Román está conmocionado por la noticia. Todos esos años pasados en compañía del gran hombre han transformado a Pedro de Nevers en una especie de padre, con una posición que no es comparable a la del abad, pastor espiritual. Pedro de Nevers se acerca más a un padre de sangre. Si su maestro muriera, Román perdería a su familia por segunda vez.
—A partir de mañana, encomendaré a Pedro de Nevers a las oraciones de toda la comunidad —añade Hildeberto—. Creed, hijo mío, que estoy tan afligido como vos por este triste suceso.
Román, lívido, recoge los planos, se despide de Hildeberto y se retira, dirigiendo mecánicamente sus pasos hacia el dormitorio. Entra en la sala común. Sus hermanos están tendidos, inmóviles y en silencio. El
significator horarum
murmura salmos mirando cómo se consume la primera vela. Román tiene algo mejor que hacer que dormir para ayudar a Pedro de Nevers. Coge una linterna, la enciende y sale a las tinieblas. El viento, el eterno viento ha entablado su combate contra la montaña, las olas han iniciado su inmutable ascenso, y es preciso luchar incesantemente con uno mismo para no ceder al ensañamiento de los elementos. Román rodea prudentemente la iglesia carolingia. A esas horas de la noche no está permitido entrar. Esta prohibición no procede de la regla, sino de una costumbre heredada de los canónigos: cuentan que los que han entrado en la iglesia entre completas y vigilias han sido víctimas de apariciones angélicas o demoníacas, y todos han muerto al hacerse de día. Delante de Román se alza la capilla de San Martín, en la ladera sur de la peña. El monje empuja la puerta. Todo está oscuro en el interior. Levanta la lámpara, que ilumina las tres naves de la capilla, y avanza por la central, con altas ventanas; las laterales son más bajas y con bóveda de cañón. La mampostería, hecha con piedras extraídas de la peña, toscas y arcaicas, es idéntica a la de la iglesia. La capilla es también de la época carolingia, pero, contrariamente a la iglesia, que va a ser destruida, será conservada pese a las futuras transformaciones del emplazamiento. Este santuario es, en realidad, el de los difuntos. Aunque Román no encuentra esa noche ningún rastro de presencia humana viva, sabe que está rodeado de muertos ilustres que yacen bajo las losas del coro: señores bretones muertos en combate, Norgod, el obispo de Avranches que en el año 1007, gracias a un milagro angélico, vio el Monte devorado por las llamas, como el monte Sinaí, y renunció al báculo y a la mitra para terminar sus días como humilde monje benedictino consagrado al Arcángel, y la princesa Judith de Bretaña, esposa de Ricardo II, fallecida poco después de su boda, celebrada en la iglesia carolingia. La voluntad del noble normando de derribar la iglesia de los canónigos, unida a la de Hildeberto de edificar una abadía grandiosa, y su designio común de preservar las sepulturas de la capilla de San Martín explican, pues, que esta haya sido elegida para convertirse en una de las criptas de sostenimiento de la futura iglesia abacial. Pero esa noche la construcción no ocupa los pensamientos de Román. El monje deja la lámpara, enciende las velas del altar y se arrodilla delante de la cruz para implorar a Cristo que salve a Pedro de Nevers.
De pronto, un ligero ruido apenas audible, algo parecido al roce de una tela deslizándose por el suelo, interrumpe su plegaria. Se vuelve, pero no ve nada. Sus ojos inspeccionan el coro de forma maquinal y de repente se agrandan. Las lápidas de las tumbas están adornadas con flores: aulagas recién cortadas, cuyo color dorado es como una extensión de la llama de los cirios. Román, contrariado, se levanta y coge la linterna, con la que barre el espacio que lo rodea. Abre la boca para preguntar si hay alguien, pero retiene las palabras por respeto a la regla. Se prosterna de nuevo y dirige su súplica al Señor. Le parece entonces oír otra vez el ruido sospechoso, en una esquina de una de las naves laterales.
«Ese sonido… Parece un fantasma arrastrándose…», piensa.
¿Es posible que los espíritus nocturnos hayan desertado de la iglesia e invadido la capilla de San Martín? Román se levanta, temblando, empuña la lámpara como si fuera una lanza o un escudo, y se apresura a acercarse al lugar de donde parece provenir el inquietante sonido. El halo amarillento de la vela baña sus facciones. La corona castaña de sus cabellos tonsurados, sombra horizontal, contrasta con la palidez de su piel. Sus ojos, de una tonalidad vespertina, rodeados de largas y delicadas pestañas, miran fijamente. Román avanza, blanco como el papel, preparándose para una visión fantástica y dejando ya su alma en manos del Ángel. Entonces es cuando ve, detrás de una columna, algo más oscuro que el gris de las piedras. Temblando, pero decidido, alarga el brazo que sujeta la linterna y… abre la boca, incapaz de emitir sonido alguno, no por respeto a la regla, sino debido a su estupor. La forma, muda, lo observa. Unos ojos de un verde transparente, almendrados, en un semblante de pureza virginal rodeado por un velo, un cuello blanco, fino, en el que se ven latir las venas, como si el movimiento de su corazón se extendiera por todo el cuerpo.
