La promesa del ángel (38 page)

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Authors: Frédéric Lenoir & Violette Cabesos

Tags: #Histórico

BOOK: La promesa del ángel
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Con el alma en vilo, Johanna escuchó el silencio nocturno y reconoció la falsa paz que precede a las grandes tormentas.

Se llamaba Moira, María en la lengua de su pueblo. Sus cabellos tenían el color y la vitalidad del fuego, sus ojos parecían hojas en primavera, su piel tenía la transparencia lívida de las nubes, salpicada de manchitas soleadas, y su boca era un mar cambiante, vivo, animado y peligroso, y tranquilo y sereno un instante después. Se comunicaba con los árboles, las rocas y los lagos, y todo su ser olía a bosque bajo una lluvia salada. Ella era la prueba de que el cielo me había elegido, el ángel terrenal, la alegría nacida de siglos de desdicha humana, que yo debía salvar del último desastre. Perdón, padre, no os confundáis, me he decidido por fin a hablar después de cuarenta años de silencio, de oración, de súplicas, no seáis víctima de esa confusión que causó nuestra pérdida: yo era monje, sigo siendo monje, en plena posesión de mis facultades pese a mi avanzada edad, y jamás este hábito de virtud fue mancillado por la ruptura de mi voto de castidad. Debéis creerme, jamás cometí ese pecado, aunque otras faltan ensucian mi alma, faltas que he expiado durante estos cuarenta años. Pero sigo defendiéndome, yo que soy culpable, mientras que es a ella a quien habría debido socorrer… porque estaba sola. Sola con un hermano sordomudo de trece años llamado Brewen, un extraño muchacho que hablaba con los ojos y cuya incapacidad ella no había podido curar. Y sin embargo, jamás había visto yo semejantes dotes para aliviar los sufrimientos del cuerpo: culta y muy instruida en el arte de las plantas medicinales, fue mi abnegado médico durante días y noches cuando un matón, desvalijador de peregrinos, me hirió gravemente.

Ella me curó, cuando fray Almodius, subprior y maestro de scriptorium, me había confesado y administrado los últimos sacramentos, y cuando fray Osmundo, el enfermero del monasterio, no habría podido lograrlo con sus remedios. Ella me curó y, para su desgracia y la mía, fui repatriado al Monte, con mis hermanos. Entonces ella ya me amaba y yo ya la amaba; mi corazón, en sus recovecos más ocultos, lo sabía, pero mi mente lo ignoraba.

Johanna levantó la cabeza, se quitó las gafas y se frotó los ojos. El constructor de la gran abadía… Se había esperado épicas descripciones de las obras, una profusión de detalles técnicos, ideas abstractas, símbolos religiosos, pero en ningún momento había imaginado que fuera a contar una historia de amor. Sin embargo, no se sentía en absoluto decepcionada; el autor, todavía anónimo, la había atrapado en los meandros de su relato. La descripción de Moira y la pasión del monje la habían conmovido profundamente y, poco a poco, una sensación extraña, una atracción íntima que le parecía conocer, aunque no podía identificar su origen, iba invadiéndola.

Pero Moira me había hecho una confidencia que fue nuestra tragedia: Moira era celta, descendiente de un largo linaje de druidas, última depositaría de una parte de su saber ancestral. Pese a haber sido bautizada y a que veneraba a Cristo, a la Virgen y a san Miguel, continuaba practicando cultos paganos y siendo fiel a la falsa religión de sus antepasados. Convencido de que tal era el deseo del Señor, me empeñé en seguir viendo a Moira, a solas y clandestinamente, para convertirla. Ese fue mi incalificable error, padre, no el haber querido convertirla, ese es el deber de todo cristiano, sino el haber creído que lo hacía para servir a Dios. El ya me había asignado mi misión sagrada en la tierra, y era construirle la Jerusalén celeste. Esa misión debería haberme contentado, ¿no?, pero ya era demasiado tarde… ¡Si hubiera podido tener en aquella época el conocimiento de mí mismo que poseo ahora! Demasiado tarde… Hacía tiempo que era demasiado tarde, pues yo no sospechaba que mi amor por las piedras estaba moribundo y se había mudado en un amor mucho más vivo, mucho más peligroso, el amor por esa mujer.

