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Authors: Frédéric Lenoir & Violette Cabesos

Tags: #Histórico

La promesa del ángel (13 page)

BOOK: La promesa del ángel
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Johanna sonrió, descolgó el teléfono y marcó un número.

—¿Isa? Soy yo. No, no, estaba en el psicoanalista. Ah, sí, lo desconecté anoche cuando me acosté y esta mañana se me ha olvidado conectarlo. Sí, estoy bien. No, este fin de semana no, tiene que quedarse con su mujer y los niños… ¿Lloviendo? Bueno… Si el hombre del tiempo lo ha dicho, entonces… A la una en el jardín de Luxemburgo, en nuestro banco. Vale, hasta mañana. Yo también, Isa. Chao.

El domingo por la mañana ya no llovía y el cielo tenía el color invernal del cielo de París: un blanco sucio y opaco. Arrebujada en la gabardina, Johanna miraba los barquitos que los críos empujaban en el estanque del jardín con ayuda de un palo. Isabelle, como de costumbre, llegó tarde, y como de costumbre, adujo una justificación doméstica.

—Hola —dijo, dándole un beso—. Perdona, pero esta mañana ha habido un drama: Jules había perdido su osito fetiche, me he pasado una hora registrando su habitación, y al final ha resultado que Tara lo había metido en el lavavajillas para vengarse de su hermano porque le había dicho que su muñeca era fea… Oye, no tienes buena cara…

Johanna se obligó a sonreír. Isabelle, que trabajaba como periodista en una revista mensual femenina, era una vieja amiga del instituto de Fontainebleau que se había convertido en amiga íntima pese a que llevaba una vida muy diferente de la suya. Más bien bajita, cabello rubio y corto, ojos de color avellana, siempre elegante pese a las redondeces heredadas de sus dos embarazos, Isa tenía un apego a la realidad cotidiana que irritaba a Johanna tanto como la beneficiaba.

—Vamos a comer —dijo Isa—. Una copa de vino tinto no te sentará mal, y además, tengo que hablar contigo.

—Bueno, ¿qué te pasa? —preguntó Johanna cuando estuvieron sentadas a la mesa—. ¿Tienes problemas?

—Mi querida Johanna —le contestó Isa—, una vez más, creo que no te enteras de nada… Perdona que no me ande con rodeos, pero eres tú quien está mal, por si no te has dado cuenta. No sé de qué va, pero tienes aspecto de fantasma de serie Z, y hace semanas que estás así… ¿El psicoanálisis no te ayuda?

—Sí, pero… —balbució ella, con los ojos anegados de lágrimas.

—Cariño… —se compadeció su amiga—. Comprendo, es una mala racha, pero eso nos pasa a todas, ¿sabes? ¡Acuérdate de cómo estaba yo después de dar a luz a Jules! Estás en una edad delicada para una mujer «soltera», Francois no está casi nunca para darte apoyo… Oye —prosiguió, tras un segundo de interrupción—, se me acaba de ocurrir una idea genial. Verás, la revista me envía una semana a Italia para hacer un gran artículo sobre las riquezas turísticas de Apulia y me voy el miércoles. Podrías acompañarme. ¿Sabes?, a veces hay que saber huir de los problemas para abordarlos mejor después, desde otro punto de vista…

—¿Apulia?

—Sí, la Puglia, el tacón de la bota. En esta época todavía hace buen tiempo, parece ser que se come muy bien, que es una región medio salvaje… ¡Y piensa en lo guapos que son los italianos! Solo tienes que pagar el billete de avión, y no subirá mucho… Todo lo demás lo arreglo yo con el periódico. Venga, Jo, anímate. Además, hace lustros que no has hecho vacaciones… ¡Será una pasada disfrutar juntas de los hoteles y los restaurantes! Venga, no me dejes sola con todos esos apuestos italianos… ¡Piensa en el honor de mi querido esposo!

