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Authors: Frédéric Lenoir & Violette Cabesos

Tags: #Histórico

La promesa del ángel (42 page)

BOOK: La promesa del ángel
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El gascón es un robusto jayán rubio con barba y bigote, que le harían parecer un vikingo de no ser porque los lleva cuidadosamente recortados. Siente una devoción teñida de temor por el viejo abad, cuyas reacciones, a menudo violentas, es imposible prever. El delgado anciano parece enclenque, pero está más robusto que una cepa de vid y tiene una mente tan viva y coriácea como una mala hierba. Sobre todo, es impenetrable y no tolera que nadie intente averiguar lo que piensa, ni siquiera en lo referente a la comunidad, que parece llevar él solo sobre los hombros. Eudes de Fezensac baja la cabeza y se muerde la lengua. ¡Diantre, qué desconfiado y susceptible es ese hombre! ¡No es un crimen preguntar por un difunto cuyo cuerpo es depositado sin motivo en la casa de sus hombres! Sus hombres, sí, porque, a cada cual lo suyo, el abad protege a sus monjes, pero él debe ocuparse de los obreros, que son mucho más numerosos. No puede impedirles hablar, y ¿qué hará si se marchan del Monte por miedo a la enfermedad? Los religiosos no se pondrán a transportar piedras y a preparar el mortero. El constructor levanta la barbilla para contestar a Almodius, pero el abad ya se ha ido.

Refugiado en su celda, Almodius echa chispas: sea cual sea la causa de la muerte de Antelmo, ese fallecimiento amenaza con sembrar la confusión en la montaña, en el momento en que él necesita el apoyo de todos, y sobre todo del duque, para terminar las obras. Extiende los planos de la iglesia abacial sobre la mesa. Al ver los dibujos de Pedro de Nevers, rectificados por la mano de Román en cumplimiento de los deseos de Auberto, no puede evitar una oleada de emoción. El anciano está solo en su celda de abad, la celda en la que Moira fue interrogada hace cuarenta años, la celda donde Hildeberto y Thierry murieron, donde los abades deshonrados vivieron, la celda tan ansiada y que tardó tanto en ser suya. Ese día, las paredes de la cabaña hacen surgir siluetas lejanas, fantasmas dolorosos que él creía domeñados desde hacía tiempo. Acaricia los pergaminos que Bernardo creía fatales pensando que quizá el antiguo constructor tenía razón: todos esos muertos, esa agitación, esas traiciones, esas intrigas…, y ahora el misterio de esa muerte súbita. Coge un poco de agua fresca de un lebrillo de barro y se lo echa sobre la cabeza mientras se dice que está perdiendo el juicio. No, san Miguel vela por él, por todos ellos. La prueba es que ninguno de los abades indignos, ni Aumodio, si Suppo, ni Raúl, disfrutaron del honor y la gracia de acceder al cielo en este lugar bendito. Él espera morir en la montaña sagrada. ¡Todo este tiempo amándola, suspirando, trabajando para que un día su aliento alcance las nubes del Arcángel y su cuerpo la tierra del Monte! Sí, todo lo que ha hecho en su larga existencia era con ese propósito. Ojalá el Señor le conceda la alegría de esa hora tan ansiada, apaciguar su memoria y permitirle continuar sirviéndolo, acabar la Jerusalén celeste… El poderoso Almodius nota los ojos húmedos. Parpadea y se levanta con energía. El cielo lo ayudará a contemporizar con el pasado y a modelar el futuro.

