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Authors: Frédéric Lenoir & Violette Cabesos

Tags: #Histórico

La promesa del ángel (40 page)

BOOK: La promesa del ángel
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De Angelis… Michael archangele veni in adjutorium

De una columna de monjes del color de la noche se eleva la claridad, suave como la luz azulada, modesta, celeste, que acaricia el altar del Arcángel.


In excelsis angelí laudant te. In conspectu
.

Bajo las ventanas ilustradas con la leyenda de san Auberto, una segunda columna de benedictinos, paralela a la primera, responde respetando la armonía. De pie en el coro redondo terminado en un ábside de cinco lados, y enmarcados por los pilares que delimitan el deambulatorio, los servidores del Ángel cantan, salmodian a uno y otro lado del altar mayor, en comunión con el universo invisible. Su señor, el príncipe de la milicia celeste, ha velado por ellos en la oscuridad que toca a su fin, al igual que ellos han defendido a los hombres con su plegaria. Los intercesores entre los dos mundos se quedan en silencio. La oración del sacerdote hebdomadario marca el final del oficio de laudes. De dos en dos, los monjes se inclinan ante un alto y enjuto anciano de ojos negros, que bendice a cada uno de sus hijos antes de que salgan del sanctasanctórum en un avance lento y ordenado. En el exterior, las columnas mudas se ponen la capucha y su silueta se recorta contra la aurora cerúlea. Los monjes que van en cabeza soplan sobre las linternas, superfluas, y toman el camino del dormitorio, más allá del brazo del transepto, pegado al coro de la iglesia y con un alto campanario cuadrado en el centro. La torre, acabada tres años antes, en 1060, alberga una enorme campana llamada Rollón en honor del navegante vikingo, primer señor normando.

Se oye su toque grave en leguas a la redonda, y cuando hay niebla, repiquetea sin parar para guiar a los marinos perdidos entre los peligrosos vapores. Esa mañana de primavera, el aire es tan puro que la campana permanece en silencio. Un novicio alza los ojos hacia las delicadas nubes. Semejante paz en el cielo es excepcional allí, y el religioso se impregna de ella como si de una ofrenda se tratara. De repente, se detiene. El monje que lo sigue con la cabeza bajada tropieza con él refunfuñando. Mirando hacia arriba, el novicio se tapa la boca con una mano mientras con la otra agarra el sayal de su compañero. Este último acaba por mirar en la misma dirección y, paralizado también, grita tendiendo un brazo hacia el cielo. Muy pronto, las dos columnas no son sino vociferaciones, desorden y exclamaciones de espanto. Llaman al abad. Este, que ha sido el último en salir de la iglesia, acude todo lo deprisa que le permiten sus setenta años. Todos sus hijos están vueltos hacia el campanario de la iglesia. Levanta la cabeza y se queda él también petrificado: bajo las arcadas del campanil hay… ¡un ahorcado! Amarrado por el cuello con una gruesa cuerda atada a una viga, un monje se balancea en el aire, la cabeza inclinada hacia un lado, el cuerpo sin vida a merced del viento, rozando las piedras de la atalaya en un balanceo como de incensario.

—¿Quién es? ¿Quién es? —repiten los monjes, santiguándose—. Es imposible, es horrible, ¡por el Señor todopoderoso!

Tan estupefacto como sus hijos, el abad escruta desde lejos el cadáver, difícilmente identificable a esa distancia, y luego toma las riendas de la situación.

—Vamos, calma —dice Almodius—. Que lo desaten y lo bajen inmediatamente —ordena—. ¡Vosotros tres, id! ¡Deprisa!

Unos instantes más tarde, los tres monjes depositan a los pies del abad los restos mortales de fray Antelmo, uno de los monjes más viejos del Monte. Sus ojos azules están desorbitados, como si hubiera visto al Demonio, tiene la piel amoratada, la boca abierta, y todavía lleva la cuerda alrededor del cuello, como un collar. Los frailes prorrumpen en exclamaciones de desesperación: todo lleva a creer que el anciano se ha quitado la vida, un acto rarísimo e inconcebible en un religioso, un elegido de Dios.