Ella había transformado mi corazón de constructor en un corazón de hombre y yo me obstinaba en ignorarlo, en luchar por salvar una parte de mí que ya no existía, que había desaparecido con mi maestro. Debería haber confesado mi propósito a Hildeberto, pero, cegado por mi vanidad juvenil, callé. Le hice llegar a Moira una carta en la que la convocaba en la capilla de San Martín por la noche.

Tres veces acudió, y tres veces me vio combatir mis sentimientos por ella del mismo modo que combatía sus dragones. Ella sabía, sin embargo, que me había vencido y esperaba el momento en que yo depositara las armas a sus pies, a los pies de nuestro innegable amor. Había estado a punto de hacerlo, pero continuaba guerreando. En cuanto a ella, me veía sufrir, y en nuestra tercera entrevista, que tuvo lugar el segundo domingo de Cuaresma de 1023, renunció por amor a mí. Quiso desaparecer y dejarme con mis piedras. En el momento en que iba a perderla, mis ojos se abrieron por fin y oí a mi corazón. Sin ser plenamente consciente del significado de mi acto, le revelé la pasión que me había animado hasta entonces; le mostré los planos de la abadía, los dibujos de Pedro de Nevers. Entonces, sabiendo perfectamente lo que hacía, me desveló el secreto de la montaña, el enigma de su misión sagrada en la tierra, que siempre he conservado en el misterio de mi corazón. Sufrid, padre, que yo continúo haciéndolo hoy en recuerdo de ella, pues es todo cuanto me queda.

Aquella noche escuché el alma de Moira, aunque sin comprenderla. Ella ya se encontraba lejos y yo necesitaba tiempo para alcanzarla. ¡Como si no hubiera esperado bastante! Ese plazo suplementario nos fue fatal. En Pascua del año de grada de 1023, hace exactamente cuarenta años, comenzaron las obras de la gran iglesia abacial. El martes de Pascua fui convocado por Hildeberto, quien me acusó de mantener relaciones culpables con una mujer, y por añadidura, una hereje. Fray Almodius nos había visto juntos y, lo que todavía era peor, había sorprendido a Moira invocando a Ogmios, una divinidad pagana, a orillas de un lago. Ese mismo día, convocó a la muchacha, la confundió y exigió que abjurara. Esa escena, que presencié mudo de angustia, permanece grabada en mi carne como una cicatriz: ¡Almodius había denunciado su gravísimo pecado a Hildeberto, pero el infiel era yo! Ella me había salvado la vida, salvaba lo que ante mis ojos era el sentido de mi vida, y yo, a cambio, renegaba de ella con mi silencio. Moira llegó hasta el final y se negó a abjurar. El abad amenazó con expulsarla para siempre de las tierras del Monte, pero, por el momento, la dejó marchar libremente al bosque, conminándola a reflexionar y anunciando que él mismo iría a recoger su abjuración al alba del domingo siguiente. ¡Ay, si yo hubiera sido un poco más sagaz, no me habría alegrado de ese benevolente veredicto, no habría seguido pensando en mis sacrosantas obras, casi aliviado por lo que creí que era el desenlace inevitable y favorable de nuestra historia! Si hubiera sido menos débil, habría huido inmediatamente del monasterio, habría corrido hacia ella y la habría llevado conmigo lejos de esa siniestra montaña, a la fuerza si hubiese sido necesario, sí, a la fuerza. En lugar de eso, me desmoroné sobre un jergón de la enfermería, enfermo.

