Read La puerta del destino Online
Authors: Agatha Christie
—Pero, Tuppence, a mí me parece que no se nos ofrece la menor posibilidad de...
—Todo lo contrario, querido —insistió Tuppence—. No sé cómo ni en qué forma, pero creo que cuando uno tiene una idea real, convincente, algo que sabemos que es negro, malo, perverso, y matar al viejo Isaac de unos golpes en la cabeza fue un acto negro, maligno...
Tuppence guardó silencio de pronto.
—Podríamos cambiar el nombre de la casa de nuevo —sugirió Tommy.
—¿Qué quieres decir? ¿Llamarla «Swallow's Nest» en lugar de «Los Laureles»?
Una bandada de pájaros pasó sobre sus cabezas. Tuppence volvió la cabeza, mirando hacia la puerta del jardín.
—«Swallow's Nest» fue el nombre que tuvo en otro tiempo —agregó—. ¿Cómo rezaba el resto de aquella cita? Me refiero a la mencionada por tu investigadora. La Puerta de la Muerte, ¿no?
—No. La Puerta del Destino.
—El Destino. Esto es como un comentario de lo que le ha sucedido a Isaac. La Puerta del Destino... Nuestra Puerta del Jardín...
—No estés tan preocupada, Tuppence.
—No sé por qué... Es una idea que se me ha venido a la cabeza.
Tommy miró a su esposa, confuso.
—«Swallow's Nest» es un bonito nombre, en realidad —declaró ella—. Ha podido serlo. Quizá lo sea algún día.
—Se te ocurren las ideas más extraordinarias, Tuppence.
—«Aunque algo haya imitado el gorjeo de un pájaro.» Así terminaba la cita. Quizá todo esto termine de ese modo.
POCO antes de llegar a la casa, Tommy y Tuppence vieron a una mujer que se encontraba ante la puerta.
—¿Quién será? —inquirió Tommy.
—A esa mujer la he visto antes de ahora —manifestó Tuppence—. ¿Dónde? ¿cuando? No me acuerdo. ¡Ah! Es de la familia de Isaac. Vivían juntos, en la misma casa. Hay en ella tres o cuatro chicos, una muchacha... Claro, puedo estar equivocada.
La mujer dio la vuelta al verles, encaminándose hacia ellos.
—¿La señora Beresford? —preguntó, mirando a Tuppence.
—Si, sí...
—Creo que no me conoce... Soy la nuera de Isaac. Me casé con su hijo, con Stephen. Stephen murió en un accidente. Uno de esos camiones... Uno de los grandes. Fue en una de las carreteras M, la M-2, me parece que fue. La M-I o la M-5. No... Creo que el accidente se produjo en la M-4. De todas maneras... Han pasado cinco o seis años desde aquella fecha. Quería... quería hablar con usted. Usted y... usted y su esposo... —la mujer miró ahora a Tommy—. Ustedes enviaron flores al funeral, ¿verdad? Isaac les hacía algunos trabajos en este jardín, ¿no?
—Sí —respondió Tuppence—. Trabajaba para nosotros aquí. Esto que le ha pasado ha sido algo terrible.
—He venido para darles las gracias. Las flores eran preciosas. De las buenas. Era un ramillete grande, muy hermoso.
—Isaac se merecía eso y más —manifestó Tuppence—. Siempre fue muy servicial con nosotros. Nos ayudó mucho. Nos contó cosas acerca de esta casa, ya que nosotros no sabíamos nada sobre ella. Luego, me enseñó a arreglar el jardín, me dijo cuándo debía plantar los bulbos...
—Si. Conocía bien el oficio. No podía rendir mucho trabajo porque ya tenía muchos años y padecía de lumbago... No podía hacer todo lo que él quería.
—Era muy amable —dijo Tuppence—. Y sabía muchas cosas referentes a este lugar, a sus habitantes.