—Isa, el miércoles es dentro de tres días, ¡no puedo! Estamos en plenas vacaciones de Todos los Santos y en mi yacimiento casi todos se han tomado días libres… ¿Y Francois? Quiere pasar el jueves por Cluny para verme…

—Pero bueno, ¿acaso tu querido Francois te consultó antes de irse un mes a Cabourg este verano? —replicó Isabelle en un tono de amable enfado, al tiempo que encendía un cigarrillo—. Y eso de tu yacimiento… En fin, perdona que te lo diga, pero el jefe es Paul, no tú, aunque, eso sí, eres una ayudante imprescindible. ¡Pero tú también tienes derecho a tomarte unos días libres, qué demonios! Además, ¿qué pasa con las treinta y cinco horas? Tus esqueletos pueden esperar perfectamente una semana, ¿no?

El comandante del vuelo anunció que el avión iniciaba el descenso hacia Brindisi y que la temperatura en tierra era de veintidós grados. Isabelle cerró las guías y el mapa que había consultado durante el viaje tomando notas; Johanna dejó de pensar en Francois. Tenía sentimiento de culpa por haberse negado a verlo antes de marcharse y por lo que le había hecho pasar desde el famoso fin de semana en Mont-Saint-Michel. Sin embargo, no sentía un arrepentimiento profundo. Era como si su fuerza vital y su voluntad estuvieran anuladas. Se dejaba llevar por el curso de las cosas, sin tratar de influir en ellas. Seguía aferrándose a su trabajo, más por costumbre que por verdadera convicción, persuadida de que jamás encontraría la tumba de Hugo de Semur. Ante la insistencia de Isabelle, había terminado por ceder, cansada por anticipado de oponerse a ella. Si Francois le anunciara ahora que la dejaba, no lucharía. La joven tenía la extraña sensación de haber nadado a contracorriente de su existencia… Actualmente, con treinta y tres años, estaba sin aliento y tenía los músculos más flojos que los de un viejo. Había recurrido al psicoanálisis como quien acepta una muleta, consciente de que la terapia nunca la pondría en pie, pero la ayudaría a no caer enseguida. Era una cuestión de tiempo, y la cantidad de medicamentos que ingería mañana y noche reforzaban más esa impresión de flotar, de deslizarse lenta pero inexorablemente hacia una nada contra la que era vano resistirse, al tiempo que era inútil precipitarla.

—Alquilaremos un coche y tomaremos la carretera que bordea el Adriático hasta Lecce, Otranto y Santa Marina di Leuca, en la punta del tacón —anunció Isabelle—. Después subiremos por el otro lado, por la costa del mar Jónico, hacia el norte…

—Muy bien, conduces tú —contestó Johanna.

Tres días más tarde, las pecas de Johanna se habían multiplicado sobre su nariz y sus mejillas por efecto del sol y tenía la mirada chispeante. Algunas veces se debía a los vinos de la zona, que tenían catorce grados, y con frecuencia al encantador cambio de ambiente que le ofrecían las ciudades barrocas, el mar turquesa, la tierra roja, los campos de trigo duro salpicados de amapolas y las extensiones de olivos centenarios, de troncos secos y nudosos como los brazos de un viejo contorsionista.

Isabelle no había mentido sobre los tesoros gastronómicos de la región y, por un precio irrisorio, las dos glotonas se ponían las botas de pasta, ensaladas de pulpo tibias, gambas frescas, cordero asado y cremosos helados que habrían hecho palidecer a los restaurantes italianos más esnobs de París. Los escasos turistas se habían marchado hacía tiempo y, a pocos días de Todos los Santos, se extasiaban, solas, en las estrechas carreteras del valle de los
trulli
, esas insólitas edificaciones de piedra seca y tejado cónico, que parecían casas de elfos silvestres cuyo bosque hubiera desaparecido para ser reemplazado por cepas de vid.

—¡Es disparatado! —exclamó Johanna—. ¡Parecen casas de pitufos! ¿Qué es ese signo pintado en el tejado?

