Read La puerta del destino Online
Authors: Agatha Christie
—¿No le disgustará que...?
—Usted vaya a verla. Con seguridad que se sentirá complacida. Dígale que le sugerí yo la idea de visitarla. Se acuerda de mí y de mi hermana Rosemary. Antes, le hacía una visita de vez en cuando, pero en los últimos años tuve que renunciar a eso. Ya no podía valerme bien por mí misma. ¡Ah! Procure ver también a la señora Henley, que vive en... ¿Cómo se llama ahora? Bueno, sí, «Apple Tree Lodge», creo que se llama. Casi todas las personas que habitan ahí son pensionistas. «Apple Tree Lodge» es de otra categoría, más modesta, pero se trata de una residencia perfectamente administrada... Por otro lado, allí encontrará todo género de habladurías. Seguro que caerá usted bien. Ya sabe, amiga mía: ¿a quién no le agrada romper la monotonía de la vida cotidiana?
—Pareces cansada, Tuppence —dijo Tommy.
Faltaba ya poco para que se sentaran a la mesa para cenar. Acababan de entrar en el cuarto de estar y Tuppence habíase dejado caer sobre un sillón, suspirando varias veces y disimulando un bostezo.
—¿Cansada? Estoy muerta —contestó ella.
—¿Pues qué has estado haciendo? Supongo que no habrás estado trabajando en el jardín, ¿eh?
—No me he esforzado físicamente —replicó Tuppence—. Hice lo que tú: dedicarme a las investigaciones de tipo mental.
—Tienes que reconocer que resultan también agotadoras. ¿En qué punto has concentrado tus esfuerzos? Me imagino que tu visita a la señora Griffin, anteayer, no sería muy fructuosa.
—Yo creo que conseguí bastante. No saqué mucho de la primera recomendación suya, pero... Bueno, me parece que en cierto modo sí.
Tuppence abrió su bolso, del que extrajo una libreta.
—Tomé algunas notas. Para empezar, me llevé varios de los menús que tú sabes.
—¡Oh! ¿Y a qué dio lugar eso?
—A toda una serie de observaciones de naturaleza gastronómica. Aquí viene la primera, relacionada con una persona de cuyo nombre no me acuerdo.
—Tienes que procurar retener en la memoria ciertos nombres, Tuppence.
—No son nombres lo que yo he anotado aquí sino lo que algunas personas me dijeron. Los menús produjeron un gran efecto, induciéndolas a hablar de determinada cena en la que ellas habían disfrutado de lo suyo, por la calidad de los platos servidos. No habían visto antes nada semejante, saboreando la ensalada de langosta por vez primera, quizá.
—¡Bah! —exclamó Tommy—. Pocos datos útiles deducirías de tal circunstancia.
—No creas. De momento, había quedado fija en sus mentes una fecha. Tratábase de una noche que esas personas recordarían siempre. Insistí en detalles y me dijeron que en ese hecho influía también... un censo.
—¿Qué? ¿Un censo? —inquirió Tommy.
—Sí. Tú sabes lo que es un censo perfectamente, querido. Hace un año hubo uno... ¿O fue hace dos? Recuérdalo... Hay que firmar unos papeles después de rellenarlos con detalles personales. ¿Quién durmió bajo tu techo cierta noche? Y así todo... ¿Quién durmió bajo tu techo la noche del 15 de noviembre? Tú tienes que consignar los nombres si no los estampan los demás. Yo ya no los recuerdo...
»El caso es que se hizo un censo aquel día, por cuyo motivo todos tuvieron que decir quiénes vivían bajo un mismo techo. La gente que participaba en la reunión tocó aquel tema en sus conversaciones. Todos consideraban ese proceder una estupidez, una cosa desagradable porque las mujeres tenían que declarar si tenían hijos y estaban casadas, por ejemplo, o si tenían descendencia siguiendo solteras, y cosas así. En los papeles se entraba en detalles personales que a nadie le gusta airear. Ahora menos que nunca, dicho sea de paso. Así que todos estaban molestos... Bueno, no por el viejo censo, que ya les tenía sin cuidado. Fue por una cosa que ocurrió...
