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Authors: Agatha Christie
—Charles —dijo Tommy—. Charles y Edmund. Dan la impresión de haber estado jugando al tenis. Llevan unas extrañas raquetas. Aquí tenemos a William ¿Quién sería? Y al comandante Coates.
—Aquí está... ¡Oh Tommy! Ésta es Mary.
—Sí. Mary Jordan. Aquí está su nombre, bajo la fotografía.
—Era muy guapa. Mucho, ¿eh? La foto está algo desvaída, pero se ve bien... Tommy: ¿no te parece extraño que estemos contemplando el rostro de Mary Jordan?
—¿Quién tomaría esta instantánea?
—El fotógrafo que dijo el viejo Isaac, quizás. El del poblado. Es posible que tenga en su poder muchos viejos retratos. Un día tenemos que hacerle una visita.
Tommy habíase desentendido ahora del álbum y estaba abriendo una carta que había llegado con el correo del mediodía.
—¿Algo interesante? —preguntó Tuppence—. Aquí quedan dos cartas más. Un par de facturas, me figuro. Esa... esa es otra cosa. Te he preguntado si resulta interesante.
—Puede que sí —contestó Tommy—. Mañana tendré que ir a Londres de nuevo.
—¿Para hablar con los miembros de tus comités de costumbre?
—No es eso. Voy a hacer una visita. En realidad, mi hombre no está en Londres, sino fuera de la ciudad. En un lugar llamado Harrow, creo.
—¿Quién es? —inquirió Tuppence—. No me habías dicho nada.
—Pienso visitar al coronel Pikeaway.
—¡Qué nombre!
—Sí, resulta un tanto raro —reconoció Tommy.
—¿Lo he oído antes?
—Puede ser que haya hablado de él alguna vez. El hombre vive inmerso en una permanente atmósfera de humo. ¿Tienes por ahí tabletas contra la tos, Tuppence?
—¿Tabletas contra la tos? Pues no sé... Sí, creo que sí. Compré una cajita de ellas el invierno pasado. Pero, bueno, últimamente no te he oído toser.
—No, pero toseré en cuanto me entreviste con Pikeaway.
—¿Por qué crees que desea verte?
—Lo ignoro —repuso Tommy—. El hombre menciona aquí a Robinson.
—¿El individuo de la faz amarilla con quien hablaste recientemente?
—Cierto.
—Quizá nos hayamos mezclado en algo muy especial y reservado, Tommy.
—No lo creo... Todo esto, por otro lado, tuvo lugar (si es que en realidad sucedió algo raro) hace años y años, en una época de la que el viejo Isaac no se acuerda.
—Los pecados nuevos tienen viejas sombras... —dijo Tuppence—. ¿Es eso lo que reza el dicho? No. Me parece que no es así... ¿No será: los viejos pecados tienen largas sombras?
—Olvídalo, Tuppence. Ninguna de las dos formas me parece correcta.
—Esta tarde creo que voy a ir a ver al fotógrafo. ¿Piensas acompañarme?
—No —repuso Tommy—. Pienso darme un buen baño.
—¿Vas a bañarte? El agua estará terriblemente fría.
—No importa. La necesito así. Necesito refrescarme, saberme limpio, despojado de las telarañas, que creo todavía sentir en el cuello, en las orejas. Algunas me dan la impresión de haberse colado entre los dedos de mis pies.
—Pues yo, decididamente, iré a ver al señor Durrell, o Durrance, o como se llame. La otra carta, Tommy... No la has abierto.
—Creo que ni siquiera la había visto. ¡Oh! Ésta puede contener algo bueno.
—¿De quién es?
—De mi investigadora —explicó Tommy, adoptando una actitud un tanto solemne—. Me refiero a la mujer que ha estado consultando por encargo mío, por toda Inglaterra, libros de muertes, enlaces matrimoniales y nacimientos, archivos periodísticos y hojas de censos. Es una colaboradora de gran valor.
—¿Buena colaboradora y al mismo tiempo bella?