—No podemos tener a un suicida en la zona de clausura —constata Almodius, con la voz quebrada por la sorpresa y la emoción—. Hay que llevarlo al refugio de los jornaleros. Prohibidles entrar y…, hermanos enfermeros, examinadlo inmediatamente, pues, si se ha quitado la vida, no podremos enterrarlo como buen cristiano. Hijos míos, haced lo que corresponde a vuestro oficio, rezad por el pobre fray Antelmo. Os reuniré lo antes posible, en cuanto nuestros hermanos enfermeros hayan terminado, para decidir la suerte de los restos mortales de nuestro hermano.

Almodius dirige una última mirada al ahorcado y gira sobre sus talones. ¡Fray Antelmo! ¡Un viejo! Sin embargo, estaba en plenas facultades, gobernado por la fe y el amor a su monasterio. ¿Qué ha podido empujarlo a cometer un acto tan grave, un pecado mortal que lo condena a ser repudiado por el Señor y por la comunidad de los fieles? No, decididamente todo eso es inverosímil. Antelmo ya formaba parte de la abadía cuando Almodius llegó siendo un niño, el abad se acuerda muy bien. Antelmo era un joven novicio; fue él quien lo instruyó, los primeros días, acerca del desarrollo de la vida temporal en ese lugar. Pensativo, confuso, Almodius entra en su celda de madera, la celda de los abades donde se encontraron las reliquias de Auberto. El abad Almodius se acerca al fuego y una idea absurda se impone en su mente: dos días y dos noches más tarde tendrá lugar la gran fiesta de la Ascensión de ese año 1063, y Almodius, como todos los años en esa época, celebrará en el secreto de su carne un aniversario más funesto, el de la muerte de Moira. Cuatro décadas. Hace exactamente cuarenta años, justo a esa hora, ella se balanceaba en el aire, al fondo de una jaula de hierro. Almodius se sobresalta: ¡oscilaba en el aire, igual que hoy fray Antelmo! La coincidencia es impresionante. El abad se queda lívido y se sienta tras el escritorio para controlar el súbito temblor que se ha apoderado de sus viejas piernas. No, es imposible, su mente extenuada le juega malas pasadas, ¡esos cuarenta años han sido tan agotadores para él! Agotadores, caóticos incluso, y Almodius conserva un sabor amargo de los acontecimientos acaecidos en la peña tras la muerte de Moira: tres décadas de intrigas y de luchas habían hecho arder la montaña y Normandía como una hoguera insaciable. Sí, durante treinta años, el gobierno del ducado normando y el de la abadía de Mont-Saint-Michel fueron presa de un destino tumultuoso e inestable. El duque Ricardo el Bueno y el abad Thierry murieron los dos el mismo año, en 1026. Uno de los dos hijos de Ricardo II, Ricardo III, ascendió al trono pero pereció un año más tarde, envenenado. Su hermano Roberto, apodado el Magnífico, le sucedió. En la morada del Ángel, al sobrevenir la muerte de Thierry, Almodius, entonces prior, estaba seguro de que sería nombrado abad.

Pero eso era menospreciar el rencor de fray Roberto, el antiguo prior de Hildeberto, a quien Almodius había usurpado el cargo tres años antes. Por la abadía circuló un rumor, según el cual la muerte de Thierry, misteriosa y fulminante, recordaba la de Hildeberto, y que en los dos casos era Almodius quien había velado personalmente a los enfermos. Asustados por el escándalo que podrían provocar tales habladurías, los monjes se guardaron de elegir como abad a Almodius. Nombraron a Aumodio, un monje del Monte originario del Maine, que mantenía estrechas relaciones con los bretones. Destrozado por esta traición, Almodius renunció a su cargo de prior y se refugió en su scriptorium, pero intrigó ante Roberto el Magnífico, en guerra contra Bretaña, para denunciar las culpables simpatías del abad Aumodio. El duque Roberto expulsó a los bretones de Avranchin y Cotentin, les impuso la paz y retiró el favor a Aumodio a causa de sus colusiones con el enemigo. Pero, aunque había conseguido echar a Aumodio, Almodius no fue recompensado con el cargo que codiciaba, pues el príncipe prefirió a un extranjero. Designó él mismo al nuevo abad: Suppo, originario de Roma, abad en Lombardía y, por lo tanto, ajeno a las batallas de la región. El duque Roberto creyó que se había impuesto la calma. Dejó Normandía en manos de Alain, príncipe de Bretaña, antiguo rival y nuevo aliado, y partió en peregrinación a Tierra Santa. Murió en el camino de regreso, pero tuvo tiempo de nombrar a su sucesor, un hijo ilegítimo que había tenido con su concubina Arlette, una mujer del pueblo, hija de un curtidor: Guillermo el Bastardo, que entonces contaba siete años. La decisión provocó disturbios en todo el país y el bretón Alain, respetando el juramento hecho a Roberto de preservar Normandía del caos, intervino militarmente, no para apoderarse del ducado, sino para defender los derechos del joven Guillermo, amenazado por la nobleza. Finalmente, Guillermo el Bastardo, a quien más tarde llamarían Guillermo el Conquistador, pudo reinar en Normandía. Fue este príncipe tan joven quien sofocó la rebelión de los nobles y quien, poco a poco, restauró una paz duradera. La paz de Dios protegía a campesinos, peregrinos, religiosos, mujeres, niños y comerciantes de la sangrienta hostilidad de los señores. El nuevo duque proclamó la tregua de Dios sobre todo el territorio y prohibió los combates durante el Adviento, la Cuaresma, la Pascua y en domingo. Naturalmente, ese armisticio no era aplicable a él. Esa tregua de Dios era, de hecho, la tregua del príncipe, un príncipe que se casó con una reina, Matilde de Flandes, y convirtió Normandía en la provincia más dinámica de Europa, un gran soberano que partiría a la conquista de Inglaterra en 1066, el día de san Miguel.