—No se sabe exactamente —respondió Isabelle, tocando el claxon al acercarse a una curva—. Corresponde a los astros, creo… He leído en algún sitio que estaban habitadas desde el siglo XII, ¿te das cuenta?

La fantasmagoría de aquellas piedras, unidas por el hombre según un impenetrable misterio, intrigaba a Johanna.

—¡Y espera, que todavía falta lo mejor! —le advirtió Isabelle—. Vamos a Alberobello, la ciudad de los pitufos… ¡No hay más que
trulli
por todas partes!

Efectivamente, una vez pasados los suburbios industriales, vestigios de un esplendor regional convertido en miseria, apareció un pueblo entero de casas encaladas, con tejado cónico de piedra.

—Vaya… —dijo Isa, cerrando la portezuela del coche—, no lamento haber hecho este periplo… ¡Menuda diferencia comparado con Florencia y Venecia!

Johanna no pudo evitar pensar que Francois no la había llevado nunca a Venecia, pero enseguida olvidó sus quejas de chica romántica.

—Jo, ponte ahí, por favor, junto al
trullo
de la viña virgen —ordenó la periodista—. Voy a hacerte una foto.

Cuando no estaba al volante del coche, Isa hacía fotos sin parar, tanto para cubrir las necesidades de su reportaje como para impresionar a su marido y a sus hijos. Exigía que Johanna o algún autóctono posara, cosa que irritaba a su amiga, para quien la belleza intrínseca de los viejos muros no necesitaba en absoluto la sonrisa publicitaria de un humano de paso.

—¡Ni hablar, Isa, ya estoy harta! —estalló la arqueóloga—. La próxima vez, que te acompañe una top model de la revista, así cubrirás las páginas de moda, pero a mí olvídame, no es lo mío.

—Vale, vale, tranquila. Esta vez posaré yo y tú haces la foto, ¿te parece bien?

—Sí, pásame la cámara.

Isa se acercó a la pared blanca. Su conjunto verde manzana, salido de los talleres de un joven diseñador, hacía juego con el color de la parra que se extendía por el borde del tejado redondo.

—¡Perfecto! —exclamó Johanna, mirando a través del visor—. ¡Muy bonito! Espera, zoom adelante…, eso es…

Johanna apartó la cámara y dejó ver un rostro con una expresión de tremendo estupor.

—¿Ya está? —preguntó Isa—. ¿Qué te pasa? ¡Parece que hayas visto a los siete enanitos!

Sin responder, Johanna avanzó boquiabierta hacia la construcción y se dirigió a la izquierda de donde estaba su amiga. El nombre de la calle estaba grabado en letras doradas en una placa de mármol. Johanna no podía apartar los ojos del rótulo. Isabelle se acercó y leyó la inscripción:
via Monte San Michele
.

—¡Anda! —exclamó, atónita—. ¿Se puede saber qué pinta Mont-Saint-Michel aquí?

Se enteraron preguntándole a una tendera. No se trataba de la montaña normanda, aunque los normandos hubieran gobernado durante un tiempo Apulia, sino de una referencia a un lugar destacado de la región, el monte Gargano, donde san Miguel se había aparecido. El lugar sagrado se elevaba a un centenar de kilómetros, en Monte Sant'Angelo.

—No es posible… —murmuró Johanna—. Ese maldito lugar tiene un gemelo en la otra punta de Europa, en un rincón completamente perdido, y he tenido que ir a parar ahí.

Inmediatamente maldijo el destino, o la coincidencia fortuita. La situación habría hecho reír a Francois, pero ella se puso a despotricar contra su inconsciente, su conciencia, el azar, la mala suerte, la revista de Isabelle y su propia amiga, quien, si hubiera podido, se habría transformado en manzana verde para acabar convertida en compota, por lo apesadumbrada que estaba de haber sido el fruto de la tentación que hacía surgir los viejos demonios de Johanna. Salieron de Alberobello en dirección a Ostuni, un maravilloso pueblo edificado sobre una colina. Isabelle esperaba que el encanto oriental de las piedras de Ostuni conjurase el hechizo que había vuelto a apoderarse de su amiga.