Víspera de la Ascensión. Las indagaciones del prior, Juan de Balbec, entre los peregrinos y la gente del pueblo no ha permitido aclarar la muerte de Antelmo. Fray Marcos sigue siendo la última persona que lo vio vivo. Los sospechosos restos mortales todavía yacen, sin recibir los sacramentos, en un cobertizo de la obra. Eudes de Fezensac ha intentado frenar las murmuraciones de sus hombres, pero estas han sido estimuladas por los interrogatorios del prior y los chismorreos de los monjes. Los rumores se extienden por la montaña, y hablan de suicidio, o de homicidio. Las dos cosas son igual de graves para unas conciencias cristianas, pero las consecuencias para el alma de Antelmo son muy diferentes. En el primer caso, tiene todas las posibilidades de pudrirse en el Infierno, mientras que en el segundo las puertas del cielo se abren ante él. El abad sabe perfectamente que, de todas formas, graves acusaciones pesarán sobre su monasterio. Esa mañana debe decidir la suerte de Antelmo y se halla presa de un dilema interior. A falta de pruebas claras, ¿por qué solución inclinarse, que afecte menos a la reputación de la abadía? Lo menos perjudicial para todos ellos, incluido Antelmo, sería la tesis del accidente.

A Almodius no le parece creíble ni por asomo y sabe que a muy pocos se lo parecerá, pero debe pensar ante todo en la gloria de la casa del Ángel. Ningún crimen puede mancharla. Al finalizar la misa mayor celebrada en la iglesia, ante las miradas llenas de sobreentendidos de los lugareños, de los obreros y de los peregrinos apiñados en el transepto, el abad ha decidido que, oficialmente, el anciano casi inválido había caído entre las cuerdas y que será inhumado como buen cristiano. Los fieles y los monjes salen de la iglesia. Almodius se queda en el coro para recogerse delante del altar mayor. De rodillas, con la cabeza bajada y los ojos cerrados, pide perdón por la mentira que se dispone a hacer pasar por verdad en nombre del Arcángel, cuando una mano le toca la espalda.

—Padre, perdonad que turbe vuestra oración, pero debéis venir enseguida.

Almodius se vuelve, con la mirada tan inflexible y seca como su cuerpo. El prior está frente a él, con el semblante descompuesto.

—Bueno, Juan, ¿qué ocurre?

—Os lo ruego, padre, acompañadme, es importante.

Almodius obedece, con el corazón invadido por un desagradable presentimiento. En el exterior lo esperan dos pescadores de la bahía, padre e hijo, que retuercen, angustiados, sus grandes manos rojas y callosas. El abad se acerca a ellos en silencio.

—Padre —dice el mayor—, pobres de nosotros… ¡el Señor nos ha enviado otra desgracia!

—Ya os lamentaréis más tarde. ¿Qué pasa? —pregunta el abad, impaciente.

—Ha sido esta mañana, hace un rato —responde el hijo, un pelirrojo con los dientes amarillos—. Aprovechando la marea baja, padre y yo estábamos revisando la barca. Hemos oído gritos en la playa, hacia Tombelaine. «Otro peregrino atrapado en las arenas movedizas», ha dicho padre. Hemos ido a socorrer al imprudente, solemos hacerlo, a veces dan una moneda, y no es cuestión de rechazarla.

—Sí, sí, ¿y qué?

—Nos hemos acercado, había mucha gente gritando, llorando, levantando el bastón hacia el cielo… Pero… pero… ¡no eran las arenas movedizas, era el mar, un ahogado, y no era uno de ellos, padre, era uno de los vuestros!

Almodius ha hecho llevar el cadáver directamente a la enfermería.

El ahogado se llama Romualdo y es un anciano de sesenta años, presente en el monasterio desde hace más de cincuenta.

Otro veterano, aunque más joven que Almodius. A él, el abad también lo había conocido bien, ya que fue copista en el
scriptorium
mientras la vista se lo permitió. También él vivía encerrado en la oración y la espera de la muerte. Esta ha llegado esa mañana, pero otro hombre ha precipitado el destino. Esta vez no cabe lugar a dudas: Antelmo y Romualdo no se han quitado la vida, y tampoco se trata de accidentes. Un asesino merodea por la montaña.