—No lo suficientemente bella para que a ti te llame la atención.
—Me alegro —contestó Tuppence—. ¿Sabes lo que pienso, Tommy? Ahora, con algunos años encima ya estás más expuesto que nunca a concebir ideas raras en materia de colaboradoras bellas.
—Las mujeres realmente no sabéis estimar en lo que vale un esposo fiel —señaló Tommy.
—Todas mis amigas dicen que con los maridos... nunca se sabe —contestó Tuppence, maliciosa.
—Procura elegir mejor tus amigas, querida.
Tommy cruzó
Regent's Park
, avanzando luego por varias calles en las que no había estado desde hacía algunos años. En otro tiempo, él y Tuppence habían vivido en un piso situado cerca de Belsize Park. Recordaba sus caminatas por Hampstead Heath y el perro que les había acompañado en aquellos paseos. Había sido el can en cuestión un animal con opiniones propias, por así decirlo. Al abandonar el piso se empeñaba siempre en girar hacia la izquierda, sobre el camino que conducía a Hampstead Heath. Los esfuerzos de Tuppence o de Tommy para obligarle a torcer a la derecha, en dirección a la zona comercial, habíanse revelado inútiles. «James», el obstinado perro, terminaba por tender su alargado cuerpo sobre el pavimento, sacando un palmo de lengua, con lo cual daba la impresión de estar cansado por haberse sometido a un ejercicio impuesto desacertadamente por sus dueños. La gente que en tales ocasiones pasaba junto a éstos no dejaba de hacer comentarios.
—Fíjate en ese pobre animal, tendido ahí... Ese de pelaje blanco, sí, parece una salchicha. Se le ve jadeante... Sus amos se niegan a dejarle ir por donde a él le gusta. El animal está extenuado, indudablemente.
Tommy acababa por coger la correa de manos de Tuppence, tirando de «James» con firmeza, en dirección contraria a la que el perro deseaba seguir.
—Tommy: ¿no sería mejor que lo tomaras en brazos? —le preguntaba entonces Tuppence.
—¡Vaya una idea! «James» pesa demasiado para eso.
«James», con una inteligente maniobra, volvía la longaniza o salchicha que parecía su cuerpo hacia el sitio por el cual deseaba marchar. Después, tiraba con no menos firmeza que Tommy de la correa.
—Está bien, está bien —cedía Tuppence—. Ya iremos de tiendas más tarde. Vámonos... Hemos de complacer a «James», querido, llevándolo a donde le gusta ir. ¿Qué otra cosa podemos hacer?
«James» erguía la cabeza al oír estas palabras moviendo gozoso el rabo. Parecía estar diciendo: «Por fin habéis querido entrar en razón. En marcha pues. A Hampstead Heath, que es lo mío».
Tommy reflexionó unos momentos. Consultó unas señas. Su último encuentro con el coronel Pikeaway había sido en Bloomsbury, dentro de una habitación saturada de humo. Las señas que ahora tenía le situaron frente a una pequeña casa que quedaba no lejos del lugar de nacimiento de Keats. No descubrió en ella nada particularmente interesante o artístico.
Tommy oprimió el botón del timbre. En la puerta de la casa apareció una mujer cuyos rasgos físicos se identificaban con los de una bruja, tal como se había imaginado él que serían tales entes. La mujer tenía la nariz curvada y prolongada, como la barbilla. Las dos cosas parecían ir a entrar en contacto con la menor mueca. La mirada de la vieja era francamente hostil.
—¿Puedo ver al coronel Pikeaway?
—No estoy segura de que pueda —contestó la bruja— ¿Quién es usted?
—Me llamo Beresford.
—¡Ah! Sí. Él le mencionó, me parece.
—¿Puedo dejar el coche ahí enfrente?
—Si. Nadie dirá nada si no está mucho tiempo. Los guardias visitan en raras ocasiones esta calle. Será mejor que lo deje cerrado, señor. Por si acaso.