—Es verdad. Muchos de sus familiares vivieron siempre aquí. Estaban enterados por tal motivo de las cosas que habían sucedido en la localidad al correr de los años. En su mayor parte no las habían vivido, las habían oído contar. Bueno, señora, no quiero entretenerles. Sólo he venido a decirles que les estamos muy agradecidos.
—¡Por Dios! No debía haberse molestado...
—Me imagino que seguirá necesitando de alguien que les arregle el jardín.
—Claro —contestó Tuppence—. Nosotros no estamos en condiciones de ocuparnos de él. ¿Conoce... —Tuppence vaciló, temiendo ser inoportuna con lo que se disponía a decir—, conoce usted a alguien que esté dispuesto a venir a trabajar aquí?
—Así... de pronto... no sé decirle... Pero tendré presentes sus deseos. Nunca se sabe... Le enviaré a Henry... Es mi segundo hijo, ¿sabe? Si puedo solucionarle ese problema le enviaré a mi chico, para que le diga lo que hay. Buenos días...
—¿Cómo se llamaba Isaac? ¿Cuál era su apellido?, quiero decir —inquirió Tommy al entrar en la casa con su esposa.
—Bodlicott, creo. Isaac Bodlicott.
—Ésa es, pues, la señora Bodlicott...
—Sí. La señora Bodlicott es madre de varios hijos. Hay una chica entre ellos. Viven todos en la casa que queda en Marshton Road. ¿Tú crees que sabe quién mató al viejo Isaac? —preguntó Tuppence.
—Yo diría que no —repuso Tommy—. Me dio la impresión de que no sabía una sola palabra en tal sentido.
—No me explico a veces cómo miras a las personas que te rodean —dijo Tuppence—. Es bastante difícil de calibrar eso, ¿no crees?
—Esa mujer ha venido aquí con el solo propósito de darte las gracias por tus flores. No vi en ella nada que me indujera a pensar en un espíritu... vengativo. De abrigar algún rencor, lo habría exteriorizado.
—Es posible que sí y es posible que no —consideró Tuppence.
Esta siguió avanzando en el interior de la casa absorta en sus reflexiones.
A la mañana siguiente, Tuppence fue interrumpida por Albert mientras hablaba con un electricista que había sido llamado para corregir ciertas deficiencias en la instalación de la casa.
—En la puerta hay un chico que desea hablar con usted, señora.
—¿Cómo se llama?
—No se lo he preguntado. Espera ahí fuera.
Tuppence se puso el sombrero que habitualmente usaba para andar por el jardín, bajando la escalera.
En la puerta esperaba un muchacho de doce o trece años, que parecía estar un poco nervioso. No paraba un momento de mover los pies.
—Espero no molestarla —dijo.
—Veamos... Tú eres Henry Bodlicott, ¿eh?
—Si, señora, Bodlicott era mi... Bueno, yo le llamaba tío. Me refiero, claro, al hombre de la encuesta de ayer. Nunca había estado en una encuesta, ¿sabe usted?
Tuppence estuvo a punto de preguntar al chico: «¿Y qué? ¿Te gustó?»
Henry había pronunciado aquellas palabras adoptando una expresión de profunda complacencia.
—Ha sido una tragedia, ¿verdad? —comentó Tuppence—. Una cosa muy
triste.
—Estaba muy viejo ya —dijo Henry—. No creo que hubiese durado mucho tiempo. Cuando llegaba el otoño tosía mucho. Nos mantenía a todos despiertos en la casa por las noches. He venido para preguntarle si quiere usted que le ayude en algo. Mamá me dijo que habían plantado lechugas y que andaban necesitadas de una cava. Bueno, lo primero ya lo sabía porque el viejo Izzy trabajaba aquí y le hacía compañía mientras trabajaba. Podría ocuparme de eso, si le parece bien.
—Eres muy amable, Henry. Vamos a ello.
Los dos echaron a andar por el jardín, dirigiéndose hacia el sitio en que estaban las lechugas.
—La verdad es que fueron plantadas muy juntas —declaró el chico—. Siempre se deja más espacio entre ellas, para poder trabajar.