—Un censo puede ser útil si se hace uno con la fecha exacta, con la fecha que interesa —señaló Tommy.
—¿Crees poder efectuar una buena comprobación en ese terreno?
—Sí, claro. Basta con conocer a la gente que tiene que ver con todo ello. En estas condiciones, resulta bastante fácil.
—Recordaron que se había hablado de Mary Jordan. Todos dijeron que parecía una chica excelente, que despertaba afecto en cuanto la trataban. Y nunca hubieran creído que... Ya sabes cómo dice ciertas cosas la gente. Después convinieron que siendo medio alemana se hubiera debido considerar con más detenimiento la posibilidad de invitarla.
Tuppence dejó sobre la mesita su taza vacía, recostándose en el sillón.
—¿Algún rastro útil? —inquinó Tommy.
—No, en realidad, no —replicó Tuppence—. Puede ser que localice alguno más adelante. El caso es que la gente de edad habló de aquello, demostrando hallarse informada. Se mencionó, a propósito de la manía de esconder mucho las cosas, para luego no dar con ellas, quizás, una historia relativa a un testamento guardado en un jarrón chino. Aludióse a Oxford y Cambridge, aunque no me explico como podían saber de objetos ocultos allí. Es muy improbable...
—Tal vez hubiese alguien que tenía un sobrino estudiante —alegó Tommy—, que se llevara algo consigo a Oxford o Cambridge.
—Es posible, pero no probable.
—¿Se refirió alguien directamente a Mary Jordan?
—Sólo a título de rumor... Nadie podía afirmar tajantemente que había sido una espía alemana. Aquí únicamente contaban lo que habían oído a las abuelas, tías, hermanas o madres o al oficial de la Armada, amigo de tío John, quien se hallaba al tanto de lo sucedido.
—¿Te hablaron de la forma en que murió Mary?
—Relacionaron su muerte con el episodio de las hojas de digital y espinacas. Me explicaron que todos los comensales se recuperaron de la indisposición, excepto ella.
—Muy interesante —dijo Tommy—. La misma historia con otro ropaje.
—La afluencia de ideas ha sido excesiva, quizás —indicó Tuppence—. Una tal Bessie, dijo: «Bien. Fue siempre mi abuela quién habló de eso y, desde luego, el hecho ocurrió antes de su tiempo, por lo cual supongo que algunos de los datos por ella conocidos serían erróneos. Mi abuela, además, no era muy despierta». Ya sabes lo que pasa, Tommy, cuando habla todo el mundo a la vez. La confusión suele ser terrible en tales circunstancias. Se habló de espías, de venenos, de excursiones, de todo... No pude hacerme con las fechas exactas porque nadie conoce las fechas exactas de nada de lo que suelen decir las abuelas. Cuando una de ellas declara: «Yo contaba solamente dieciséis años por aquella época y experimenté una terrible impresión», lo más seguro es que no sea ésa realmente su edad. De jóvenes solemos agregarnos años y de mayores nos los restamos. Hay mucha gente que procede así, al menos. En definitiva, a veces hay que detenerse a pensar para poder puntualizar en tal respecto.
Tommy dijo, reflexivo:
—
Mary Jordan no murió de muerte natural...
Él tenía sus sospechas. Yo me pregunto si llegó a hablar con algún policía acerca de ellas.
—¿Te refieres a Alexander?
—Sí... Y quizás hablara demasiado. Por esa razón, tenía que morir.
—Mucho es lo que depende de Alexander, ¿no?
—Sí, seguramente. Sabemos que Alexander murió porque conocemos su tumba. Pero en lo tocante a Mary Jordan... no sabemos todavía cuándo ni por qué.