Al día siguiente le hice llegar a Moira una carta en la que le confesaba por fin mi amor y le imploraba que cumpliera la orden del buen abad. Había que actuar sin tardanza, y yo escribí suplicándole que renegara de su fe impía, prometiéndole amores clandestinos, citas inciertas, garantizándole días sin futuro… ¡Desvaríos de enfermo! Pero, sí bien yo me hallaba trágicamente desprovisto de valor para actuar, otros, en cambio, no lo estaban en absoluto, y en cuanto el abad hubo dejado marchar a Moira, mi hermano Almodius, a quien la magnanimidad de Hildeberto exasperaba, se fue a denunciar a la hereje al obispo de Avranches, Rolando de Aubigny, un ser presuntuoso y grotesco. Este último no desaprovechó la oportunidad que se le ofrecía de cuestionar seriamente el poder del abad e informó en el acto a nuestro señor, Ricardo el Bueno. Moira fue arrestada por los soldados del príncipe y encarcelada en Avranches.

Johanna se sintió estremecer. Se levantó y se sirvió una copa de champán medio caliente para rehacerse. Ese hombre estaba devorado por tales remordimientos, cuarenta años después, que notaba el dolor en su propia carne. Estaba convencida de que, en la situación de ese clérigo, la mayoría de los hombres no habrían demostrado más bravura, más instinto o lucidez acerca de la realidad de sus sentimientos, pero esa herida amarga y cruel que había aumentado sin cesar, esa tortura, pocos seres se la infligían. Todos esos años en el silencio de un monasterio no habían aplacado su amor por aquella mujer, no habían alterado sus sufrimientos. Al contrario, habían exacerbado su conciencia de la distancia existente entre Moira y él. Sí, todo había sucedido como si la joven celta hubiera ido siempre unos pasos por delante del monje, previendo la desgracia antes de resignarse a ella. Sí, se había comportado como si todo hubiera sido trazado hacía mucho tiempo, como si lo supiera y tuviera que seguir el resplandor sombrío de su estrella desde el día de su nacimiento. Esa constatación hizo que Johanna se sintiera incómoda. En cualquier caso, estaba profundamente cautivada por el relato: la pasión de ese monje, que oscilaba entre las frías piedras de una abadía y el corazón de una mujer, era fascinante; la respuesta de Moira, todavía más: todo contribuía a llevarla a la perdición, pero ella proseguía su camino con la cabeza erguida, movida por un íntimo secreto que el monje no había querido desvelar y que la hacía más fuerte, capaz de resistirlo todo, incluso lo peor… Lo peor, que había sucedido, seguro, Moira lo esperaba, pues sabía que se hallaba en su camino. Johanna lo esperaba también.

Hildeberto irrumpió entonces en el refectorio en busca de Almodius. Jamás había visto a nuestro padre con semejante expresión. Sí, él, tan ponderado y prudente, era presa de una rabia indescriptible que lo incendiaba por dentro. No he olvidado ese rostro, ya que fue la última vez que vi a Hildeberto vivo.

Según Almodius, nuestro padre sufrió un mareo durante su entrevista en su celda. Después de eso, fue el propio Almodius quien organizó y dispensó la asistencia al enfermo, rechazando casi en todo momento la ayuda de Osmundo, cosa que siempre me ha parecido sospechosa. No salió a la luz nada del contenido de la conversación que había provocado la enfermedad del abad, y Almodius se cuidó mucho de mantenernos apartados de la celda donde descansaba Hildeberto. Le resultaba fácil dejar a Osmundo con el abad, entrar en la enfermería y echar veneno en los remedios del hermano lego. Naturalmente, no tengo ninguna prueba de lo que digo, pero cuando os haya contado, padre, las infamias que continuó cometiendo Almodius después de este episodio comprenderéis mis serias dudas.

En ningún libro se mencionaba claramente que el famoso abad Hildeberto hubiera sido asesinado. Johanna recordó, no obstante, una obra que había leído y cuyo autor había formulado esa hipótesis, aunque sin demostrarla ni precisar sus circunstancias. El nombre de Almodius no le resultaba desconocido a la arqueóloga, pero no se acordaba del contexto en el que lo había encontrado. Habría que comprobarlo, si bien estaba prácticamente segura de que no era con relación a Hildeberto. Estaba convencida de que iba a averiguar más gracias a ese manuscrito desconocido para todos que en cualquier obra de historia.