—Yo no sé nada de estas cosas —confesó Tuppence—. Tengo algunos conocimientos sobre flores. De guisantes, coles y lechugas no entiendo una palabra. Supongo que no te interesará trabajar en mi jardín de un modo fijo.
—No, porque voy todavía al colegio. Generalmente, me ocupo de la distribución de los periódicos y también, al llegar el verano, trabajo en la recolección de la fruta.
—Ya. Bueno, si sabes de alguien que pueda sentirse interesado por esto, dímelo. Me harás un favor.
—Sí, señora.
Tuppence se entretuvo observando las manipulaciones de Henry en la parcela de las lechugas.
—Están muy bien. Esta clase se conserva perfectamente durante bastante tiempo. Son lechugas tempranas, de hojas muy tiernas y sabrosas.
—Bueno chico. Pues muchas gracias —dijo Tuppence.
Ésta dio media vuelta, encaminándose hacia la casa. De pronto, notó que no llevaba su pañuelo y regresó al sitio en que había estado hablando con Henry, quien había echado a andar hacia la puerta del jardín.
—Mi pañuelo... ¡Oh! Está ahí, al pie de ese macizo...
Henry cogió el pañuelo, entregándoselo a su dueña, tras lo cual se quedó con la vista fija en ella, restregando nerviosamente las suelas de sus zapatos contra el suelo.
Parecía estar preocupado, molesto. Tuppence se preguntó qué podía pasarle.
—¿Ocurre algo, Henry?
El chico intensificó sus restregones de suelas contra la tierra, cogiéndose la nariz con dos dedos y frotándose la oreja izquierda.
—Es que yo... Quería saber... Quiero saber... No sé si usted no tomaría a mal que yo le preguntara...
—¿Y bien?
Tuppence miró al chico inquisitivamente.
Henry se puso como la grana y continuó con sus movimientos de pies.
—No me gusta preguntárselo... No me gusta, pero... La gente ha estado diciendo cosas... Yo les he oído decir...
—¿Qué?
Tuppence se preguntó qué podía haber puesto tan nervioso a Henry, qué podía haber oído referente a su vida y a la de su marido, a los nuevos ocupantes de «Los Laureles».
—¿Qué has oído decir?
—Pues... que usted es la señora que detenía a espías o sospechosos durante la última guerra. Su esposo también lo hizo... Se dice que detuvieron a un espía alemán, quien se hacía pasar por otra persona, que tuvieron muchas aventuras y que al final todo se aclaró. O sea, que ustedes... No sé cómo llamarlo... Sí. Me figuro que eran del Servicio Secreto... Todo el mundo asegura que eran unos agentes maravillosos. Desde luego, eso fue hace mucho tiempo. Yo sé... yo sé que tuvieron que ver con un asunto referente a una canción infantil.
—Es verdad. Lo que tú dices se relaciona con la canción titulada
Goosey Goosey Gander
.
—
¡Goosey Goosey Gander!
La recuerdo. Es muy antigua, ¿no? Habla de un ganso... Es estupendo esto de tenerles a ustedes viviendo aquí, entre nosotros, como otras personas corrientes. Ahora, no me explico qué papel podía representar en uno de esos casos suyos una canción infantil...
—Era una especie de código, una cifra —explicó Tuppence.
—¿Un mensaje que puede leerse o interpretarse, quiere usted decir? —preguntó Henry.
—Algo así. Aquello quedó completamente aclarado en su día.
—Bueno, ¡es estupendo! —repitió Henry—. ¿No le importa que le cuente esto a mi amigo? Se llama Clarence. Es un nombre muy tonto, ¿verdad? Siempre nos hemos reído de él por eso. Pero Clarence es un buen chico y se sentirá tan emocionado como yo cuando se entere de que ustedes dos realmente habitan entre nosotros.
Henry fijó los ojos en el rostro de Tuppence con la devoción que hubiera podido evidenciar un perrito casero.
—¡Es maravilloso! —insistió.
