La promesa del ángel (39 page)

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Authors: Frédéric Lenoir & Violette Cabesos

Tags: #Histórico

BOOK: La promesa del ángel
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Johanna se alejó un instante para que sus lágrimas no mojaran el manuscrito.

Comprenderéis, padre, que me resultaba inconcebible proseguir mi misión como constructor. El único y sagrado deber que me habitaba desde entonces era no abandonar en la segunda muerte a aquella a quien había desasistido en la existencia y sacrificado a las piedras de la abadía; debía luchar para salvar el alma de aquella que no había cesado de salvarme la vida. De manera instintiva, pensé en esta casa, padre, en este santo refugio totalmente dedicado al culto a los muertos, pensé en el abad Odilón, el amigo de Hildeberto, de quien me habían dicho que poseía la misma grandeza de espíritu y de corazón que mi difunto padre, vi el querido rostro de Pedro de Nevers, imaginé su tumba, que sabía que estaba en esta iglesia, pensé, lo confieso, en el privilegio de Cluny, que la situaba al margen del poder temporal, de todos los obispos y de todos los príncipes de la tierra, y una evidencia iluminó mi mente: debía marcharme del Monte y pedir asilo en Cluny, donde, si Odilón y mi difunto maestro me otorgaban su protección, podría refugiarme en el silencio, expiar mis pecados y, sobre todo, liberar el alma de mi amada para que me acogiera en el cielo el día de mi muerte, puesto que estábamos prometidos el uno al otro para la vida eterna.

Inmediatamente hice partícipe de mi plan a Osmundo, que formuló una sabia objeción: Thierry de Jumiéges y Almodius, el cual tenía un gran ascendiente sobre el nuevo abad, desconfiaban de mí, pero jamás me permitirían dejar la abadía a causa de las obras. De pronto se me ocurrió la solución: hacer creer a mis hermanos que estaba poseído por el alma diabólica de Moira, en forma de una fiebre contagiosa y mortífera que los mataría a todos si permanecía entre ellos. Tuve que convencer a Osmundo de que se prestara a ser cómplice de este engaño, y no fue cosa fácil.

Confieso la impostura, padre, por la que con frecuencia he pedido perdón a Dios, para mí y para Osmundo, pero en aquellas circunstancias ese truco de ilusionista fue la única salida que encontré. Así pues, antes de vísperas ingerí la poción de hierbas que mi amigo había preparado y que debía producirme fiebre, una fiebre física que no disminuiría mi lucidez mental, pero permitiría creer que padecía una misteriosa y gravísima enfermedad. Osmundo estaba aterrorizado, lo que favoreció mis propósitos. En el transcurso de un viaje por Sajonia con mi maestro, había visto a un alma auténticamente poseída por el Diablo, de modo que me inspiré en ese recuerdo. El brebaje provocó sudores, palidez, espasmos y escalofríos. A ello añadí gritos penetrantes, andares descoordinados y movimientos desordenados de los miembros.

Tal como había previsto, el abad vino a interesarse por mi salud al final de la larga jornada de ceremonias. El mismo se convenció de que el alma de la pecadora me perseguía con sus malsanas atenciones y de que muy pronto atormentaría del mismo modo a todos los hermanos de la abadía. Osmundo no tuvo más que sugerirle que tan solo el exorcismo de fray Bernardo podía salvarnos. Y mi ayudante entró entonces en escena. Confieso, padre, haberme aprovechado del aprecio y de la sumisa deferencia que me profesaba. En cuanto me hubo rociado con agua bendita y hubo pronunciado las fórmulas expiatorias, dejé de agitarme. A continuación le representé un espectáculo sacrílego que me llenó de vergüenza y del que todavía hoy me arrepiento infinitamente, pero que obedecía a una motivación imperiosa. Sabed que era absolutamente preciso que modificara en un punto los planos de Pedro de Nevers, que llevaba en mi escapulario. Esos planos preveían que, cuando se construyera la nave de la nueva iglesia abacial, nuestra iglesia, heredada de los canónigos y de la época en que el Monte pertenecía a Bretaña, y construida en el emplazamiento del primer santuario de Auberto, fuera completamente arrasada. Y era preciso conservar esa iglesia. La iglesia, donde rezábamos a lo largo de todo el día y a la que teníamos prohibido acceder por la noche, ese lugar Santo donde Ricardo el Bueno había contraído matrimonio con Judith de Bretaña, ese doble santuario que se nos había quedado pequeño, que había legitimado la decisión de construir una gran iglesia abacial, en ningún caso debía ser destruido. Era fácil transformar esa iglesia en cripta subterránea que sostuviera la nave de la iglesia abacial, era fácil corregir los planos en ese sentido; era complicado, en cambio, conseguir que el nuevo constructor aceptara ese cambio sin indicarle las causas.

Por eso se me ocurrió aquella idea infamante de hacer que Auberto se expresara por mi boca: Auberto, el santo fundador de la montaña, aprobaba la construcción de la grandiosa iglesia abacial pero prohibía a los hombres tocar su oratorio transformado en iglesia, donde ordenaba que fueran veneradas sus reliquias. Un poseído puede estarlo por un demonio o por un ángel, de modo que yo hice creer a Bernardo que me había liberado de Moira y que eran las fuerzas del Bien las que hablaban a través de mí.