Los dos cuerpos han sido lavados por sus hermanos, su cogulla ha sido cosida, su capucha bajada; luego, Almodius los ha hecho trasladar solemnemente a la cripta de San Martín. Reposan juntos, incensados, rociados de agua bendita, con los candelabros rituales junto a la cabeza y los pies. Los monjes los han acompañado todo el día, pero, poco antes de completas de la víspera de la Ascensión, las dos víctimas están solas en el aire oscuro y denso de la cripta de los difuntos: los vivos se encuentran reunidos en la sala capitular improvisada, donde el ambiente es explosivo.

—¡Es obra del Arcángel! —clama con su voz de bajo fray Esteban, uno de los patriarcas de la comunidad—. ¡No ha sido un hombre, sino la mano del Ángel quien ha cometido esos crímenes, para castigarnos por haber roto la promesa que le hicimos hace cuatro décadas!

—Veamos, fray Esteban —interviene Almodius—, sabéis de sobra que he tomado esa decisión precisamente para hacer honor a la promesa hecha al Arcángel de terminar su morada.

—¡Tonterías! —ruge el viejo Esteban, tendiendo un dedo acusador hacia el abad—. ¡Vos servís a san Miguel mediante el ultraje e insultáis a su primer servidor: san Auberto! San Auberto, sí, que hace cuarenta años se manifestó y pidió que no se tocara nunca la antigua iglesia que contiene su sagrado oratorio. ¿Y qué hacéis vos, sino mancillar ese lugar sagrado? ¡Las fuerzas del cielo se vengan en nuestra persona a causa de esa profanación! ¡Esos crímenes son una advertencia de los ángeles, lo sé, hermanos, y os lo aseguro!

Entre los asistentes se forma un terrible guirigay. Los monjes se increpan, exponen sus argumentos y se dividen en dos bandos: los partidarios de Esteban y los de Almodius.

El motivo de la disputa es crucial, ya que afecta a san Auberto, a los ángeles y a la Virgen Soterraña. Hace unos días que, por decisión del abad Almodius, está prohibido el acceso a la cripta subterránea. Se han puesto en marcha nuevas obras, para ser más exactos, unas excavaciones en los cimientos del santuario para exhumar eventuales reliquias. El abad ha ordenado realizar esta insólita campaña porque, en ese año 1063, se encuentra acorralado: las obras de construcción de la abadía son caras, más de lo que reportan las propiedades del monasterio. Desgraciadamente, el principal inversor de la abadía, el duque de Normandía, se muestra menos generoso desde que su pariente, el rey de Inglaterra Eduardo el Confesor, le ha prometido su trono en herencia. Guillermo sabe que la nobleza inglesa, en particular el conde Haroldo, se opone a esa sucesión, de modo que, mientras espera la muerte de Eduardo, se prepara para una expedición a Inglaterra que marcará la historia pero que por el momento exige todo su dinero. Pensando ante todo en su abadía, Almodius ha recordado el descubrimiento de las reliquias de Auberto, escondidas por los canónigos en el techo de la celda del abad: a raíz de este acontecimiento, que la leyenda ha convertido en fortuito, Ricardo II, la duquesa Gonor y un gran número de personajes, famosos o desconocidos, hicieron donativos sustanciales al monasterio, lo que permitió a Hildeberto iniciar las obras de la gran iglesia abacial. Para terminar esas obras, Almodius necesita más reliquias. Y ¿qué sitio mejor para descubrirlas que la antigua iglesia, construida en el emplazamiento del santuario de Auberto? En caso necesario, Almodius está dispuesto a inventar esos santísimos restos, tal como algunos impertinentes sospecharon que había hecho Hildeberto.

