La promesa del ángel (8 page)

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Authors: Frédéric Lenoir & Violette Cabesos

Tags: #Histórico

BOOK: La promesa del ángel
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—¿Qué pasa? —preguntó él en un tono cansado.

—¡Nada, tranquilo! —respondió ella irónicamente—. No pasa absolutamente nada, aparte de que quiero volver a mi casa.

—Ya, ¿y qué más? —exclamó Francois, reteniéndola del brazo—. Hemos estado un mes sin vernos, ¿y vas a dejarme plantado aquí para ir a hacer no sé qué a París?

—Francois —repuso ella, suspirando—, estoy agotada, no tengo fuerzas para discutir contigo… O volvemos juntos o separados, pero no tengo ningunas ganas de darle vueltas al asunto durante horas. Siento mucho actuar así, créeme, tienes razón en estar molesto, pero esto no tiene nada que ver contigo y no puedo hacer otra cosa.

Él guardó silencio unos instantes, pensativo.

—Tengo una idea —acabó por proponer, sonriendo, aunque sabía que su compañera se mantendría inflexible—. ¿Y si termináramos de pasar el fin de semana juntos en otro sitio? ¿Qué te parecería una velada romántica en Saint-Malo o en Honfleur, y un paseo en barco mañana?

—Lo siento, Francois —confesó ella, sinceramente apenada por no poder complacerlo—, pero incluso en Honfleur o en cualquier otro sitio sería una pésima compañía esta noche. Lo que necesito es estar sola en mi casa, absolutamente sola.

A las doce y cuarto, salían de Mont-Saint-Michel en el coche de Francois. Johanna no se volvió para ver el mágico paisaje. El trayecto se desarrolló en un silencio sepulcral. Francois se sentía molesto, incómodo; Johanna pensaba. A media tarde de ese sábado soleado, el coche tomó, desde el bulevar de Port-Royal, la calle Henri-Barbusse, a unos pasos del jardín de Luxemburgo, y se detuvo delante de un viejo inmueble. Francois apagó el motor y se desabrochó el cinturón de seguridad.

—¿No quieres que suba un momento contigo? —murmuró—. Para hablar —consideró oportuno precisar.

—No, Francois —dijo ella—, preferiría que no… Gracias por haber estado aquí. No te preocupes, ahora todo irá bien.

Su rostro, en efecto, parecía respirar de nuevo, sus facciones estaban un poco más relajadas.

—Johanna —dijo él, abrazándola—, si no te encuentras bien, llámame y vendré enseguida.

—Eres un ángel, Francois, pero estoy bien, te lo prometo.

El miró los ojos de la joven. Ese azul celeste… Observó un destello ínfimo y comprendió.

—¡Es el miedo! —exclamó—. ¡El miedo ante la muerte!

Ella se estremeció y apartó la mirada. Cogió su bolsa y abrió la puerta del coche.

—¿Qué muerte, Francois? ¿De qué hablas? Vamos, no empieces tú también, si no, me voy directamente al psiquiátrico. Bueno, me voy, te llamaré.

Cerró la portezuela y le hizo un gesto de despedida. A través del cristal granuloso de la puerta de entrada, él distinguió su silueta negra subiendo la escalera.

Johanna cerró la puerta con llave y corrió las cortinas del salón. El sol le hacía daño. En el dormitorio, entornó las contraventanas de modo que pasara un rayo de luz vertical. Se arrodilló delante de un viejo baúl metálico de color indefinible que hacía las veces de mesilla de noche. Retiró la lámpara y los numerosos libros, periódicos y publicaciones de arqueología que había apilados anárquicamente encima. Después lo abrió. Sacó cartas, cajas llenas de fotos de adolescencia en las que era una chica alta, flaca y desgarbada, una colección completa de una revista de historia, algunos regalos de antiguos pretendientes, la petaca heredada de su abuelo, unas piedras esculpidas, viejas gafas graduadas, un ejemplar ilustrado de los Cuentos de la Tabla Redonda, flores secas, un estuche de grafología y, por último, un cuadernito con las tapas de un azul amarillento, donde estaba escrito su apellido, su nombre y «nivel elemental segundo curso».

En la primera página aparecía transcrita la frase latina trasladada de su sueño como un fragmento de música, de memoria auditiva, la versión corregida debajo y por último la traducción, añadida tres años más tarde, en negro, abajo de todo de la página, como guardando una respetuosa distancia de la lengua original. Hacía años que no había tenido el cuaderno entre las manos y la locución encontraba ahora su mirada de persona mayor. Johanna se dijo que esas siete palabras habían bastado para despertar su imaginación infantil, orientar sus deseos adolescentes y alimentar su búsqueda adulta. Siete palabras para fecundar una vida. Su vida. ¿Quién era ese hombre sin rostro? ¿Quién las había sembrado?

Ad accedendum ad caelum, terram fodere opportet
.

