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Authors: Frédéric Lenoir & Violette Cabesos

Tags: #Histórico

La promesa del ángel (55 page)

BOOK: La promesa del ángel
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—Déjalo, no tiene importancia —la consuela Flo—. Es simplemente una reacción de amor propio, un reflejo de macho herido en su virilidad. Se siente humillado porque no le has pedido su opinión antes de actuar, eso es todo. Es su manera de salvar la cara. Estoy segura de que dentro de unas horas, mañana como mucho, estará de vuelta en su puesto. Nunca se han hecho excavaciones en la cripta; no se lo perdería por nada del mundo.

—No es que le tenga mucho aprecio —contesta Johanna—, pero debo reconocer que es un buen arqueólogo, y además, nunca es bueno para un equipo que uno de sus miembros lo abandone de esta forma.

—No le des más vueltas —insiste Jacques—. Deja que haga lo que quiera. Te apuesto una botella de calvados a que no dimite.

—Apuesta aceptada. Si tienes razón —dice Johanna—, te compro uno de veinte años.

Esa noche, cuando Sébastien se pone a preparar la cena —un plato fuerte, callos, que solo tiene que calentar—, el ayudante de Johanna todavía no ha vuelto al redil. Simón espera a la joven en Saint-Malo, pero ella ha retrasado su salida por si Patrick regresa: se impone una explicación y ella está impaciente por enfrentarse a Fenoy. Johanna mira el reloj, suspira, huele con pesar el bloque de callos que empieza a fundirse lentamente en la cazuela y se decide a irse. Mientras baja los escalones que conducen a la calle principal, con cuidado a causa de los tacones, levanta la cabeza hacia el crepúsculo rojo. Pasado mañana, dentro de dos días como máximo, comenzarán las excavaciones en la Virgen Soterraña. Debería estar satisfecha, pero se siente oprimida. Sí, como ahogada por una mano invisible que no es la de su espectro. Camino de Saint-Malo, se esfuerza en encontrar la causa de esa sensación sin conseguirlo. Está encantada de encontrarse con Simón, a quien no ha visto desde hace varios días debido a las vacaciones de Pascua y a la llegada de los primeros turistas; él ha vuelto a Saint-Malo para abrir su tienda todos los fines de semana y ahora solo vive en el Monte a tiempo parcial. Esa obligación, lejos de contrariar a Johanna, la ha aliviado, pues ve con malos ojos que se haga pública su relación y se empeña, en contra de los deseos de Simón, en rodearla de la mayor discreción posible. No obstante, lo quiere, lo quiere más de lo que ha querido nunca a François o a cualquier otro hombre, pero es más fuerte que ella, no puede soportar exhibir a la luz del día ese amor excepcional, esos instantes robados a la insignificancia de su realidad afectiva, que, para seguir siendo hermosos, sólidos y duraderos, deben permanecer ocultos, inaccesibles a la cara cruel del mundo. Pasado el arrebato romántico de las primeras semanas, las citas nocturnas en la vivienda montesina de Simón volvieron a la joven temerosa y esquiva; la distancia geográfica que separa el Monte de Saint-Malo, aunque escasa, le devuelve el aplomo. Eso le permite, efectivamente, proteger a François, a Simón y a ella misma de los chismorreos inherentes a un pueblo, pero intuye que ese no es el principal motivo de su apaciguamiento. Ese pequeño alejamiento le permite mantener el control de la relación, no entregarse por completo a Simón, pues tiene la impresión de que, si lo hace, lo perderá.

Antes de llamar a la puerta del suntuoso apartamento que Simón ocupa arriba de la tienda, entra en una bodega y compra una botella de champán fresca: tiene ganas de celebrar con él el próximo inicio de las excavaciones en la Virgen Soterraña. Él la estrecha entre sus brazos como si Johanna regresara de una expedición de diez años al Polo Norte.

—Estoy deseando que llegue el domingo por la noche —le susurra al oído, abrazándola fogosamente— para cerrar la tienda y volver al Monte. Después, una semana más y se acaban las vacaciones de Pascua, vuelvo a casa y podremos vernos de nuevo todos los días, como antes.

