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Authors: Frédéric Lenoir & Violette Cabesos

Tags: #Histórico

La promesa del ángel (56 page)

BOOK: La promesa del ángel
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Ella lo observa con interés y sobrecogimiento, pero guarda silencio.

—En el fondo —continúa Simón—, sigo siendo muy escéptico. Una de dos: o todo esto es un entramado de estupideces y supersticiones, más propias de estar en una novela que en tu encantadora cabeza, en cuyo caso deploro que te las creas, por ti misma y por esa cripta que te dispones a destrozar, o esta historia tiene algún fundamento y sería suicida excavar en la Virgen Soterraña, y no quiero que lo hagas porque no quiero que te pase nada.

—Es muy amable por tu parte que te preocupes tanto por mí, pero, si te he entendido bien, eso significa que o bien soy una tonta muy crédula, o bien una kamikaze temeraria, y tanto una cosa como la otra son tremendamente halagadoras.

Él se arrodilla a los pies de Johanna y le acaricia los tobillos.

—Lo siento, pero es lo que pienso —confiesa con dulzura—. No me guardes rencor. No me apetece andarme con paños calientes contigo. Déjame ayudarte.

—Pero, entonces, ¿quién te gusta? —insiste ella, más tranquila—. ¿La ingenua o la suicida?

—Pensándolo bien, tal vez las cosas no sean tan tajantes —retrocede—. Reconozco que, si yo me encontrara en tu lugar, no estaría más orientado. Todo esto es muy desconcertante. Personalmente, siempre he tenido a gala separar sueño y realidad, ficción y concreción, pero comprendo que sea una tarea ardua para un alma como la tuya, de belleza alimentada de libros, atrapada por largos estudios históricos.

—Ese cumplido ya me lo has hecho —replica Johanna con mordacidad, liberando sus tobillos y levantándose—. En Nochevieja, cuando te leí la confesión de Román, ya me acusaste de no saber establecer la diferencia entre lo imaginario y lo real. Pues bien, aunque te pese, no es que crea, es que sé, ¿me oyes?, sé que todo eso es verdad, que el monje decapitado existe fuera de mi cabeza, que no es un espíritu maléfico, que no me hará ningún daño, y que me necesita y se llama fray Román.

Ha pronunciado las últimas palabras prácticamente gritando. El se levanta, primero desconcertado por la rabia de Johanna y luego dominado por una cólera fría.

—Puesto que te empecinas en tragarte todas las leyendas que te cuentan, hazme el favor de creer la que ahora voy a contarte yo —le espeta en un tono cortante.

Se aleja unos pasos y enciende de nuevo la pipa. Una bruma gris que despide un aroma a melaza avainillada invade la habitación. Inmóvil como una estatua, Johanna observa a Simón con acritud.