Al contrario que Alberobello, aldea de llanura construida por duendes agricultores, Ostuni parecía una ciudad marroquí encaramada en las alturas, de un blanco casbah y colgada del cielo como una Essaouira altiva y católica. Isabelle y Johanna dejaron el coche en una plaza de la ciudad nueva, en las faldas del promontorio, y subieron a pie a la ciudad medieval. La pendiente era suave y las calles, amplias, formaban un laberinto apacible; bordeadas de bloques cuadrados de viviendas blancas, las callejas exhalaban un olor de ragú y de verduras fritas que escapaban de las floridas ventanas y de las pequeñas trattorias abiertas a la calle. Johanna escrutaba las placas de las calles, pero no encontró ni rastro del Arcángel. Tan solo una virgen de escayola pintada, metida en una hornacina, le envió una mirada afligida desde detrás de la reja. En la parte más alta del casco antiguo no había ninguna abadía, sino una espléndida catedral de frontón veneciano, con el rosetón cincelado como un sol gótico. En la cima del monte, las dos amigas contemplaron el panorama: un océano de olivos formaba una bahía de bronce con lentejuelas plateadas, de donde emergían insólitos montículos de piedra. Al son de la música juguetona del viento, las olas vegetales ondeaban como un vientre oriental. Al final de la tierra y del cielo yacía un desierto azul, oscuro e inerte: el mar parecía muerto.

—Es suntuoso, ¿eh, Jo? —se aventuró a decir Isabelle—. Ostuni la blanca, la ciudad de las tres colinas… Una pequeña Roma, pero de otro estilo. ¡En verano debe de ser terrible, con los turistas y la canícula! Pero merece la pena que hable de ella en mi artículo… Esta noche iremos ahí abajo —añadió, señalando con un dedo el vacío—, a una antigua alquería transformada en hotel de diseño.

El fresco envolvía poco a poco la ciudad, mientras el color del cielo cambiaba hasta adquirir el mismo azul oscuro del mar. Johanna no contestó, pero no pudo contener un escalofrío.

—¡Estás temblando! —dijo Isabelle—. ¿Tienes trío?

—Un poco —respondió su amiga, con la mirada perdida en la lejanía—. Y también tengo mucha hambre. ¿Y si fuéramos a cenar? ¿Has reservado mesa en algún sitio?

—No, pensaba buscar un restaurante para mencionarlo en mi artículo. Vamos, hay muchos, y en esta época no tendremos que pelearnos para encontrar sitio. Toma, ponte esto —añadió Isa, sacando una cazadora del bolso.

Johanna se puso la chaqueta de piel y siguió a su amiga. El sol se estaba poniendo y, pese a las farolas que iluminaban las fachadas gredosas, Johanna solo veía sus zapatillas de lona bajando con dificultad los escalones.

—No te preocupes —intentó tranquilizarla Isabelle, cogiéndola del brazo—, encontraremos un buen restaurante, nos ponemos las botas y mañana será otro día.

—Isa, te adoro, pero si las angustias existenciales se pasaran a golpe de cuchillo y tenedor, todos seríamos felices… y estaríamos obesos.

—Puede ser —repuso Isabelle, tratando de aparentar seriedad—, y entonces las revistas como la mía dejarían de exhibir a esas chicas talladas en un grano de arroz, y las gordas risueñas triunfarían. Mi lema es:
Fat power
! Venceremos porque somos las más optimistas.

Johanna empezó a desplegar una amplia sonrisa. Isabelle se había detenido delante de un letrero que parecía excitar muchísimo su curiosidad de militante.

—¡Fíjate en eso, Jo! —exclamó—.
La taverna della gelosia
: La taberna de los celos… Es un nombre genial. ¿Nos apostamos una ración de pulpo a que lo dirige una espléndida mujer metida en carnes?

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