—Pero a mí me gusta mucho venir aquí —objeta ella—. Me permite cambiar de aires y es agradable.

—Sí, y sobre todo aquí no corres el riesgo de cruzarte con algún conocido… No te entiendo. ¿Te avergüenzas de mí o qué?

—Simón, ¿cómo puedes decir una cosa así? No, ya te lo he explicado mil veces: mi vida privada solo me concierne a mí, y no me apetece nada alimentar los cotilleos de mi equipo y de la gente del Monte.

—¡Pues que hablen! —replica él, irritado—. ¿A nosotros qué más nos da? Somos mayores, libres, y estamos juntos por voluntad propia. Tu preocupación constante por el qué dirán me parece completamente ridícula y anacrónica. ¿O acaso son esos dos años con un hombre casado los que han hecho que te aficiones a andar a escondidas?

—Por favor, Simón, no empieces. No tengo ningunas ganas de que discutamos esta noche, he tenido un día muy duro. Mejor escucha la estupenda noticia que tengo que darte.

Johanna saca la botella de champán de la bolsa de plástico.

—¿Burbujas? —dice él, sonriendo con cara de sorpresa al tiempo que la coge por la cintura—. ¿He olvidado la fecha de tu cumpleaños? Yo diría que cae en pleno verano.

Ella deja la botella, observa sus bucles negros con hilos plateados, sus patillas grises, sus espléndidos ojos, su piel bronceada por las escapadas al mar, que le hacen parecer un marino del Mediterráneo. Aspira su perfume, que huele a carreras desbocadas a caballo por un bosque oscuro y mágico. Le coge la cabeza y mira fijamente sus pupilas, que parecen bolitas de anís.

—Es algo mucho más importante que mi cumpleaños —contesta—. En realidad, se trata de un segundo nacimiento. Sí, una vuelta a la vida, de entre los muertos… hacia el mundo de los vivos… El mío y el de otra persona.

—Yo también tengo esa sensación, Johanna —susurra Simón—, estaba muerto y tú me has reanimado.

Ella no comprende de qué habla. Después se da cuenta del peligroso malentendido.

—Es verdad —masculla—, pero no es de nosotros dos de quien hablo. Se trata de otra cosa. Bueno, ahí va: voy a dirigir una campaña de excavaciones en la Virgen Soterraña; empezamos dentro de dos días.

El estupor hace que Simón se quede lívido. Johanna no habría imaginado que su tez aceitunada pudiera mudar hacia un tono tan pálido. Él creía que iba a manifestarle su amor, mientras que lo que hace ella es declarar su pasión por una cripta y su habitante sin cabeza. Johanna se siente idiota… Él la suelta y a ella le parece ver pasar por sus ojos un destello de asco.

—Estoy atónito —confiesa—. Atónito y disgustado, sí, disgustado… Como todos los enamorados del Monte —dice, recalcando bien las dos últimas palabras—, siento un apego especial por ese lugar, el más antiguo de la abadía, que constituye una prueba de los orígenes de la montaña y posee una atmósfera insólita, de encanto medieval perfectamente perceptible. Me parece irritante y lamentable que alguien ponga patas arriba ese lugar. Es… es como un sacrilegio, una profanación.

—Tranquilo —contesta ella en voz baja—, no eres el único que opina así.

—¿Qué esperas encontrar? ¿Y por qué no me habías dicho nada hasta ahora? —se subleva—. Decididamente, antes me he quedado corto: no es el culto al secreto lo que tú profesas, sino a la intriga, el complot y el disimulo. Te compadezco… ¡Para demostrar tan poca confianza hacia los que te quieren, debes de detestarte mucho!

—No tanto como tú en este momento… —replica ella débilmente, con los ojos empañados.