Dos días y tres noches estuvimos mis hermanos y yo orando en la capilla de San Martín. El domingo al amanecer, a la hora exacta que Hildeberto había escogido para recoger la abjuración de Moira y hacerla entrar en la morada de Dios, a esa hora fatídica, expiró.

A partir de ese momento, el mundo que yo había conocido escapó a mi razón, hasta tal punto cambió y hasta tal punto me sentí perdido entre los acontecimientos, los cuales provocaron en mí unos sentimientos violentos y confusos: junto con Hildeberto, desaparecieron la clemencia y la ponderación; la peña fue presa de un desencadenamiento de codicia, intrigas y conspiraciones. El duque Ricardo nos impuso a un nuevo abad, Thierry de Jumiéges, sobrino suyo; Almodius fue nombrado prior y conservó su cargo de jefe del scriptorium. Los felones tomaron, pues, el poder en la montaña. En cuanto a Moira, la juzgaron en Ruán. El tribunal eclesiástico, manipulado por Ricardo y presidido por Rolando de Aubigny, pronunció una sentencia que todavía hoy me inspira terror y cólera.

«Vaya… —se dijo Johanna—, ¡curiosa coincidencia! Juana de Arco, a la que san Miguel se apareció para que tomase las armas, también fue juzgada en Ruán, concretamente por Roberto Jolivet, antiguo abad del Monte, que había traicionado a sus hijos, a su rey y al peñón sagrado para adherirse al bando del invasor inglés. Y fue quemada por hereje en esa ciudad en una fecha cercana a la fiesta de la Ascensión, el 31 de mayo de 1431, junto a la iglesia de San Miguel, que pertenecía a la abadía montesina.»

Fui mantenido al margen del proceso; no me enteré de que había tenido lugar hasta que se hubo pronunciado la sentencia. Padre, no digo esto para disculparme, al contrario. La juzgaron a ella, pero el culpable era yo. Culpable de haber estado ciego, culpable de haber dejado que Almodius la entregara al obispo y al príncipe, y de no haber hecho nada para salvarla. Una vez más, ella, ángel aguerrido, me protegió: en el curso de los interrogatorios no pronunció mi nombre ni una sola vez. Por otra razón, sus jueces, entre los que figuraban cuatro de mis hermanos del monasterio, tampoco lo mencionaron. Ellos pensaban en las piedras de la abadía, creían que las piedras eran más poderosas que mi amor por Moira. Yo debía continuar dirigiendo las obras. Puesto que mis hermanos, puesto que los mortales no me han juzgado, padre, lo harán Dios y las piedras. Incluso Almodius, que declaró como testigo, respetó la consigna y guardó silencio en relación conmigo. Vertió su hiel sobre Moira y quizá fue él quien tuvo esa idea abyecta, esa ocurrencia demoníaca y cruel que fue la pena. En referencia a la cruz celta que llevaba al cuello, Moira sería torturada recurriendo a los cuatro elementos de la naturaleza hasta que abjurara o muriera. La sentencia sería ejecutada en el Monte, en público, el día de la Ascensión.

Querido padre, mi pluma se paraliza de pronto, al igual que mi sangre se hiela, y me siento impotente para describiros sin exaltarme ese espectáculo que presencié desde lejos. Esas terribles imágenes permanecerán para siempre incrustadas en mí, son mi herida inmortal, y no puedo pensar sin lágrimas en el calvario de Moira, que es desde hace cuarenta años mi cruz. El aire. Un día y una noche. No abjuró y continuó viva. El agua. Un día y una noche. No abjuró, continuó viva y gritó mi nombre. La tierra. Un día y una noche. No abjuró y murió. La tierra la había matado. El día que se celebraba la Ascensión del alma de Cristo al cielo encendieron una gran hoguera en la plaza del pueblo. Ocultaron su muerte al duque y al pueblo, agitaron sus restos como si fueran una marioneta. Después ataron su cadáver a un armazón de hierro y lo colgaron, con ayuda de un pescante, sobre una gran alfombra de brasas. El fuego. Durante un día y una noche, se consumió en las llamas.

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