La promesa del ángel (58 page)

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Authors: Frédéric Lenoir & Violette Cabesos

Tags: #Histórico

BOOK: La promesa del ángel
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—¿Qué creéis, que no soy capaz de seducir? —replica, levantándose—. Si os contara mi vida, no saldríais de vuestro asombro.

—Deja tus aventuras de Casanova para otros —replica Sébastien, muerto de risa—. Te creemos, no te preocupes.

—¡Maldito mocoso! —lo insulta Jacques, tratando de agarrarlo por la camisa—. Te vas a enterar.

—¡Calma! —exclama Johanna—. Muy bien, habéis conseguido bajar al nivel de jardín de infancia.

Jacques lanza una mirada asesina a Sébastien, apura su copa y farfulla que va a tomar el aire. La puerta se cierra ruidosamente. Patrick, que ha asistido a la escena en silencio, esboza una sonrisa altanera y sube a acostarse. Sébastien ayuda a las dos mujeres a quitar la mesa refunfuñando.

—No hemos sido nada amables con Jacques —constata Florence mirando a Sébastien—, y es un buen tipo. El pobre…, estoy casi segura de que no ha tocado a una mujer en su vida; ve historias de sexo en todas partes, ¡menuda manera más simple de interpretar el relato de fray Román hace un rato! Anda necesitado, se nota por la forma que tiene de mirar a las mujeres, de soslayo, ¿eh, Jo?

—Como tú misma has dicho, es un buen tipo —la corta Johanna—. Las piedras las mira directamente a la cara, y para mí eso es todo lo que cuenta. Lo demás no me interesa.

—Aunque solo sea por una vez, deja de hacer de jefa. En la vida hay algo más que el trabajo —bromea Sébastien.

—No lo entiendes, Séb —objeta Florence—, Johanna no quiere despotricar de los demás porque no le gustaría que chismorreáramos sobre sus asuntos amorosos. Pero ¿sabes, Jo?, pese a todas tus precauciones, ya no es un secreto para nadie. Y debo decir que te envidio: Simón Le Meur es guapísimo, parece un príncipe. ¡Qué prestancia! ¡Y qué ramos de flores! A mí no me han regalado nunca uno así.

Johanna está a punto de soltar la pila de platos que tiene en las manos para abofetear a Florence. Esta última se da cuenta de que ha metido la pata. Johanna deja con calma el cargamento sobre el lavavajillas.

—Simón Le Meur se ha acabado —contesta con voz lúgubre, como si estuviera muerta—. Mira por dónde, tu información no estaba al día, Florence. Ahora sí lo está. Buenas noches.

Johanna deja plantados a Florence y a Sébastien y se retira a su habitación.