Sin embargo, si bien la calma había regresado a la casa del príncipe, no había sucedido lo mismo en la morada del Ángel. En realidad, el abad Suppo enriquecía el patrimonio, el tesoro y la biblioteca de la abadía montesina, pero también a su familia transalpina. Almodius, al igual que sus hermanos, no tardó en descubrir la simonía de Suppo, sin embargo no se enfrentó a él; decidió esperar, fingiendo no ocuparse de los asuntos temporales del monasterio. Contrariamente a Almodius, Roberto, el antiguo prior de Hildeberto, entró en conflicto abierto con el abad y tuvo que exiliarse del Monte. Se hizo eremita en la isla vecina de Tombelaine, donde redactó un comentario del Cantar de los Cantares. Lo llamaron Roberto de Tombelaine. Liberado de un enemigo, Almodius decidió sacar provecho de los despilfarras del romano amante de la riqueza: hizo dotar a la biblioteca de libros de gran valor y desarrolló las actividades del scriptorium, que adquirió una fama considerable. La paz militar y social restaurada por el duque Guillermo favoreció la circulación de manuscritos y la llegada de los copistas más hábiles y de brillantes intelectuales que fundaron una escuela en Avranches. En esa época, el mundo de Almodius era de pergamino de piel de cordero, o de delicada vitela de ternero nacido muerto. Su universo estaba constituido de plumas de pájaro, cuernos de buey, patas de liebre, hojas de oro y pigmentos de color, de cuya secreta alquimia nacían las iluminaciones en rojo y verde típicas del trabajo montesino. Sus pensamientos estaban poblados de orlas, de palmetas, de letras capitales con cabezas de perro, máscaras de dragón, águilas y leones. El constructor había construido la leyenda del Monte con piedras; él la erigía sobre finas pieles de animal y sobre su propia piel: arrugada y amarilleada por los años, reseca a causa de la interminable espera y fustigada por la penitencia, la carne de su cuerpo estaba marcada por estigmas densos como regueros de tinta. Sus ojos negros, fatigados por el examen minucioso de los manuscritos, veían a veces danzar las criaturas fantásticas de las iniciales zoo-mórficas.

Hizo copiar a Platón, la Biblia, a Beda el Venerable, a los santos Agustín, Jerónimo, Ambrosio y Gregorio Magno, numerosos tratados de ciencias profanas, pero la obra de la que se sentía más orgulloso era sin discusión
De introductio monachorum
, la historia sagrada del Monte, la leyenda de Auberto y de la montaña, escrita como la de Moisés y el Sinaí, en la que la abadía benedictina adoptaba la forma de la Jerusalén celeste. La construcción de la gran iglesia abacial aún no había terminado, pero ya vivía para la eternidad la gloriosa epopeya de los benedictinos del «Mont-Saint-Michel a merced del mar». Con vistas a edificar el alma de los peregrinos, Almodius hizo escribir también los
Miracula
, una recopilación de anécdotas sobre las apariciones y los milagros protagonizados por el Arcángel, como la de aquella mujer embarazada a quien san Miguel salvó de las aguas durante la marea alta apartando el mar a su alrededor, en un lugar que después habían señalado con una gran cruz que aparecía y desaparecía a capricho de las mareas.

