las tempestades. Aprovechando las aguas vivas, unos pontones de madera llevarán las piedras labradas en Chausey a la montaña del Arcángel. Mientras fray Román y maese Jehan se ocupan de los detalles, la altura del sol indica la hora sexta. Los oficiales dejan sus útiles de trabajo y sacan del morral cuchillos, hogazas de pan negro, huevos, tocino, cuartos de queso y botas de vino.

Fray Román, fiel a la regla de san Benito, que prohíbe a los monjes comer fuera del convento cuando se ausentan de él un día entero, guarda abstinencia. Deja a maese Jehan y sus canteros para reunirse con el pescador que lo conducirá a una tierra más hospitalaria, siguiendo el camino que recorrerán las piedras. A la hora del oficio de nona, llegan al pequeño puerto de Genêts. Allí, las aguas muertas se deshilachan en senderos líquidos y sinuosos. Muy cerca, entre los montes Dol y Tombelame, se alza la silueta de la montaña sagrada, de cima redondeada y laderas casi lisas, como el monte Ararat, donde acostó el arca de Noé.

«Muy pronto verá la luz allá arriba otra Arca y riadas de fervientes peregrinos acudirán en busca de la salvación», piensa fray Román. La llegada de un villano a pie, tirando de las riendas de un caballo, atrae la mirada del monje constructor.

—Maestro —dice el campesino en lengua vulgar—, vuestra montura.

En el año 966, el duque Ricardo I dejó en manos de los benedictinos no solo el Monte y los territorios circundantes, sino también a los habitantes de dichas concesiones, sobre los que el padre abad detenta una autoridad espiritual y temporal. Los vasallos no se quejan de su señor eclesiástico, que les permite cultivar tierras fértiles y criar corderos y cerdos, lo que garantiza su subsistencia a la vez que la opulencia de la abadía. Fray Román le hace una seña con la cabeza al aldeano y monta a lomos del caballo, que echa a galopar hacia el bosque. Excelente jinete, atraviesa veloz un claro donde unos cerdos voraces engullen bellotas y hayucos.

Siempre que galopa por ese lugar se acuerda del bosque bávaro, de las partidas de caza con su padre, siguiendo el rastro de los animales o utilizando aves de presa, halcones o gavilanes, privilegio de los señores. Se acuerda de Otón, el halcón que crió y adiestró, y que al ingresar en el monasterio regaló, emocionado, a su hermano mayor. Los monjes no cazan, salvo demonios. Cuando piensa en su vida pasada, no siente ninguna nostalgia, ningún pesar. Su fervor auténtico aumenta de día en día, tanto más cuanto que ha encontrado el terreno de expresión de esa fe: la arquitectura. Román esboza una sonrisa al ver a maese Roger, el carpintero de armar de la futura iglesia abacial. Este jayán de cuarenta y cinco años, de cabellos largos, tez curtida por el aire libre, musculoso, aunque no desprovisto de inteligencia e instrucción, suscita siempre en el joven monje un sentimiento de franca amistad. La razón es que maese Roger presenta una curiosa característica: tiene los mismos ojos que Enrique, el hermano mayor de Román, príncipe de aspecto refinado pero muy viril, unos ojos inmensos, de un gris poco común, claro con pintas verdes que parecen dibujadas por un gran pintor. Cuando Román mira a maese Roger a los ojos, por un instante cree estar dirigiéndose a su hermano; luego se percata de la barba poblada y rubia del carpintero, de sus anchas espaldas, de su voz potente, y se divierte imaginando que se trata de una broma de Enrique y que al cabo de un momento este aparecerá con su traje de caballero. A los monjes no les está permitido escribir a sus allegados ni recibir directamente correo; al entrar a formar parte de la familia de Dios, los hermanos rompen con su familia de sangre. Así pues, Román no ha visto ni a su hermano ni al resto de su clan desde hace doce años. El artesano es un vínculo con su infancia, y ese vínculo fortuito, al que el carpintero es ajeno, aporta una pizca de alegría al corazón del joven fraile.

—Buen día tengáis, fray Román —saluda maese Roger.

Alrededor del maestro, unos oficiales leñadores abaten a hachazos robles y castaños —el roble es resistente y el castaño aleja el rayo— en una zona del bosque explotada exclusivamente para las necesidades del monasterio. A cierta distancia, bajo unos tejadillos, se secan indefinidamente montañas de troncos descortezados, cortados en invierno durante la luna menguante y tallados, que han permanecido sumergidos un año entero para vaciarlos de salvia y sal y evitar así que se pudran. Román desmonta y ata el caballo a un árbol. Con semblante amable, se acerca al carpintero.

—Os saludo, maese Roger —dice, abrazándolo, con los ojos clavados en los del artesano—. ¿Cómo estáis, vos y los vuestros?

—Muy bien, aparte de la pequeña Brígida, la cuarta de mis hijas, de apenas diez años… Desde hace dos días está muy alicaída y es incapaz de comer ni una cucharada de sopa. ¡Lo echa todo por la boca!

—¿Habéis pedido que la vea el médico? —pregunta Román, visiblemente apenado por la noticia.

—Vino ayer, justo antes de completas —responde maese Roger retorciéndose las manos—. La sangró, pero anoche volvió a vomitar la sopa, y esta mañana también. No le quedan fuerzas, está cada vez más débil…

El artesano se queda callado, pero sus ojos parecen indicar que desea añadir algo. Acostumbrado al lenguaje del silencio, Román espera sin decir nada. Su mirada expresa confianza.

—Yo…, yo no sé qué hacer —prosigue maese Roger—, pero mi mujer dice que, si esta noche Brígida sigue enferma, irá a buscar a la curandera de Beauvoir…

Maese Roger se interrumpe de nuevo. Permanece atento a la reacción de Román, que, como monje erudito, se supone que ve con desconfianza de cristiano y de sabio a los ensalmadores y curanderos de toda índole. Román comprende el temor de maese Roger y no hace ningún comentario. Su mirada continúa siendo dulce y alentadora.

—Sé muy bien lo que pensáis —se aventura a decir el carpintero—. Algunos dicen que comercia con el Maligno, pero en el pueblo la conocen, es una buena cristiana, y curó con sus hierbas al pequeño Andelmo cuando el médico no le daba dos días de vida, el niño tenía fiebre y ella lo salvó, y también le curó la pierna al viejo Herold, que no podía andar y…

En ese momento, Román se da cuenta de que ha llegado el momento de intervenir.

—He oído hablar, como todo el mundo en el monasterio, de lo que hace esa mujer —dijo, cortando a maese Roger—. El Maligno no cura los cuerpos dolientes, se apodera de las almas. Si ella trata las carnes de los enfermos sin que su espíritu se vea afectado por humores sospechosos, no se me ocurre ninguna razón para no reclamar su presencia junto a la cabecera de vuestra hija.

Tranquilizado por las palabras del religioso, maese Roger sonríe.

—De todas formas —añade Román—, no olvidéis que la oración es el mejor remedio y Cristo el más grande de los sanadores. Encomendaré a Brígida a Nuestro Señor…

—Gracias, fray Román, ¡ojalá os escuche!

—Él escucha todas las plegarias, maese Roger, y dispone del destino de los hombres.

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