Antes no había dado rienda suelta a su cólera y lo hace ahora, por dentro. Román y Moira acostándose juntos…, ¡qué vulgaridad! Para calmarse, piensa en su viejo sueño, su deseo imposible de excavar sola. Piensa en ello cada vez más a menudo. De hecho, desde que han empezado los trabajos en la cripta, soporta muy mal la presencia de sus colegas. ¡Ojalá desaparecieran todos! Para ella, el único que se salva es Guillaume Kelenn. Hay entre los dos una complicidad insólita y misteriosa que no es atracción amorosa, y todavía menos física, ni siquiera amistosa… Es otra cosa, un vínculo externo: sin duda su pasión común por la cripta, su receptividad a sus ondas telúricas —que los demás perciben con expresión de hastío—, su ardiente interés por las excavaciones, aunque con un propósito diferente. Johanna no le ha dicho a Guillaume nada de su objetivo secreto, de modo que el joven, como todo el mundo, lo desconoce. La lectura del manuscrito de Román le ha impresionado, sobre todo la historia de Moira, una celta, quizá una de sus antepasadas. Johanna cree que lo que Guillaume espera encontrar en la cripta son los vestigios del antiguo dolmen, o el alma de Moira, el alma de su propio pasado, un pasado —real o imaginado— que le obsesiona hasta el punto de impedirle vivir el presente. Al igual que Johanna, lo que persigue con tanto ardor es una parte de sí mismo. Al igual que Johanna, el verdadero sentido de sus indagaciones es inmaterial, personal, místico. Al igual que ella, lo que desea resolver es su enigma íntimo; lo que excava, su tierra interior. Sí, la similitud simbólica de su búsqueda es lo que ha creado esa complicidad instintiva entre Guillaume y ella, un entendimiento profundo pero tácito que sus inconscientes conectados han debido de comprender. En un arrebato de afecto fraterno —alentado por el alcohol—, Johanna siente deseos de telefonear a Guillaume para hacerle partícipe de sus reflexiones. Pero se echa atrás. Recuerda su decisión: debe permanecer sola en el camino. Se acuerda de la noche fatal con Simón, hace tres semanas, cuando desveló toda su historia y aquello provocó el fin de su relación. Se prohíbe sentir remordimientos. Durante una semana, Simón lo intentó todo para conseguir que lo perdonara, pero los ramos de flores que le envidia Florence exhalan para Johanna el repugnante olor de su error. No lamenta haber conocido a Simón, guarda recuerdos conmovedores de los momentos que han pasado juntos; en cambio, se reprocha haber confiado en él, haberse quedado en una situación de indefensión a sabiendas de que la consecuencia sería acabar devorada. «Abandonarse a otros lleva indefectiblemente a que esos otros te abandonen a ti», piensa.

Ha sido ella quien lo ha dejado, es verdad, pero no ha hecho sino confirmar la reacción de rechazo de Simón. Ella le ha mostrado el alma y él ha escupido encima; no solo no la ha creído, sino que la ha insultado y casi la estrangula. Ha renegado de ella, así de simple.

Armada con esta relectura de la escena, Johanna ha arrojado teatralmente al mar, al caer la noche, las rosas rojas que le ha enviado Simón. Para que se canse, ha mantenido el móvil desconectado y ha hecho que su aliado Dimitri, el más discreto del equipo, filtre las llamadas al teléfono de la vivienda. En el Monte, no ha encaminado sus pasos a otro sitio que no sea su casa o la cripta a fin de no encontrárselo por las callejuelas, contando con la presencia de sus colegas —y el escaso gusto de Simón por el escándalo público— en caso de que se le ocurra aparecer. El fin de semana se ha ido a París, donde ha visto a Isabelle y a François. Ha tirado la carta que le ha mandado sin abrirla. El silencio y la huida son su armadura, y el orgullo viril de Simón el órgano en el que debe clavar la punta de su espada; ha apuntado bien, y al cabo de ocho días de tentativas tan incesantes como infructuosas para comunicarse con Johanna, Simón se ha ofendido y se ha refugiado en su orgullo. Las llamadas han cesado y no ha recibido más flores ni cartas. Solo tiene que seguir evitando entre semana la zona peligrosa donde vive Simón. De todas formas, el avance del mes de mayo, sus puentes y el inicio de la temporada alta la separarán definitivamente de él, pues Simón tendrá que marcharse de la montaña para atender su tienda, recluida detrás de las murallas de Saint-Malo.

A la mañana siguiente, apaciguados por la resaca, los miembros del equipo se reúnen en torno a la mesa del desayuno. Dimitri tiene la cara congestionada, como si se hubiera pegado con alguien; las lágrimas rusas tienen la fuerza de un puñetazo. Sébastien y Florence, mudos frente a Johanna, escrutan su tazón como si esperaran encontrar dentro el tesoro de la cripta. Patrick, atrincherado en su nuevo yo, permanece impasible y silencioso ante las tostadas. A las ocho y media, Johanna empieza a preocuparse por la ausencia de Jacques, a quien nadie ha oído entrar en casa.