Capítulo 4

La mujer permanece frente a Román sin decir nada. Su sonrisa se apaga. Desprendiéndose de su miedo inicial, el monje la mira en silencio. De repente, le parece que esa mujer es el otoño. Con una mezcla de turbación y placer, la respiración de Román percibe un suave olor de hojas languidecientes, de bayas maduras, de tierra fértil y de pastos bajo la lluvia. La dama del velo sostiene largo rato la mirada del religioso, y él se zambulle en los ojos de la bucólica hechicera. Son claros, como el alba o el final de un día. Román nota un inexplicable hormigueo en la frente y las mejillas. Un fulminante calor le invade el cuerpo al ver un largo mechón de pelo de la mujer que ha escapado del velo. Súbitamente, ella levanta sus manos enguantadas para ocultar el mechón, baja su mirada verde y huye.

Román está en la capilla de San Martín solo con los difuntos. Lentamente, da media vuelta y se dirige hacia el altar con la linterna en la mano. ¿Quién es esa mujer? Tal vez una lugareña… No, la habría visto alguna vez en el burgo o en el monasterio, y está seguro de no conocerla. Además, un alma del lugar jamás se aventuraría a ir allí después de completas. ¿Una extranjera? No formaba parte del grupo de peregrinos con el que compartieron la cena. Una oveja perdida, en busca de un refugio donde pasar la noche… Pero su aspecto no era el de una vagabunda que recorre los campos, su porte y su aplomo parecían los de la hija de un gran señor. La única certeza es que no se trataba de un fantasma, sino de un ser mortal. Al acercarse al coro, la luz amarilla de la lámpara se funde de nuevo con la de las aulagas que adornan las tumbas.

«Claro, eso es —piensa—, esa jovencita ha venido a traer flores a los difuntos y a recogerse ante el Señor. Yo he interrumpido su oración y seguramente la he asustado tanto como ella a mí. De todas formas, no deja de ser una hora harto singular para rezar.»

Nada más decirse esto, recuerda el motivo de su presencia en ese lugar sagrado: rezar, rezar por la salvación de Pedro de Nevers sin esperar a que sus hermanos despierten. Pensando en su maestro, en el accidente que ha sufrido en Cluny, se arrodilla piadosamente al tiempo que destierra de su espíritu la turbación producida por el misterioso encuentro.

A la mañana siguiente, después del oficio de prima, los treinta sacerdotes, novicios y hermanos laicos se reúnen en uno de los edificios conventuales que bordean la iglesia, provisto de bancos y de un asiento central. El abad Hildeberto se instala en el sillón, con una obra magníficamente encuadernada entre las manos. Ese día, 7 de septiembre, está dedicado a santa Regina, virgen y mártir de Autun. La sesión del capítulo comienza, como de costumbre, con la lectura de un pasaje del Espejo de la perfección, la regla de Benito de Nursia, escrita en el siglo VI.


Constituenda est ergo nobis Dominici scola servitii: in qua institutione nihil asperum, nihil grave nos constituros speramus —dice con convicción el padre abad, sumergido en el manuscrito profusamente iluminado—. Sed et si quid paululum restrictius, dictante aequitatis ratione, propter emendationem vitiorum vel conservationem caritatis processerit, non ilico pavore perterritus, refugias viam salutis, quae non est nisi angusto initio incipienda. Processu vero conversationis et fidei, dilatato corde, inenarrabili dilectionis dulcedine curritur via mandatorum Dei, ut ab ipsius numquam magisterio discidentes, in eius doctrina usque ad mortem in monasterio perseverantes, passionibus Christi per patientam participemur, ut et regno eius mereamur esse consortes. Amen
.

—Amen
—contestan a coro los monjes.

—La santa regla de nuestro padre Benito es una guía en el camino del Señor que hemos escogido, una antorcha en la vía de la realización del Hombre en el amor de Dios —comenta el abad—. Sin embargo, tal como nos recuerda nuestro fundador en este pasaje de la regla, el Altísimo no espera de nosotros que seamos sus esclavos, aplastados bajo el yugo de la ascesis y de la mortificación. No somos siervos de Dios, sino sus fieles servidores, alimentados de su amor, modelos ejemplares de su amor por los hombres de esta tierra; por ello, no olvidéis, hijos míos, que, si bien la vida monástica exige rigor y obediencia, no debe estar exenta de
moderatio
, es decir, de compasión y de benevolencia hacia uno mismo.

Silencio. El abad envuelve a los frailes en una mirada bondadosa y paternal.

—Hijos míos —dice en un tono acorde con la mirada—, san Benito nos ha invitado siempre a celebrar el oficio en presencia de los ángeles y a vivir con ellos, pues refieren a Dios todos nuestros actos. Estamos rodeados de su amor, más que en ningún otro lugar en este, elegido por el vencedor de las fuerzas del Infierno. Fieles a la obra de Auberto, es nuestro deber construirle un pedestal a la altura de su poder, un pedestal digno del preboste del Paraíso y que nadie seguirá atreviéndose a comparar con el del monte Gargano. Hoy quiero anunciaros que las obras comenzarán a primeros de año, después de las festividades pascuales. Recordemos el Libro del Apocalipsis de san Juan: «Uno de los siete ángeles me transportó en espíritu a un monte de gran altura y me mostró la ciudad santa, Jerusalén, que descendía del cielo, de Dios, que tenía la gloria de Dios». Jerusalén dibujaba un cuadrado de longitud y altura iguales. Recordemos también el Libro de los Reyes cuando se describe el templo de Salomón, construido en tres niveles, el último de los cuales contenía el Arca de la Alianza, morada de Dios. Imaginemos, por último, el arca de Noé, que según el Libro del Génesis tenía una longitud de trescientos codos, una anchura de cincuenta codos y «tres pisos divididos en compartimientos».