Tommy obró de acuerdo con tales indicaciones. Luego, la vieja le invitó a entrar en la casa.
—Es en la primera planta —explicó la mujer.
Ya en la escalera se olía fuertemente a tabaco. La bruja llamó a una puerta, asomando la cabeza al interior de la habitación para decir:
—Aquí está el caballero a quien deseaba usted ver. Me ha dicho usted que le esperaba, al menos.
Se echó a un lado, haciendo pasar a Tommy a una habitación llena de humo de tabaco. Casi inmediatamente, empezó a respirar con cierto agobio y tosió. Del coronel Pikeaway, más que sus rasgos faciales, recordaba la nube de humo en que vivía envuelto y el olor a nicotina. Vio un hombre ya muy viejo tendido casi en un sillón bastante desvencijado, con los brazos llenos de agujeros.
EI coronel Pikeaway levantó la cabeza pensativo, cuando entró Tommy. Cierre la puerta, señora Copes —dijo el viejo—. Hay que evitar que entre aquí el aire frío de fuera.
Tommy se dijo que aquello era precisamente lo que convenía allí, que penetrara en la habitación un poco de aire puro, fresco. Pero tenía que resignarse a respirar en el seno de aquella pestilente atmósfera mientras estuviese en aquel cuarto.
—Thomas Beresford —dijo el coronel Pikeaway, ensimismado—. ¿Cuántos años han transcurrido desde la última vez que nos vimos? Tommy no había llegado a puntualizar el tiempo transcurrido.
—En nuestra última entrevista —manifestó el coronel— usted se hallaba acompañado de... ¿Cómo se llamaba? ¡Oh! Es igual. ¿Qué más da un nombre que otro? La rosa no cambiaría de olor si fuese llamada de otro modo. Fue Julieta quien dijo eso, ¿no? Shakespeare hacía decir a sus personajes muchas tonterías. Desde luego, él no podía disimularlo. Era un poeta. A mi, Romeo y Julieta me tienen sin cuidado. ¡Bah! ¡Suicidios por amor! Y sin embargo, se dan, incluso en nuestro tiempo. Siéntese, amigo mío, siéntese.
Tommy obedeció. Pero antes pidió permiso al coronel Pikeaway para
quitar unos libros colocados encima de la única silla que vio disponible.
—Vaya, vaya... Me alegro mucho de verle de nuevo. Ha envejecido un poco, pero se ve que disfruta de buena salud. ¿Es así? ¿No tiene nada de corazón?
—No —respondió Tommy.
—Perfectamente, hombre. Hay demasiada gente ya hoy que es víctima de padecimientos cardíacos, que sufre de tensión arterial... todas esas cosas, en fin. Todos despliegan más actividad de la que pueden. Los hombres se pasan la vida corriendo de un lado para otro, explicando a quien quiere oírles lo ocupados que están, añadiendo que el mundo no puede vivir sin ellos, insistiendo en que son muy importantes y todo lo demás. ¿Es usted así también? Supongo que sí...
—No —repuso Tommy—. Yo no me creo muy importante. Estimo que en la actualidad tengo ya derecho al descanso.
—Una espléndida idea, sí, señor —comentó el coronel Pikeaway—. Lo malo es que tendrá a su alrededor una multitud de personas que no le permitirán hacer realidad sus deseos. ¿Qué es lo que les llevó al sitio en que ahora viven? No me acuerdo del nombre. ¿Quiere usted repetirlo?
Tommy hizo lo que se le pedía.
—¡Ah, sí! Entonces puse las señas en el sobre correctamente.
—Sí, claro. Oportunamente, llegó su carta a mi poder.
—Tengo entendido que usted fue a ver a Robinson. Todavía está en marcha el hombre. Tan gordo como siempre, ¿no?, supongo tan amarillo como siempre también, tan rico como... ¡no, no!... más rico que nunca. En este aspecto, lo sabe todo. Quiero decir que está al cabo de la calle en cuanto concierne al dinero. ¿Y qué es lo que le incitó a visitarle, amigo mío?