—Debió de hacer un recorrido por los bares —deduce Sébastien sin alterarse— y acabar demasiado borracho para atreverse a venir, teniendo en cuenta el jaleo que armó la última vez a las tres de la mañana y la bronca que le echaste. Debe de estar durmiendo la mona en un arroyo medieval.

De pronto llaman a la puerta.

—¡Ahí está! —exclama Sébastien.

Sobrecogida por un mal presentimiento, Johanna se levanta para abrir.

No es Jacques quien aparece en el umbral, sino Christian Brard, con un hermoso cielo de fondo y un policía a cada lado. Todos se levantan. Brard está muy pálido.

—Buenos días… Lo siento mucho, pero tengo que darles una mala noticia —dice—. Esta mañana, temprano, un empleado del servicio de limpieza ha encontrado a nuestro amigo Jacques… al final de la rampa del potro. Desgraciadamente… está muerto.

Sébastien se queda lívido, Patrick suelta la cuchara, Dimitri se tapa la boca con las manos y Florence deja escapar un grito.

—Es increíble… y terrible —resume Johanna—. ¿Qué le ha pasado?

—Eso, ustedes nos ayudarán a averiguarlo —responde el oficial de policía, que, al igual que muchos eminentes colegas suyos, tiene un curioso acento y un bigote impresionante—. Por el momento, todo lo que podemos decir es que cayó por la abertura practicada junto al potro…, una caída de treinta y cinco metros por el aire hasta que el desdichado se estrelló contra el suelo. No resulta agradable verlo…

—¿Cuándo lo vieron por última vez? —pregunta Brard en un tono de policía.

Johanna relata brevemente los acontecimientos de la noche anterior.

—Mmm… A primera vista, la ebriedad podría demostrar la tesis de un accidente —concluye el policía, atusándose el bigote—. Sabremos más cuando el inspector y el forense lo hayan visto…, y todavía más después de la autopsia. Ustedes no se muevan de aquí —dice, dirigiéndose a todos—. La policía judicial querrá interrogarlos.

—¿La autopsia? ¿La… policía judicial? —murmura Florence, espantada.

—Así es, señorita —confirma el policía—. Ha caído, tal vez por accidente o tal vez voluntariamente, pero también es posible que alguien lo haya empujado.

—Johanna —le dice Brard en un aparte—, cuento con usted para avisar a la familia.

Mujer e hijos, el pobre Jacques no tenía, eso Johanna lo sabe de sobra. Busca entre las cosas del arqueólogo y encuentra una pequeña libreta de direcciones roja donde unas pocas personas tienen el privilegio de figurar. Identifica a los padres de Jacques, que viven en París, pero no tiene valor para llamarlos. Se inclina por su hermana, que vive en Estrasburgo.

La hermana promete estar allí esa misma noche y avisar a sus padres. Johanna cuelga y se reúne con los otros. Están abatidos, pero no olvidan perderse en conjeturas: el potro está junto al lugar donde estaban excavando, Jacques fue por alguna razón, quizá para dormir allí, se asomó por encima de la barrera que protege mal el acceso a la gran abertura, se recostó para mirar las estrellas —sí, había muchas la noche anterior— y, dado su estado de embriaguez, cayó… Fue una caída mortal, claro… ¡Oh, pobre, pobre Jacques, era un hombre tan dulce, tan cordial, tan competente, tan admirable, lo querían todos tanto! Johanna no puede soportar esas expansiones morbosas y sale a la calle. Recuerda el pensamiento que formuló la noche anterior de verse libre de sus colegas y excavar sola en la cripta. Se siente fatal. Tiene que respirar, que reflexionar, que tomar el aire, como Jacques anoche… ¡El aire! La palabra la azota como un latigazo, y más allá de la palabra, la idea, la idea aterradora. Jacques ha muerto al caer por el aire, como el monje de su sueño infantil, al que vio colgado…, y Moira, hace casi mil años, que se balanceaba bajo el cielo del Monte cuando la sometieron al primer suplicio…