—Acabaremos por averiguarlo, sin duda. Tú redacta una lista con los nombres que conoces, fechas y datos. Vas a quedarte sorprendida. Sí. Te sorprenderás al ver lo que da de sí una frase o una palabra pronunciada aquí o allí.
—Me da la impresión de que tienes un puñado de amigos útiles —manifestó Tuppence, envidiosa.
—Lo mismo que tú —objetó Tommy.
—Eso no es verdad, realmente.
—Que sí, mujer —insistió Tommy—. Tú pones a la gente en movimiento. Coges un libro de nacimientos y te vas a ver a una anciana. Luego, te has plantado en una residencia de ancianos u hotel, enterándote por ellos de todo lo que sucedió en la época de sus tía-abuelas, bisabuelas, tíos Johns y padrinos, y quizás algún que otro almirante que refería historias de espionaje y otras semejantes. Una vez fijemos varias fechas y aclaremos los resultados de nuestras indagaciones podemos... ¿quién sabe?... llegar a algo concreto.
—Estoy pensando en los estudiantes de Oxford y Cambridge que fueron mencionados, aquellos de los que se dijo que habían escondido algo.
—No parecen estar relacionados con el espionaje —dijo Tommy.
—Es verdad.
—Podríamos pensar también en los médicos y sacerdotes... Cabe la posibilidad de efectuar comprobaciones con ellos, aunque lo más seguro es que por ese camino no lleguemos a nada. Todo queda demasiado lejos. No nos hemos aproximado suficientemente todavía. No sabemos... ¿Te han hecho alguna otra jugarreta últimamente, Tuppence?
—¿Qué si ha atentado alguien contra mi vida en el curso de los dos últimos días, quieres decir? Pues no. Nadie me ha invitado a ir de excursión; los frenos del coche están en orden; en la caseta del jardín hay un bote de herbicida, pero está sin abrir... No, no he visto nada raro.
—Isaac tiene allí el bote por si cualquier día se le depara la oportunidad de bañar con parte de su contenido tus bocadillos.
—¡Pobre Isaac! —exclamó Tuppence—. No debes decir nada contra él. Se está convirtiendo precisamente en uno de mis mejores amigos.
—¿No has encontrado más libros de sermones en tus registros por las habitaciones de arriba?
—No, ¿por qué? —inquirió Tuppence.
—He pensado que cualquiera de esos libros podría ser un buen escondite, por el hecho de tocar un tema enrevesado, como el de la teología. Lo único que requeriría es ser vaciado por dentro.
—Allí no hay ningún volumen así —afirmó la esposa de Tommy—. Me hubiera dado cuenta.
—¿Te habrías entretenido leyéndolo acaso?
—Por supuesto que no.
—Pues ya está —dijo Tommy—. Sin abrirlo siquiera, lo habrías arrojado a un lado.
—
La corona del triunfo
... He aquí un libro del cual me acuerdo —declaró Tuppence—. Había dos ejemplares del mismo. Bueno, esperemos que el triunfo corone nuestros esfuerzos.
—A mí eso se me antoja muy improbable. ¿Quién mató a Mary Jordan? Supongo que éste será el título del libro que escriba algún día.
—Si es que alguna vez logramos descubrir al autor del crimen —contestó Tuppence, adoptando una grave expresión.
—¿Qué vas a hacer esta tarde, Tuppence? Seguir ayudándome con esas listas de nombres, fechas y datos, ¿no?
—No, querido. Estoy cansada de todo eso. Ponerlo todo por escrito supone un trabajo agotador. De vez en cuando, por añadidura, me equivoco.
—No puedo negar que has cometido varios errores.
—Me gustaría que fueses menos exacto, Tommy. En ocasiones, tu precisión me crispa los nervios.
—¿Qué vas a hacer entonces?