—La verdad es que sospecho que tu anciano del asilo —dice, aspirando una bocanada—, que me has dicho que es bretón, se ha inspirado en este cuento para tejer, total o parcialmente, la historia de fantasmas que te ha ofrecido. Porque se trata de una leyenda bretona que en Armórica todo el mundo conoce. Se llama La misa del aparecido y transcurre en la parroquia de Plougasnou, en Finisterre, en tiempos remotos, unos días antes de Todos los Santos. Una de las últimas noches de octubre, uno de los jóvenes vicarios estaba rezando con tanto fervor en la iglesia que no se dio cuenta de que el sacristán cerraba el santuario. Cuando el vicario se percató de que se había quedado encerrado y de que nadie lo oiría, se resignó a pasar la noche en el coro. Se instaló en su asiento y se durmió. De repente lo despertó un ruido extraño y vio, acercándose desde la sacristía, a un sacerdote desconocido que lucía ornamentos negros, llevaba una vela en la mano y se dirigía hacia el altar para encender los cirios. Una vez que hubo terminado, habló con voz profunda, sombría y cavernosa. El sacerdote de negro preguntó tres veces: «¿Hay alguien para responder a mi misa?». Aterrorizado por esa aparición, el vicario permaneció en silencio. Entonces el misterioso sacerdote apagó los cirios y desapareció. El vicario buscó en la iglesia y en la sacristía, pero no encontró ni rastro del oficiante. Por la mañana, al ser liberado por el sacristán, contó su aventura. Nadie lo creyó y fue acusado, en el mejor de los casos, de haber soñado, y en el peor, de haber bebido demasiado. Ofendido, el vicario se prometió regresar a la iglesia la noche siguiente, esperar y salir de dudas. Así lo hizo y, al oscurecer, ocupó de nuevo su sitio en el coro, solo. A medianoche apareció el mismo sacerdote de negro, quien hizo exactamente lo mismo que la víspera y formuló la misma pregunta, también tres veces. El vicario no se movió. Entonces, el religioso sopló sobre los cirios y se desvaneció. Por la mañana, el vicario repitió lo que había visto y convenció al párroco, que seguía mostrándose incrédulo, de que pasara la noche siguiente con él en la iglesia. La tercera noche, a la misma hora, el sacerdote de negro apareció y, ante la mirada atónita del párroco y del vicario, preparó el altar como tenía por costumbre. Pero, cuando hizo su eterna pregunta: «¿Hay alguien para responder a mi misa?», el vicario se levantó y se presentó ante él. Entonces, el enigmático sacerdote se puso a celebrar el oficio de difuntos y el vicario lo asistió. Cuando la celebración hubo terminado, el sacerdote se volvió hacia el vicario y le contó su historia. Trescientos años antes, él era vicario de esa parroquia y había muerto súbitamente, antes de poder decir una misa que había solicitado una desdichada mujer y por la que esta había pagado. Desde entonces, aparecía todos los años durante la semana de la fiesta de Todos los Santos, esperando que alguien respondiera a la misa que seguía debiéndole a Dios y a aquella mujer. Como no había encontrado a nadie hasta esa noche, siempre volvía al purgatorio. Dio las gracias al vicario que acababa de liberar su alma prisionera. Antes de partir para el cielo, dijo su nombre, que no podía pronunciar desde hacía tres siglos, y advirtió al vicario de que antes de Navidad moriría. Porque todo aquel que responde a un difunto o acude en ayuda de un aparecido, muere poco después…, aunque la ayuda que ha dispensado al alma en pena garantiza a la suya el Paraíso. Citó al vicario en el cielo, y casi dos meses después el joven vicario murió.

Simón se queda en silencio. Levanta los ojos hacia Johanna. Ella está tan blanca como una losa de mármol, cuyas vetas negras las forman los regueros de maquillaje.

—Es increíble —murmura la joven, con expresión ausente—. El que establezca relación con el otro mundo perecerá, pues ha cruzado la frontera entre mundo terrestre y mundo celeste. Ha visto el reverso de las cosas y, en consecuencia, a partir de ese momento pertenece al otro lado del espejo. Es maravilloso, otro sentido para «hay que excavar la tierra para acceder al cielo» que yo no había visto… Si lo libero cavando la tierra, accederá al cielo… ¡y yo también, justo después de él!

Simón avanza a zancadas, rojo de exasperación y a punto de estallar.

—¡Estás completamente loca! —grita, zarandeándola por los hombros—. ¿Te das cuenta de lo que dices? Está claro que tu imaginación se ha impuesto definitivamente a tu razón, has perdido el sentido común. ¿Quieres morir, es eso? ¿Estás dispuesta a desaparecer para demostrar la verdad de una leyenda? ¡Enciérrate en esa cripta, puesto que solo estás bien ahí, y ahógate atracándote de tierra como aquel caballero! Cuando encuentren tu cadáver, explicaré que habías perdido la cabeza pero habías encontrado la del hombre de tu vida, así que te fuiste con él al cielo. ¿Y yo? ¿Piensas en mí? —pregunta, agarrándola del cuello de la camisa y respirando contra su cara—. ¿Prefieres estar enamorada de un fantasma inexistente, o de un espectro asesino si existe, antes que de mí? Pero ¿qué te he hecho yo para recibir esto, o, mejor dicho, qué no he hecho? ¿Vas a decírmelo, eh? ¿Tengo que contarte historias macabras sin parar para que te dignes prestarme atención? ¿Tengo que hacerte tener pesadillas para que me mires? ¿Tengo que convertirme en un asesino para que me quieras?