«¿Es posible que no sea una coincidencia? —se pregunta—. Sería horrible, ya que implicaría que Jacques ha sido víctima de un asesinato y que alguien, un loco, un demente, lo ha matado siguiendo el modelo de tiempos pasados. Sin embargo, Jacques no vio al monje decapitado… No, pero el arqueólogo estaba sondeando la cripta. Es eso, alguien reproduce la trama criminal de que antaño fueron víctimas, tal como se cuenta en el cuaderno de dom Larose, los que excavan en la Virgen Soterraña. Entonces, ¡todo el equipo está en peligro!»

Johanna se echa a temblar en mitad de la escalera que sube hacia la iglesia abacial, con la mirada perdida en una lontananza más alejada que la del mar, cuyas olas retroceden.

«El mar…, el agua, el segundo suplicio… —piensa—. ¿Y si las advertencias escritas en el costumario que leyó dom Larose estuvieran fundadas? ¿Y si la cripta estuviera maldita… y el espectro fuese un espíritu maléfico, tal como creían algunos monjes y Simón? ¡No, no! ¡Están equivocados! Piensa, Johanna, piensa: el asesino tiene que ser forzosamente el que robó el famoso cuaderno. O el que lo tiene en su poder. Es él el espíritu malsano y peligroso, que ha usado lo que ha leído en la libreta para matar a Jacques, pero esto no tiene nada que ver ni con los cuatro elementos que inspiraron los suplicios de Moira, ni con el manuscrito de fray Román, y todavía menos con un carácter "diabólico" del monje sin cabeza…, es obra de un psicópata, sin duda, pero ese hombre, o esa mujer, es un contemporáneo, un ser de carne y hueso.»

Mientras medita, ha reanudado la marcha hacia la abadía. No se fija en el camino que sigue y al cabo de un momento se encuentra a unos metros de la rampa de acceso al potro. El espectáculo que tiene ante los ojos es surrealista: una furgoneta de la policía, un coche de bomberos y una ambulancia llenan la estrecha calzada. Los uniformes correspondientes van de aquí para allá, ocultándole a medias una forma gris, cubierta con una manta, que yace al pie de la impresionante cuesta. Bordeada de rocas y de matorrales anárquicos, la pendiente construida en piedra por la mano del hombre parece la rampa de lanzamiento de un misil: arriba de todo, desemboca en la fachada sur de la abadía, y se interrumpe en la cima de una abertura practicada entre dos grandes arcadas en el siglo XIX, en la época de la prisión estatal, para albergar el potro. Johanna baja la mirada hacia la zona de lanzamiento y de repente se siente en otro mundo, el de una realidad que no conoce. Se acerca. Nadie le presta atención. Unos camilleros depositan la voluminosa silueta gris sobre una camilla. La levantan, pero han calculado mal el peso de su carga, y esta resbala y cae al suelo, boca arriba, medio destapada. Johanna jamás habría podido imaginar lo que ve entonces por espacio de dos segundos, el tiempo que los enfermeros tardan en reparar su torpeza. Es el cadáver de un hombre al que no habría reconocido. La ropa que cubre sus gruesos miembros destrozados quizá… Pero el rostro… No tiene rostro: una papilla oscura lo cubre por completo, un magma de sangre, huesos y carne desmenuzada, un maquillaje atroz que le ha aplastado la nariz, los ojos, la boca, el maquillaje de la insoportable realidad, que ninguna quimera pueda conjurar. Johanna se vuelve de espaldas y vomita en medio de la calle.

En una nebulosa, le parece distinguir las facciones finas de Christian Brard; después cae en un agujero negro que se ha abierto a sus pies.

Se despierta una hora más tarde, en su cama, con Florence a su lado. Tiene la boca pastosa y nota un sabor acre.

—Hola —dice Fio—. Me alegro de que estés de vuelta, Jo… Te desmayaste y unos enfermeros te trajeron.

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