¡Inaudito! Ese era el famoso e inexplicado cambio que tuvo lugar durante las obras de construcción. Era él, ese hombre, quien había firmado el acta de nacimiento de la Virgen Soterraña. Pero ¿a qué se debía esa rocambolesca puesta en escena? ¿Cuáles eran sus misteriosas e imperiosas razones? Tenía que decirlas. Más adelante, más adelante…

No me siento orgulloso de esa artimaña, padre, pero confieso que funcionó más allá de mis esperanzas. Le tendí a Bernardo, no sin sentir una intensa emoción y una gran nostalgia, los planos de Pedro de Nevers que acababa de rectificar delante de él. Mi misión en el Monte ya había terminado. Mi mente estaba liberada de las piedras de la abadía, pero mi cuerpo y mi alma no eran libres. Para eso, tenía que representar la última escena, el último acto. Nada más salir Bernardo de la enfermería, con los planos de mi maestro y el peso de la orden sagrada de Auberto, Osmundo prorrumpió en justificados reproches. El amigo fiel no soportaba que traicionara de ese modo no solo la memoria de Auberto, sino también la de Pedro de Nevers. Tuve que mentirle, pues, también a él, a la persona sin la cual hacía tiempo que estaría muerto. Al ser más leal que me haya sido dado conocer, tuve que asegurarle que había sido mi propio maestro quien, por razones materiales, había concebido ese cambio pero me había dejado la responsabilidad de efectuarlo o no. Lo engañé todavía más diciendo que había llegado a esa conclusión al empezar las obras, pero que, demasiado preocupado por los recientes y trágicos acontecimientos, no había tenido valor para aplicarme a esa tarea, ni tampoco había imaginado que me viera obligado a partir tan repentinamente. Osmundo me creyó, o fingió creerme. No obstante, estaba seguro de que no me traicionaría, y en efecto, jamás me traicionó.

¡Ninguna justificación técnica! ¡Ninguna razón relacionada con la arquitectura! Pero ¿de qué se trataba, entonces, de qué?

Sin embargo, al igual que me estaba vedado revelarle a Osmundo los argumentos que me habían empujado a cometer semejante blasfemia, tampoco puedo exponéroslos hoy a vos, padre, las causas reales de la modificación de los planos deben permanecer siempre ocultos a todos.

La noche había caído, pero, por suerte, estaba bien iluminada por el astro de las tinieblas y un piélago de estrellas. Osmundo me hizo beber entonces una sustancia cuyos efectos jamás olvidaré. Dicen que esa planta, la mandrágora, que tiene forma humana y crece bajo el cadalso de los ahorcados, es utilizada por los brujos y los espíritus malignos. La había mezclado con belladona y beleño negro, otras hierbas mágicas, y fue terrible. Mi ser perdió toda conciencia y fue presa, esta vez de verdad, de demoníacas e insostenibles apariciones. Era devorado vivo por criaturas fantásticas que me arrancaban las manos y las vísceras. Tenía la sensación de sangrar por todos los poros de la piel, de vaciarme en una lenta y dolorosa agonía. Los monstruos me comían los ojos, las mejillas, la lengua, mi cabeza era un muñón pútrido, mi cuerpo, una negra marea líquida.

Me sentía desaparecer sin poder morir. Cuando volví en mí, al amanecer, al borde de un campo de centeno, esa sensación era una realidad: había desaparecido, pero no estaba muerto. Osmundo me miraba, espantado y exhausto. Me sonrió. Estaba salvado. Me describió mis terroríficos gritos, los atroces movimientos de mis ojos dilatados, y la prisa del abad y de Almodius por que desapareciera del monasterio e ingresara en el hospicio de Avranches. Yo había previsto que los ilimitados desvelos del prior por la abadía, combinados, y os pido perdón por esto, padre, con cierta cobardía del abad, provocarían ese resultado. Odiaba a Almodius porque había enviado a Moira a una muerte atroz entregándola al poder secular y porque quizá había provocado, de otra manera, la muerte de Hildeberto, pero sabía que todo eso lo había hecho en nombre de la fe. Daos cuenta, padre, la fe era para él una pasión desatada, un amor violento y celoso, obstinado y casi sanguinario, muy alejado de la dulzura y la moderación defendidas por Benito y Hildeberto, y esta vez se encarnaba en su abadía. Eso lo comprendí más tarde, entre estos muros. En aquella época, lo presentía. La abadía era para él una mujer, era su madre y su amante exclusiva. Moira representaba todo lo que él despreciaba y yo, poseído por el Demonio, ponía el monasterio en grave peligro, y eso no podía tolerarlo, porque lo que yo amenazaba era su propia carne. Aquella noche, si hubiera podido estrangularme con sus manos para salvar la abadía, estoy seguro de que lo habría hecho. Se conformó, sin embargo, con exigir mi marcha inmediata al hospicio.