Un vestido largo, acampanado, de un color imposible, el del bosque, las estaciones, los montes y el tiempo. La mirada esmeralda es muy viva, e ínfimas pecas en la nariz y las mejillas la salpican de destellos dorados. La sangre, elixir de vida, afluye hacia el rostro diáfano, que adquiere una carnación rosada. Ante el mutismo del monje, transformado en estatua, los labios tiemblan como una hoja de otoño durante un breve instante y luego se estiran, las facciones se agrandan, se abren… La joven sonríe.
—¿Que si las piedras tienen memoria? —repitió Francois, apartando un mechón de la cara a Johanna—. Sí, recuerdan a los hombres que con el paso del tiempo los hombres han olvidado. Hablan a quienes saben escucharlas, historiadores, arqueólogos, apasionados como tú…, pero… me cuesta imaginar que una noche las murallas de la abadía de Mont-Saint-Michel te dirigieran un mensaje onírico sobre unos extraños sucesos que nadie menciona en ninguna obra… No digo que tu historia no sea real, es auténtica, tienes razón, pero creo que se trata más bien de un mensaje de tus piedras particulares, de tu tierra íntima, tu inconsciente, si lo prefieres…
—¿Significaría eso que lo que vi es un relato simbólico de mi historia personal y familiar, algo que guarda relación conmigo y no con acontecimientos exteriores?
—A menos que seas la reencarnación de un viejo monje de Mont-Saint-Michel, cosa que no creo ni por un segundo —dijo Francois, sonriendo—, en líneas generales podría ser eso, sí.
Johanna, pensativa, bajó los ojos hacia su copa vacía.
—Para mí es simplemente un recuerdo de infancia, persistente y macabro, pero un recuerdo.
—Johanna, si lo hubiera sabido, te juro que te habría llevado a otro sitio. Lamento muchísimo haber despertado eso…
—Por favor, Francois, no te sientas culpable, ya soy mayorcita. Además, me ha aliviado hablar de esto contigo, en serio… Es como si me hubiera quitado un peso de encima.
Él le cogió la cara entre las manos y le dio un beso en la boca.
—Gracias por tu confianza. Oye, y ahora que has soltado ese lastre, tendrás sitio para un postre, ¿no?
Un rato más tarde, la pareja subía de nuevo la escalera de la abadía para asistir al espectáculo de luz y sonido que se desarrollaba las noches de temporada alta. Pese a no estar totalmente relajada, Johanna estaba dispuesta a dejarse mecer por las palabras de las piedras del monasterio. Esas palabras poseían la fuerza y el esplendor de los siglos. El salitre grisáceo, como gotas de tiempo, corroía las murallas. Junto a las vidrieras, palomas y gaviotas recibían a los visitantes. La poesía obsoleta de un huertecillo gótico emocionó a Johanna: ocho pequeños cuadrados, bordeados de boj cuidadosamente podado, rodeaban plantas de fresas, de tomates verdes, algunas calabazas y ruibarbo maduro. En el centro del huerto, un rosal mezclado con espino blanco parecía surgir de las profundidades del pozo para ir a enmarañarse alrededor de un crucifijo oxidado. Entraron en el vientre de la abadía y Johanna, con los ojos cerrados, reconoció la naturaleza de las piedras por su olor peculiar: granito. Tras sentir un imperceptible estremecimiento, debido al contraste entre la temperatura del exterior y la del interior, abrió los ojos.
—¡Francois, es extraordinario! —exclamó—. ¡Parece que estemos… en Karnak, en Egipto! Y además, esta austeridad…
Estaban rodeados por un bosque de enormes pilastras, que sostenían unas bóvedas tan suntuosas como opresivas.
—¡Seis metros de circunferencia! —dijo él—. La «cripta de las grandes pilastras»…
—Gótico flamígero.
—Exacto —contestó Francois—. Concebida en el siglo XV para sostener el coro flamígero de la iglesia abacial, que está encima, pues el coro románico se había derrumbado en plena guerra de los Cien Años.
—Lástima —dijo Johanna, suspirando—. Sí, me acuerdo del coro gótico de la iglesia, pero no había visto esta cripta. ¡Es espectacular!
—¡Y aún no has visto nada!
Llegaron a una explanada donde destacaba una gran rueda de madera, frente a una abertura por la que se veía el cielo estrellado.
—¡Mira, ahí está el potro! —exclamó alegremente Johanna.
El llamado «potro» era un artilugio que utilizaban los monjes para subir la comida. Varios hombres se metían dentro y, andando, hacían girar una rueda a la que estaba atada una cuerda, la cual se enrollaba e izaba las vituallas.
—El granito para construir la abadía fue transportado gracias a potros como este —explicó Francois.