Con un gesto teatral de saltimbanqui, Hildeberto extrae de su cogulla unos dibujos de Pedro de Nevers y se los muestra a los atónitos monjes. En ese instante, fray Román siente un inmenso orgullo ante la obra de su maestro, a la vez que una sorda inquietud ante la magnitud del proyecto y de sus propias responsabilidades en ausencia del maestro, que tal vez no regrese nunca al Monte.

—Mirad, hijos míos —prosigue el padre abad, deslizando los dedos sobre el pergamino—. La longitud del edificio será igual a la altura de la peña; asimismo, la iglesia será un cuadrado perfecto, de cuatro lados iguales, fiel al número sagrado de la Jerusalén celeste y al mundo perfecto creado por la sabiduría divina: los cuatro vientos, los cuatro Evangelistas, los cuatro horizontes, los cuatro ríos del Paraíso, los cuatro elementos… El conjunto será construido en tres niveles organizados en escalones ascendentes: el nártex de nuestra iglesia será el vestíbulo del templo de Salomón, la nave y el transepto serán el Santo, donde se reunirán los líeles, y el coro será el sanctasanctórum. Los peregrinos subirán desde poniente hacia levante, desde las tinieblas hacia la luz, subían siempre hasta la meta última: el altar de san Miguel Arcángel. La nave central de nuestra iglesia tendrá exactamente las mismas dimensiones que Dios dictó a Noé. En cuanto a los nuevos edificios conventuales, que serán levantados en el flanco norte, a lo largo de la nave de la iglesia, consagrarán antes del fin de los tiempos la última alianza entre Dios y los hombres, una nueva arca de Noé. El nivel inferior del arca era el de los animales; por consiguiente, hijos míos, nosotros construiremos abajo una hospedería para acoger a los rebaños que vengan de todas partes para ser salvados. El nivel intermedio del arca era el de la comida; nosotros haremos ahí el refectorio y el almacén de los alimentos terrenales; el piso superior estaba reservado a la familia de Noé; será, por lo tanto, nuestro dormitorio.

—Padre —interviene fray Drocus—, todo eso colma nuestro corazón, pero ¿no perturbará la desaparición de la iglesia actual los oficios?

—Hijo mío, la vieja iglesia no será derruida hasta dentro de unos años, cuando construyamos la nave de la gran iglesia abacial. Entonces rezaremos en el sanctasanctórum, o en las capillas del transepto, que estarán acabadas, pero hasta que el coro no esté construido, los oficios seguirán celebrándose en la iglesia actual.

Estas obras son un gran trastorno para vuestra alma, transcurrirán decenios antes de que se alce la nueva iglesia y la mayoría de nosotros se habrá reunido con el Señor mucho antes de que esté terminada, pero habrá nacido de nuestro amor a Dios y constituirá un testimonio de ese amor por los siglos de los siglos.

Los frailes callan, conmovidos por las palabras del abad. Hildeberto piensa en las obras y su semblante se torna más grave. Espera hasta que el momento de gracia ha pasado y entonces les dice a sus hijos que, por desgracia, también es portador de una mala noticia. Acto seguido anuncia el accidente del autor de los planos y confía a Pedro de Nevers a la ardiente plegaria de la comunidad. Los monjes se vuelven hacia Román con la mirada teñida de compasión y de esperanza. Su hermano tiene el alma encogida. Pero la vida material vuelve a imponerse, y el capítulo prosigue con una exposición de las cuentas de la abadía hecha por el hermano cillerero, encargado del aprovisionamiento, de la gestión de las tierras y los bosques, y del cobro de los peajes y los tributos. La situación es floreciente, la escasez parece alejada.

—Este año, las ostras son abundantes y de gran tamaño, en especial las de los dominios de Cancale —explica el intendente con expresión satisfecha—. Así pues, el diezmo recibido por el abad por la pesca de marisco es elevado.

En la mente de los monjes, cada moneda se transforma en una piedra para la futura iglesia, y esa mañana las ostras se convierten en arcos de granito.

Tras una nueva pausa, el abad disipa los sueños grandiosos de sus hijos dando paso a la última parte de la reunión: el capítulo de las culpas.


Nunc
… —dice el abad en tono autoritario—
si aliquid sit loquendum, dicite
.

Esta fórmula consagrada es el preludio para la confesión pública de las faltas, es decir, de las infracciones de la regla. En respuesta a las palabras pronunciadas por el abad, un joven monje sacerdote, fray Guillermo, se levanta para ir a prosternarse a los pies de su padre.

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