—No me iría mal dormir una buena siesta. Bueno, la verdad es que no lograría descansar —afirmó Tuppence—. Me parece que voy a dedicarme a destripar a «Mathilde».
—¿Qué dices?
—He dicho que voy a destripar a «Mathilde».
—¿Qué te ocurre? ¿A qué viene tal inclinación por la violencia?
—La «Mathilde» a que yo me refiero se encuentra en KK.
—¿Cómo que se encuentra en KK? ¿Qué quieres decir?
—Me refiero al sitio en que han ido arrojando las cosas desechadas, algunas de ellas, al menos, los sucesivos habitantes de esta casa. Estoy pensando en el balancín—caballo, que tiene un orificio en el vientre.
—¡Ah! Y tú, Tuppence, pretendes inspeccionarlo, ¿no?
—Tal es mi propósito. ¿Quieres echarme una mano?
Sinceramente: no.
—¿Tendrías la amabilidad de acompañarme en mi tarea? —inquirió Tuppence.
—Si me lo pides así... —contestó Tommy, suspirando—. Haré un esfuerzo por complacerte. Me imagino que tu trabajo resultará menos aburrido que la confección de relaciones. ¿Está Isaac por ahí?
—No. Creo que es su tarde libre. Por otra parte, no quiero verlo aparecer. Me figuro que le he sacado ya toda la información que podía facilitarme.
—Sabe mucho el viejo —manifestó Tommy, pensativo—. Lo descubrí el otro día. Estaba contándome hechos del pasado, cosas que él no vivió.
—Debe de andar por los ochenta años, estoy segura.
—Sí, ya lo sé, pero es que Isaac se remontó a una época muy lejana al hablar conmigo.
—Todo el mundo presume de haber oído contar muchas cosas —señaló Tuppence—. Nunca se sabe si las captaron bien o no. Bueno, vamos a destripar a «Mathilde». Será mejor que me cambie de ropa primero, ya que en KK abundan las telarañas y el polvo. Por si fuese poco esto, hemos de deslizarnos por allí como si avanzáramos por una madriguera.
—Necesitaríamos la colaboración de Isaac para tumbar a «Mathilde» en el suelo, con lo cual llegarías a su vientre con más facilidad.
—Ove, Tommy: ¿fuiste acaso cirujano en tu última reencarnación?
—Algo de eso debe de haber, sin duda. Seguramente, vamos a suprimir en «Mathilde» algo que puede afectar a la conservación de su vida, tal como quedó. Mejor sería, quizá, que diéramos una mano de pintura a ese balancín—caballo, con objeto de que los gemelos de Deborah se entretuviesen montando en él cuando vengan a pasar una temporada aquí.
—Nuestros nietos tienen ya juguetes de todas clases.
—Es igual. A los chicos no les gustan los juguetes caros. Como más disfrutan es con un simple muñeco de trapo, con un oso, por ejemplo, hecho por ellos mismos en el que los ojos son dos botones corrientes. En lo tocante a juguetes, los niños tienen ideas propias. Vamos ahora con «Mathilde», Tuppence. Dirijámonos al quirófano.
No fue cosa fácil darle la vuelta a «Mathilde» para emprender la operación proyectada. El balancín pesaba lo suyo. Además, sobresalían de su cuerpo algunos clavos. Tuppence se produjo un arañazo con sangre y Tommy murmuró unas palabras de impaciencia al engancharse en aquéllos su jersey, causándole un desgarrón.
—Me dan ganas de pegarle unos cuantos martillazos para acabar de una vez con este chisme —murmuró Tommy.
—Debieron echarlo al fuego hace años —dijo Tuppence. En aquel preciso instante se presentó allí el viejo Isaac. El hombre no disimuló su sorpresa.
—Pero, ¿qué hacen ustedes dos aquí dentro? —inquirió—. ¿Para qué quieren este trasto viejo? ¿Me permiten que les ayude? ¿Qué pretenden? ¿Sacarlo fuera?