Bebí un poco de vino para recuperarme y comí un trozo de pan mientras Osmundo recitaba el epílogo de la magancería, que tendría que representar él solo: al llegar a Avranches, anunciaría mi horrible muerte, sobrevenida en la barca mientras atravesábamos la bahía de noche, durante la marea alta. Había llevado mis restos a tierra firme y decidido quemarlos para destruir toda amenaza contagiosa de mi diabólica enfermedad. Por la mañana, había recibido la ayuda de unos peregrinos y un vicario que regresaban del Monte para proceder a la inhumación religiosa de mis cenizas en una marisma, a fin de conjurar a los demonios. Temiendo haber sido contagiado, el hermano lego se aislaría en el hospicio y, puesto que no sabía escribir, pediría que enviasen un mensajero al Monte. Al finalizar el período de aislamiento, podría regresar definitivamente al monasterio. Abracé largamente a mi hermano; su barba me pinchaba. Los dos llorábamos, avergonzados de nuestra mentira, felices de haber conseguido nuestro propósito, abrumados por tener que separarnos después de todos los momentos dolorosos que habíamos compartido. Le propuse que me acompañara a Cluny, pero, guiñándome un ojo, contestó que debía de haber calculado mal la dosis de mandrágora, porque seguía diciendo cosas descabelladas. Con el corazón en un puño, me resolví, pues, a separarme de él. A menudo he rezado por él, para que el Altísimo lo perdone por haberse apiadado de mí.

Así pues, comencé mí larga marcha hacía Odilón, Pedro de Nevers y el alma de mi bienamada.

Tras dos semanas de camino, llegué a esta abadía, extenuado, vacilante, dudando súbitamente de que se me ofreciera la misericordia que no merecía. Pero inmediatamente reconocí a Hildeberto en Odilón y me confesé ante él, al igual que ahora me confieso ante vos. Dijo que esta casa era de los difuntos y de los necesitados, y que yo era ambas cosas. Añadió que el largo camino que acababa de recorrer a pie no era nada en comparación con el que me esperaba, y que ese tendría que hacerlo de rodillas. Me prohibió solicitar jamás un cargo de responsabilidad en el seno del monasterio. Se lo prometí; yo tan solo aspiraba a llevar la carga del silencio y la compunción. La única tarea que Odilón me encomendó fue redactar un fragmento del Liber tramitis dedicado a la descripción de los edificios de la abadía.

El Liber tramitis, el Libro del camino, un costumario cluniacense redactado entre 1020 y 1060, describía con una precisión asombrosa la liturgia, pero sobre todo la vida cotidiana de los monjes y su entorno. Ese costumario se había conservado y Johanna lo había estudiado a fondo para su tesis, especialmente la parte relativa a la arquitectura, justo la parte escrita por ese monje.

A lo largo de cuarenta años, fue mi único encuentro con las piedras.

Ese trabajo me resultó muy penoso, ya que las piedras habían dejado de hablarme. Me toleraban como un recuerdo lejano, igual que accedemos a estrechar la mano de un gran amigo que un día nos traicionó. Si me reconfortaron con frecuencia el alma, era únicamente en memoria de mi difunto maestro, su maestro. Yo era para ellas un corazón frío e inerte, que las había cambiado por el de una mujer.

Por esa mujer sin sepultura, sin refugio, he rezado todos los días y todas las noches durante cuarenta años, en todas las misas, en todos los oficios e incluso entre los oficios. En el Monte necesitábamos una semana para cantar el salterio entero; en Cluny, al igual que mis hermanos, lo recitaba de principio afín todos los días. Las numerosas misas destinadas a los difuntos animaron mi corazón árido como un desierto… Réquiem. He rogado, suplicado por la paz del alma de Moira. Me he dirigido a María. He invocado a Pedro. Réquiem. Imploro al cielo que la haya acogido. He envejecido replegado en el silencio, pero no era un silencio sereno. He vivido rodeado de rostros fervientes que eran para mí fantasmas. Convertido en espectro humano, en penumbra entre la luz, en espejismo de una existencia extinguida, solo aspiraba a perecer para ver surgir la vida, besar su aliento y abrazar su voz… Ella me espera, la reconoceré entre todas las almas del firmamento. Tal vez en el momento en que estáis leyendo esto por fin me he reunido con ella. Indudablemente he terminado mi último deber en la tierra, realizado en memoria de ella, en fidelidad al secreto que me confió y a nuestro amor inmortal.

Mi corazón está apesadumbrado porque debo partir, pero no puedo eludir hacerlo. Rezad por mí, padre, vos que sois sapiencia y supremo intercesor. Rezad para que mi alma recupere la paz. Adiós.

Fray Juan de Marburgo, anteriormente fray Román.

Capítulo 12

Las arcadas de medio punto con vidrieras tienen el color del cielo: un azul oscuro salpicado de amarillo, velado poco a poco por franjas rojizas que anuncian la salida del sol. El disco del astro todavía no es visible, pero el éter se aligera y el viento se vuelve menos cortante. Abajo, las aceradas olas aflojan su abrazo nocturno. Muy pronto, la peña quedará libre de sus besos flagelantes.

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