Mientras Almodius se dedicaba por entero a la ciudad de los libros, el conflicto entre el abad Suppo y sus indignados hijos alcanzaba tal magnitud que los monjes amenazaban al abad con toda clase de hostilidades. El duque Guillermo tuvo que intervenir y mandó a Suppo de vuelta a su península. Almodius creyó una vez más que había llegado su turno, y una vez más sus esperanzas se vieron frustradas. En la montaña, la excitación había llegado al límite y, pese al alivio causado por la destitución de Suppo, los hermanos seguían irascibles: ¡un abad había osado robar a su abadía! ¡Era al mismísimo Dios a quien Suppo había traicionado! Había que dejar de reclutar a los abades fuera de la montaña; que los duques normandos cesaran de intervenir en esa elección y que los monjes los eligieran libremente entre ellos, tal como prescribía la regla. Almodius era uno de ellos, es verdad, pero los benedictinos desconfiaban de quien había explotado los vicios de Suppo. No tenían en cuenta que Almodius había enriquecido el scriptorium, luego la abadía, y no a sí mismo. Ofendido por tanta necedad e ingratitud, Almodius se dejó llevar por la vehemencia que teñía su carácter y cometió un error que le costó el cargo de abad. Acusó a sus hermanos de regodearse en el desorden que reinaba en la peña y de gozar personalmente de aquellos años de incuria: en el refectorio les servían vino puro en proporciones que no habían cesado de aumentar, se atiborraban de carne asada, de tocino y de alimentos que la regla prohibía. Descuidaban el trabajo manual, tan querido por Benito, en beneficio de misas privadas, cada vez más numerosas, por las que recibían dinero que algunos no entregaban a la comunidad. En una palabra, se habían aprovechado de la manga ancha de Suppo y, como su antiguo abad, su corazón estaba corrompido. Irritados por semejante acusación, y asustados ante la idea de verse reducidos de nuevo a la pobreza, al vino mezclado con agua y al puré de judías, los monjes relegaron a Almodius a su sagrado
scriptorium
y se negaron a elegirlo. Lo lamentaron amargamente: el duque Guillermo aprovechó la circunstancia para imponerles a otro de fuera de la abadía montesina, un monje de Fécamp, Raúl de Beaumont. Esto sucedió en 1048, Almodius tenía cincuenta años y hacía veinticinco que esperaba acceder al abaciado. Raúl resultó ser un pésimo abad, y la situación en la peña se hizo insostenible. En 1050, Raúl salió del Monte para ir a Jerusalén. Murió en el camino de regreso, extenuado por las fatigas del viaje, como Roberto el Magnífico. En su deseo de evitar a toda costa que el duque Guillermo les impusiera de nuevo a una de sus criaturas, los monjes estuvieron sin abad durante casi tres años, en una anarquía total. Mientras tanto, el tenaz Almodius iba convenciéndolos uno a uno de que solo él podía restaurar el orden y la grandeza en todo el monasterio. Como había aprendido la lección que sus hermanos le habían dado con ocasión de la sucesión de Suppo, contuvo su violencia y empleó la diplomacia. Su argumento principal era su pertenencia a la abadía, a la que llevaba consagrado cincuenta y siete años. Pocos hermanos podían jactarse de haber sido fieles al monasterio montesino durante tanto tiempo. Prometió que, si era elegido, no modificaría la práctica de las misas de pago ni las costumbres en vigor en el refectorio. El candidato logró convencer. Quedaba, no obstante, un obstáculo mayor: el duque de Normandía. Aprovechando las dificultades militares de Guillermo frente al rey de Francia y su necesidad de dinero, los monjes obtuvieron su permiso para elegir libremente a un abad entre ellos a cambio de un donativo financiero al ducado. Era un acto de simonía similar a los que habían reprochado a Suppo, pero para ellos tenía una justificación suprema: que el Monte fuera de los montesinos. Los frailes del Monte, insulares celosos de su autonomía y su independencia, obtenían, pues, su revancha frente a los príncipes normandos.

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