Sin embargo, lo que el abad jamás confesará es que esas excavaciones también están motivadas por una oscura razón, por una pregunta que lleva haciéndose cuarenta años: ¿por qué modificó Román los planos de su maestro antes de morir? ¿Por qué quiso salvaguardar la antigua iglesia de los canónigos, que todos odiaban? Almodius enseguida puso en duda que san Auberto se hubiera manifestado por boca de Román y prohibió a sus escribas que consignaran ese hecho en las recopilaciones de milagros. Que el constructor hubiera estado poseído por el alma malévola de esa mujer impía, sea, pero que el venerable fundador de la montaña le hubiera pedido que corrigiera los planos… Todos querían creerlo, él mismo había fingido aceptarlo para proteger al monasterio y desembarazarse de Román, pero, en el fondo, siempre había sido escéptico. El abad Thierry y fray Bernardo estaban convencidos del prodigio, pero ellos ya no están allí para tratar de persuadir a Almodius.

Este último esperaba que, al no haber constancia de ella por escrito, la anécdota se olvidaría, pero la memoria de los viejos monjes la conservó y, de boca en boca, la historia fue transmitida a los más jóvenes, embellecida, adornada, iluminada como un pergamino que nunca existirá más que en la mente de los frailes. Cuarenta años después, coexisten varias versiones orales de aquella aventura, pero en el monasterio nadie desconoce el relato. Ese día, fray Esteban sigue intentando convencer al abad de la veracidad del milagro, al igual que algunos monjes, jóvenes y viejos, que tiemblan de espanto ante la idea de desobedecer la orden de Auberto de no excavar jamás bajo la iglesia. Pero Almodius es el señor de la montaña y ya no está obligado a obedecer a unos ancianos crédulos y tontos. Muy pronto tendrá la respuesta al interrogante que lo atormenta desde hace cuatro décadas. En cuanto a los crímenes, una idea se abre paso en su mente, una explicación que le atrae más que la de la mano justiciera de un ángel iracundo.

—Hijos míos, escuchad lo que tengo que deciros —ordena a la estrepitosa asamblea—. Los ángeles nos observan, nos vigilan, y el primero de ellos gobierna esta casa. San Miguel ha manifestado en repetidas ocasiones su voluntad y su cólera, muchos de nosotros hemos sido testigos de ello, y algunos sus justas víctimas. Pero recordemos que las potencias celestes nunca han dejado espacio para la ambigüedad, para la duda sobre el sentido de su deseo, y que han mostrado su determinación mediante estigmas flagrantes. Acordaos de nuestro hermano Dragón, que había insultado a los ángeles penetrando en el coro de la nueva iglesia entre completas y vigilias. Cuando murió, por la mañana, en su mejilla era visible la marca de la bofetada celeste. El propio Auberto lleva en el cráneo la marca del dedo de san Miguel. En cambio, los cuerpos de Antelmo y de Romualdo, que todos habéis visto, no presentan ninguna huella de una eminente firma sobrenatural.

Almodius ha logrado captar de nuevo la atención de sus monjes. Puede proseguir su estrategia de defensa atacando:

—¿Me creéis hombre que se atreva a desafiar los designios de nuestro señor supremo, yo que siempre he actuado por la salvaguarda de la abadía, por todos vosotros, por nuestra salvación colectiva? Nuestro buen hermano Esteban despierta ahora de su sopor, señala a un culpable, pero ¿qué hizo durante las sombrías horas que atravesó esta casa, cuando era puesta en peligro por abades decadentes y el secuestro de los señores normandos?

Esteban se subleva. Los monjes bajan la cabeza en un silencio denso.

—Os aseguro que, si tal fuera el deseo del Arcángel, abandonaría de inmediato esas excavaciones, cuyo único objetivo es permitirnos seguir financiando las obras de la iglesia abacial. Pero estoy convencido de que las muertes de Antelmo y de Romualdo no han sido causadas por una mano angélica, sino por una mano muy humana, y tengo una idea acerca de quién es el autor de esos crímenes, aunque es demasiado pronto para hablar de ello.

Entre los presentes vuelve a producirse un revuelo.

—¿A quién acusáis? —pregunta Esteban, desconcertado.

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