—¡Estás a punto! ¡Vas a estrangularme! —articula con esfuerzo Johanna.

Él la suelta de inmediato, paralizado al tomar conciencia de lo que está haciendo. Contempla sus grandes manos morenas y a Johanna mientras recupera el aliento. Ella le dirige una mirada afligida y se encamina hacia la puerta.

Simón permanece postrado un rato demasiado largo. Cuando se rehace, lloroso, mascullando disculpas, corriendo después hacia la entrada del piso, ella ya se ha ido. Baja precipitadamente la escalera para ver arrancar en tromba, en la calle iluminada, el pequeño coche de Johanna.

Esta se detiene a varios kilómetros de allí, al borde de la carretera que conduce al Monte. Desconecta el móvil para no contestar a Simón y se mira en el espejo retrovisor. Parece que se haya escapado de un manicomio, con el pelo revuelto y las mejillas manchadas de rímel. Cierra los ojos y deja caer la cabeza sobre el volante, pero no puede llorar por la actitud de Simón. La ha desconcertado, pero las palabras duras, las dudas, el discurso acusatorio que ha pronunciado contra ella le repugnan más que su acto, motivado por la pasión. Es cierto que ha intentado acercarse a ella admitiendo, pese a no creerlo, que su historia puede encerrar una parte de verdad, pero se equivoca de medio a medio si toma al monje decapitado por un espíritu maligno… En el fondo, es Johanna quien andaba descaminada al pensar que el amor de Simón le permitiría seguirla. No, nadie puede respaldarla, ni siquiera ese hombre que la quiere. Está irremediablemente sola en el camino que ha elegido, y ni Paul, ni François, ni Isabelle, ni Simón son capaces de acompañarla. Ella es la única que ha sido tocada por el aliento del espectro y ese hecho la vuelve ajena al mundo de los vivos. Recuerda la leyenda que Simón acaba de contarle y comprende cuan vano y quimérico es contar la historia de uno a cualquiera. Ese sendero que ha tomado está en los confines del mundo terrestre, en la linde del cielo, es su vía y no tiene ningún derecho a hacer caminar por ella a nadie más. Sí, ahora todo está claro…, ella está lejos, demasiado lejos ya para los hombres. Si quiere llegar al final del viaje, debe renunciar a las circunstancias y a las normas del mundo en el que ha vivido. Contrariamente a lo que cuenta la leyenda bretona relatada por Simón, ella no cree, después de todo, que el final del periplo sea la muerte, su muerte… No, el fantasma no la conducirá al cielo, al contrario, la devolverá a sí misma. Se da cuenta de que, pese a lo ajeno que le es todo cuanto rodea su vida desde que vive en el Monte, jamás se había sentido tan cerca de lo que es realmente y que antes desconocía. Esa búsqueda le ha hecho descubrir a una mujer intuitiva, amable, consciente de sus deseos, sensible, comprometida, íntegra. Integra, sí, esa es la palabra adecuada, no dividida entre los apetitos de su espíritu y los, divergentes y despreciados, de su cuerpo… Un ser coherente, armonioso, dedicado a una búsqueda que en ocasiones la supera, pero otorga a su existencia un valor nuevo: el sentido exonerado de la duda. Poco importa que la crean o no, que pase por loca, que Román y Moira hayan vivido realmente, que el monje decapitado no sea sino un fantasma nacido en su cabeza o en la de los monjes de antaño… La realidad patente de toda esta historia, tal vez la única realidad, es que sitúa a Johanna en el corazón de su propia historia, la centra en la única aventura válida: encontrarse a sí misma. Eso, naturalmente, los demás no lo ven… Johanna mira a través del parabrisas el polvo de estrellas que espolvorea las tinieblas como si fuera azúcar angélico. Suspira y decide romper con Simón. Pondrá como excusa su acto violento para dejar de verlo. Quizá más adelante, cuando haya terminado su misión, esté preparada para acercarse a él y caminar a su lado, con plena conciencia de sí misma. Si todavía se aman… Pero, por el momento, es demasiado pronto. Conecta de nuevo el móvil. Busca el buzón de voz y escucha la música de los remordimientos de Simón. Después, firme y decidida, reanuda el camino hacia la montaña.