—¡No ves lo que tienes delante de las narices, te lo juro! ¿Ahora crees que te odio? ¡Ciega y encima paranoica! Pero ¿qué demonios te ha pasado para que rechaces hasta ese punto el amor humano? ¡Una cosa al menos es segura, y es que con tus piedras, tus viejas tumbas y tus tipos casados, no arriesgas nada! ¡Con eso no hay peligro, no hay di
Scusi
ones
matrimoniales
, no hay promesas que cumplir, no hay compromiso, no hay traición ni abandono posibles! Bueno, ¿vas a contestarme de una vez en lugar de ponerme esa cara de víctima en la que no creo ni por un segundo?

Jamás lo habría creído capaz de tanta ferocidad. Pillada en falta, permanece plantada, con el abrigo puesto, frente a Simón, cuya pasión decepcionada le hace agitarse, dar vueltas por el vestíbulo como una fiera hambrienta que no puede alcanzar su comida. Luego, como aquella noche de septiembre con François, cuando por primera vez desde su infancia acababa de ver —y de reconocer— la Virgen Soterraña, una inmensa tristeza la invade. Corre a encerrarse en el cuarto de baño para dejar que los espasmos y los gritos de niña sacudan su gran cuerpo de mujer. Simón se queda anonadado por su reacción; luego despliega todos los remordimientos, las disculpas y las palabras tiernas que conoce —y conoce muchas— para que se digne abrirle la puerta. La abraza como una madre mima a su hijo, le habla como un hermano consuela a su hermana; por último, se refugia en ella como un hombre desahoga su dolor en una mujer.

Desplomada en un sillón del salón, frente a la chimenea, Johanna se siente exhausta y rota por las lágrimas. Allí también se oye la violencia de la marea, y la joven se compara con las murallas de piedra que los cuchillos de espuma intentan atravesar. Cuando Simón se decide a tenderle una copa de champán, de ese champán que ha desencadenado el drama, ella mira la copa con expresión hostil y luego ausente.

—Brindemos, de todos modos —murmura él, ansioso—. Por lo menos este champán me ha permitido, sin haber bebido una gota, decirte, muy mal, eso sí, cosas que me pesaban en el corazón desde hacía tiempo.

Con los ojos rojos e hinchados, cercados de manchas negras de rímel, ella le envía una sonrisa triste.

—Sí, y creo que yo también debo liberar el mío de cosas que lo habitan desde hace todavía más tiempo.

Levanta la copa hacia él, la vacía de un trago y comienza su relato. Le cuenta sus tres sueños, le habla del cuaderno de Aelred Croward, del padre Placide, del espectro, de la maldición del Arcángel… Al terminar, su copa, que Simón ha llenado y ella no ha vuelto a tocar, se alza junto a la botella, que Simón se ha bebido mientras la escuchaba. Sin decir palabra, él se levanta, llena una pipa curva y la enciende, de pie en el otro extremo de la habitación.

—¿Crees que estoy loca? —pregunta Johanna, incómoda por ese silencio.

—Johanna —dice él en tono grave—, sabes lo que siento por ti. Gracias o debido a eso, me niego a mentirte. Me alegro de que por fin hayas confiado en mí, ahora comprendo que te haya resultado tan difícil, pero… debo decirte que esa historia me produce una inmensa desazón.

Ella aprieta los labios y espera a que se explique mejor.

—Desde un punto de vista puramente racional —prosigue Simón, sacando humo de la pipa como un Sherlock Holmes—, no tienes ninguna prueba material de que ese espectro haya existido y de que apareció realmente en el pasado. En cuanto al hecho de que sea la misma «persona» que el autor del manuscrito de Cluny, del que no se sabe nada y que se sospecha que se lo inventó todo, lo cual no le quita ni un ápice de talento, es pura y simplemente delirante. Lo peor es que vas a destrozar la cripta más antigua del Monte para verificar esas alegaciones. Oficialmente, por supuesto, porque tus razones oficiosas me parecen alucinantes. ¿Cómo puedes dar crédito a ese viejo chocho, que, contentísimo por tu visita, con toda probabilidad te ha soltado lo que tenías ganas de oír? En resumen, todo eso no es más que una creación de espíritus demasiado sensibles, y muy neuróticos, con una imaginación desbordante.