Al son de una música lúgubre emitida por invisibles altavoces, se adentraron en unos corredores en cuyas paredes se movían sombras chinescas. Francois contó, en tono grave, la historia penitenciaria de la abadía: al terminar la guerra de los Cien Años, el rey de Francia envió al monasterio a sus adversarios políticos, que permanecieron encarcelados allí en unas condiciones terribles.
Durante todo el Antiguo Régimen, el Mont-Saint-Michel fue llamado «la Bastilla de los mares», y los monjes eran los carceleros. La Revolución perpetuó esta «tradición», pero expulsó a los benedictinos y transformó la abadía en una gigantesca prisión estatal que albergó hasta seiscientos presos, entre ellos Barbés, Blanqui y otros. No obstante, lo que iban a ver ahora databa de la Edad Media.
En el siglo XII, durante el apogeo del monasterio benedictino, uno de los padres abades más famosos del Monte, Roberto de Thorigny, decidió reorganizar la abadía, en la cima de su poder; en su calidad de gran señor feudal, hizo construir unos aposentos para su uso personal y una sala de tribunal donde administró justicia sobre sus monjes y sus vasallos —los habitantes del Monte, que le «pertenecían»—, y para castigar a los indisciplinados instituyó «los dos gemelos». Johanna y Francois entraron en una pequeña estancia de bóvedas bajas y suelo de tierra. Dos baldosas de cristal transparente protegían unas estrechas aberturas que se hundían en la roca. Se inclinaron y pudieron contemplar el horror todavía flagrante de los «gemelos»: dos calabozos, con unas cadenas intactas, al fondo del agujero.
—Brrr… Es monstruoso y fascinante a la vez —constató la joven, estrechándose contra su amigo—. Propongo cambiar de ambiente.
Visitaron La Maravilla, obra maestra del arte gótico, formada por vanas salas construidas en el siglo XIII para sustituir los edificios románicos desaparecidos durante un incendio histórico, el de 1204, provocado por los bretones en un intento de recuperar el Monte, en poder de sus enemigos naturales, los normandos. Al no conseguir entrar en la ciudadela, incendiaron el pueblo, y el fuego se propagó hasta la abadía románica.
—¡Es asombroso! —comentó Johanna en medio del imponente refectorio de los monjes, cuyos muros despedían cantos gregorianos—. La distribución del espacio es románica, pero la luz es la de las catedrales góticas. ¡Es una síntesis bellísima!
—Sí —confirmó Francois—. Esta abadía está hecha de desastres y reconstrucciones sorprendentes, y La Maravilla es una alhaja arquitectónica.
La llevó hasta la joya de los edificios que constituyen La Maravilla: el claustro. Alrededor de un gran jardín cuadrado, corría una galería de columnas finas y elegantes con motivos vegetales esculpidos. La vista sobre el mar, en el lado norte, era de un romanticismo delicioso del que disfrutaron largo rato, pegados uno a otro y con la mirada perdida en la bahía infinita, pese a la presencia de otros visitantes. Después de una breve escala en la iglesia abacial, donde Johanna recordó a su madre rezando aquel fatídico 15 de agosto en una de las pequeñas capillas del coro, se dirigieron hacia las majestuosas salas comunes de La Maravilla: «la sala de los caballeros», que en realidad servía de
scriptorium
para los monjes, y «la sala de los visitantes». En esta última, donde uno casi podía ver bueyes enteros asándose en las gigantescas chimeneas y las piruetas de los malabaristas y acróbatas que entretenían a los peregrinos de excepción, como los reyes de Francia, los empleados de Monumentos Nacionales recibían más modestamente a sus visitantes contemporáneos con una taza de hierbas especiadas.
—Evidentemente —dijo Francois, soñador, soplando para enfriar la aromática bebida—, hay que imaginar esta habitación con muebles, lujosos tapices en las paredes, las bóvedas pintadas en ocre y amarillo y ornamentadas con motivos geométricos, las vidrieras rojas y azules y el enlosado rojo y verde, decorado con las armas del rey de Francia y de Blanca de Castilla: flores de lis y castillos castellanos. Como de costumbre, el tiempo ha borrado los colores de la Edad Media… Muchas veces me digo que es una pena que la gente de hoy en día imagine el pasado medieval tal como ha llegado hasta nosotros, gris y desnudo, cuando era todo lo contrario… Y si les explicas que las iglesias eran multicolores, te miran como si fueras un ignorante.
—¡Diantre, mi apuesto príncipe, constato con placer que vuestros pensamientos también os transportan a la Edad Media!
—Sí, mi princesa, pero en mi caso los monjes están rezando de pie en la iglesia, no colgados del campanario, y tienen la cabeza bien sujeta a los hombros.
Johanna le dirigió una mirada más sombría que un sayal.
—Vale, vale… —dijo él, tratando de besarla—. Mira, para que me perdones voy a llevarte al lugar más cautivador y más antiguo de toda la abadía, la morada del Ángel, y después te enseñaré lo que queda de las partes románicas.