Mientras sube los peldaños que conducen a su casa, piensa que se ha liberado de la sensación de opresión que tenía en el pecho unas horas antes, cuando se disponía a reunirse con Simón. En lugar de eso, nota simplemente el hambre que le pellizca el estómago. No ha comido nada desde mediodía, y constata que ya son las doce y media de la noche. Con un poco de suerte, quedarán callos… Con mucha mala suerte, Patrick habrá vuelto y lo encontrará en el salón, esperándola para una batalla en la que ella ya no tiene ganas de participar. Prefiere que lleve a cabo su amenaza de dimitir; así habrá un obstáculo menos. Está pensando en esa posibilidad cuando oye a su espalda unos pasos apresurados y una respiración jadeante. Se vuelve y ve a Guillaume Kelenn.

—¡Johanna! —la llama—. La he visto pasar, estaba en el bar… ¿Tiene un momento?

Sus largos y rubios cabellos sueltos, su brillante mirada castaña verdosa —sin duda a causa del alcohol— y su fino bigote le hacen parecer un vikingo. ¡El colmo tratándose de él, tan orgulloso de sus orígenes celtas! La arqueóloga, desconfiada, hace un gesto afirmativo. Nunca es muy locuaz con el joven, cuyos arrebatos la irritan.

—¿Quiere venir a tomar una copa conmigo? —propone Guillaume.

—Es que… todavía no he cenado —confiesa— y estoy muy cansada. Prefiero irme a casa.

—Bueno, no pasa nada —dice él, aunque su rostro expresa lo contrario—. Solo quería felicitarla.

—¿Felicitarme? ¿Y por qué, si puede saberse?

—¡Por qué va a ser! ¡Por la campaña de excavaciones en la Virgen Soterraña! ¡Es fantástico! —exclama, como si fuese algo evidente.

Johanna no disimula su estupor.

—Gracias, Guillaume. La verdad es que usted es uno de los pocos que se alegra. Estoy agradablemente sorprendida —añade, dedicándole la mejor de sus sonrisas.

—Ah, sí, estoy al corriente —contesta Kelenn—, en particular respecto a Fenoy, del que no se tiene ninguna noticia, por cierto… En cualquier caso, Brard no lo ha visto. Su ayudante ha desertado sin más.

Es una grata información para Johanna, que se siente cada vez mejor.

—Eso no debe afectarla. Podrá prescindir perfectamente de él —prosigue Guillaume, haciendo unos gestos que muestran su grado de afinidad con el ayudante de Johanna—. Es absolutamente maravilloso, unas excavaciones en el santuario más secreto de la abadía… La envidio, ¿sabe? ¡Me encantaría estar ahí! Si quiere, podría sustituir a Fenoy.

Johanna está tan atónita como tranquilizada. Por lo menos hay alguien que no vilipendia sus excavaciones.

—Me temo que es imposible —le contesta con voz melosa—, pero no tendré ningún inconveniente en permitirle visitar con regularidad los trabajos arqueológicos y en comentarlos con usted.

—Gracias —dice él, acercándose para estrecharle la mano—. Es un detalle encantador por su parte. Oiga Johanna, ¿no le parece que ya va siendo hora de que nos tuteemos?

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