Johanna ya está de pie y se dirige con paso decidido a la puerta del salón.

—Espera —dice él con suavidad, cogiéndola de un brazo—, no he terminado. No olvido que estoy ante una brillante universitaria, así que hago una exposición en dos partes. Esta era la primera, la concepción cartesiana.

—Perdona, pero terminé los estudios hace tiempo —replica ella secamente— y no estoy aquí para jugar.

—Discúlpame… Era para desdramatizar —confiesa con cara de colegial—. Por favor, siéntate y escúchame hasta el final.

Johanna le dirige una mirada acerada, pero vuelve a sentarse en el sillón y cruza las piernas.

—Decía… —prosigue él, apoderándose de la copa de Johanna— que era la visión lógica, razonable, contemporánea, «normal». Pero…, porque hay un pero…, tú sabes que soy español por parte de madre y bretón por parte de padre; tengo, por lo tanto, un alma apasionada, romántica, literaria…, vamos, que de vez en cuando envía alegremente la sacrosanta razón científica a paseo.

Está justo detrás de Johanna, con los dedos sobre el respaldo del asiento, y a ella le parece notar una súbita oleada de calor.

—Bien, supongamos…, es una hipótesis de estudio, no una certeza…, supongamos que ese monje decapitado existe, se encuentra atrapado en la Virgen Soterraña por culpa de un asombroso castigo angélico y escoge de vez en cuando a un vivo para que lo saque de la trampa. Imaginemos…, repito, imaginemos que realmente se apareció en el pasado a fray Ambrosio, al caballero intrépido y al prior de dom Larose, y en el presente, o por lo menos en el pasado reciente, a ti, a través de tus sueños. Sería demencial, inexplicable, paranormal, irracional, pero… ¿por qué no? Sin ser un católico ferviente, yo no creo que el mundo solo tenga una dimensión material, al menos espero que no, sería demasiado deprimente. Pienso que algunas cosas superan el entendimiento humano; por eso, tu historia, por descabellada y absurda que parezca, quizá sea plausible en algunos puntos.

Ella se vuelve y le quita la copa de champán medio vacía.

—Quizá sea concebible… —prosigue, pensativo—. Pero dudo de que haya que desear que lo sea, porque sería terrible…, incluso dantesco, porque ese espectro no es Román, ese pobre fraile extraviado en los meandros de su mundo imaginario, ese monje frustrado, no, eso no es posible. Si en todo esto hay un ápice de veracidad, ese espectro al que quieres liberar, cosa que al parecer ya han intentado otros…, ¡es un espíritu maléfico!

Simón se coloca frente a ella, delante de la chimenea, con la pipa en la mano.

—Mira —prosigue—, si lo que te ha contado ese tal padre Placide pasó de verdad, cometes una equivocación al identificar al autor del manuscrito, fray Román, con ese espectro. Para empezar, no hay ningún vínculo directo o indirecto entre esas dos historias. Y después, ¡te olvidas de los crímenes! Los que has visto en sueños no se corresponden con los que al parecer se describen en el cuaderno inglés. En realidad, los asesinatos que tú no has soñado no vienen a cuento de nada, lo que me hace pensar que ese monje sin cabeza está jugando contigo, igual que jugó con los otros «testigos». Además, no creo en esa supuesta maldición de San Miguel. Si hay una maldición, no puede emanar de un ángel sino del Diablo. Ese fantasma, si existe, solo puede ser un espíritu maligno, impregnado de fuerzas maléficas que seducen y matan a los que lo han visto, sin duda para apoderarse de su alma. Sí, probablemente es él el asesino, y si no ha suprimido a esos hombres con sus propias manos, lo habrá hecho indirectamente, entrando en posesión del espíritu enfermo de pobres humanos que, manejados por ese poder, se han destruido a sí mismos o han matado a sus hermanos. En conclusión, si toda esa fábula encierra algo de verdad, de ninguna manera debes excavar en la Virgen Soterraña.

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