—Pues verá usted... Habíamos comprado una casa, la que ocupamos en la actualidad, y un amigo mío me dijo que el señor Robinson podía ser capaz de aclarar un enigma con que mi mujer y yo dimos, en relación con aquélla, referente a una época que ya queda muy lejos de nuestros días.
—Ya me acuerdo... Creo que nunca he hablado con ella, pero sé que su esposa es una mujer muy inteligente. Hizo un buen trabajo cuando... ¿Cómo se llamó aquello? ¡Sí! N o M, me parece.
—En efecto —manifestó Tommy.
—Y ahora han vuelto a las andadas, ¿eh? Buscándole tres pies al gato, ¿verdad? Abrigaban algunas sospechas y...
—No —repuso Tommy—. Nos trasladamos a nuestra actual casa porque estábamos cansados del piso en que vivíamos, cuya renta subía alarmantemente mes tras mes.
—¡Vaya una treta asquerosa! —exclamó el coronel Pikeaway—. Los caseros suelen hacer eso ahora. No se ven nunca satisfechos. Actúan como verdaderas sanguijuelas. Muy bien. Se fueron ustedes a vivir allí.
Il faut cultiver son jardín
—añadió el coronel, arremetiendo de pronto contra el idioma francés—. Necesito repasar mi francés —explicó—. Tengo que estar a la altura de las circunstancias, ¿no le parece? No pierdo de vista que vivo en la época del Mercado Común. Menudo cuento se traen esos señores del Mercado Común... Hay que mirar en lo que queda detrás. O abajo, más allá de la superficie. Así que viven ustedes en
Swallow's Nest...
¿Qué es lo que les llevó a
Swallow's Nest
? Me gustaría saberlo.
—La casa que compramos... Bueno, ahora se llama «Los Laureles» —dijo Tommy.
—¡Qué nombre más tonto! —comentó el coronel Pikeaway—. Era muy popular en otro tiempo, sin embargo. Recuerdo que de pequeño todos nuestros vecinos gustaban de los grandes y presuntuosos caminos que morían a las puertas de sus casas. Los alfombraban de gravilla y luego procedían a bordearlos de laureles. Unas veces preferían la variedad de hoja verde y brillante; otras les daba por la hoja moteada. Lo estimaban muy vistoso. La planta dio su nombre a muchas viviendas y quedó la costumbre. ¿Me equivoco?
—Sí, creo que está usted en lo cierto. Ahora, la última familia que vivió allí le dio el nombre de
Katmandú
a la finca... Bueno, yo sé que se trataba de un nombre extranjero, correspondiente a un lugar fuera de Inglaterra, en el que aquella gente viviera muy a gusto.
—Sí, sí. El nombre de
Swallow's Nest
data de hace mucho tiempo. No obstante, uno debe remontarse a años ya idos, que quedan muy lejos. De eso iba a hablarle precisamente: de la necesidad de retroceder mentalmente...
—¿Conoció la casa, señor?
—¿Cómo? ¿Que si conocí
Swallow's Nest
, alias «Los Laureles»? No. Nunca estuve allí. Pero figuró en ciertas cosas. Ese nombre se halla ligado a determinados períodos del pasado, a gente de cierta época, una de gran ansiedad para los súbditos de este reino.
—Tengo entendido que usted tuvo que ver con una información perteneciente a una persona llamada Mary Jordan. O conocida por tal nombre. De todos modos, eso es lo que el señor Robinson nos dijo.
—¿Quiere saber cuál era su aspecto físico? Acérquese a la repisa de la chimenea. Mire por el lado izquierdo...
Tommy se puso en pie, cogiendo una fotografía que se encontraba en el sitio indicado. En ella se veía una joven tocada con un sombrero, llevando en las manos un ramo de rosas.
—Su aire, quizá, no es el de las chicas de hoy —manifestó el coronel Pikeaway—, pero era una mujer bien parecida, a mi juicio. Una mujer desgraciada. Murió joven. Fue una tragedia.