—Bien. De eso hace ya mucho tiempo. Esas cosas, Henry, ocurrieron por el año 1940 y siguientes.
—¿Se divertían ustedes o estaban asustados?
—Las dos cosas a un tiempo, pequeño —dijo Tuppence—. Yo diría que estuvimos más bien asustados.
—Es natural, creo yo. Lo raro, sin embargo, es que hayan venido aquí a ocuparse de un asunto parecido... Aquél fue un hombre de la Armada, ¿no? Se decía inglés, presentándose como comandante de la marina de guerra. Pero esto era falso. Tratábase de un alemán. Esto es, al menos, lo que Clarence me dijo.
—Algo de eso ocurrió, sí —manifestó Tuppence.
—Entonces, por el mismo motivo habrán venido aquí. Es que en este lugar sucedió algo semejante... Hace mucho, mucho tiempo... Pero era igual que lo otro, podría afirmarse. Se habló de un oficial submarinista que vendió los planos de un nuevo tipo de sumergible... Bueno, todo esto se lo he oído contar a la gente.
—Pues no, Henry. No es el asunto que acabas de mencionar lo que a nosotros nos ha traído aquí. Vinimos a este lugar porque en él compramos una casa a nuestro gusto. He tenido noticia ya de esos rumores, pero no estoy enterada con exactitud de lo que pasó.
—Intentaré contárselo todo alguna vez, señora. Claro, uno no puede saber siempre qué es verdad y qué es mentira... Frecuentemente, las cosas no son bien conocidas.
—¿Y cómo se las arregló tu amigo Clarence para estar tan bien informado?
—Se lo oyó contar todo a Mick, ¿sabe usted? Vivió aquí durante algún tiempo, en una casa que queda donde se hallaba establecido el herrador. Oyó decir la misma historia a diferentes personas. Y nuestro tío, el viejo Isaac , sabía mucho de ella. Nos contaba cosas a veces...
—Sabía mucho, ¿eh? —recalcó Tuppence.
—¡Oh, sí! Por eso me pregunté si le habrían atacado por tal motivo. Alguien pudo pensar que sabía demasiado y que se lo había contado todo a ustedes. Entonces, decidieron matarlo... Es lo que hacen hoy: matar a los que saben mucho por temor de que lo que se diga llegue a oídos de la policía...
—¿Tú crees realmente que el pobre tío Isaac sabía tanto del asunto?
—Había oído hablar en un sitio y otro. Él no se refería al caso a menudo, sino en ocasiones aisladas. Se explayaba mientras fumaba una pipa, o cuando nos oía charlar a Charlie y a mí, con Tom Gillingham, mi otro amigo. Tío Izzy nos contaba entonces esto, lo otro y lo de más allá. Desde luego, nosotros no sabíamos si se inventaba o no algunas cosas. Pero yo creo que él había descubierto algo, que había dado con algo. Y solía decir que si ciertas personas hubieran sabido dónde se hallaban determinadas cosas podía ocurrir algo interesante.
—¿Sí? —inquinó Tuppence—. Bueno, pienso en lo que acabas de indicarme también tiene su interés. Esfuérzate, Henry, a ver si consigues recordar algunas de las cosas que tío Isaac te refirió o sugirió. Esto podría llevarnos a descubrir quiénes le mataron, ¿comprendes? Porque tío Isaac fue asesinado. Lo suyo no fue un accidente.
—Nosotros pensamos al principio que lo había sido, que murió accidentalmente. Padecía del corazón, me parece, y de vez en cuando sufría desmayos, se mareaba. Luego, comprendimos... después de la encuesta... ¿comprende?... que lo habían asesinado, seguramente.
—Sí. Eso es lo que yo pienso —declaró Tuppence.
—¿Y usted sabe por qué? —inquirió Henry, ingenuamente.
Tuppence se quedó mirando fijamente al chico. Se vio a sí misma y a Henry como dos perros policíacos que anduvieran olfateando el mismo rastro.