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Authors: Agatha Christie
—Es curioso que usted se acuerde de eso —dijo Tommy, muy respetuoso.
—Pues sí. Uno se sorprende siempre cuando recuerda algo. De pronto, se me vino todo a la cabeza.
—Fue una buena aventura aquélla, sí, señor Robinson.
—Y ahora, ¿qué le trae aquí? ¿En qué andan ocupados ustedes en estos días?
—Bueno, no es nada, en realidad —manifestó Tommy—. Sólo...
—No busque usted las palabras. Explíquese con las primeras que le vengan a la boca, con toda sencillez. Póngame al corriente de su historia. Siéntese. Descanse. ¿Usted no se ha dado cuenta de que cuando se tienen algunos años vale mucho tener los pies descansados?
—Yo ya tengo algunos, claro —reconoció Tommy—. Mi futuro más inmediato es un féretro, en su momento.
—Yo no diría eso. Le indicaré una cosa: una vez superada cierta edad, uno puede vivir indefinidamente. Bien. Explíquese. Le escucho.
—Seré breve... Mi esposa y yo nos trasladamos a otra casa, con todas las molestias que las mudanzas acarrean.
—Me doy una idea. Los electricistas haciendo destrozos en las paredes, abriendo boquetes en el piso...
—Había allí unos cuantos libros que la familia que abandonaba la casa deseaba vender. Eran libros que habían pertenecido a sus miembros, que ya no interesaban a nadie. Tratábase de obras infantiles, de Henty y otros autores parecidos...
—Ya sé. Recuerdo a Henty de mis años infantiles.
—En uno de los libros mi esposa encontró un pasaje subrayado. El subrayado correspondía a letras aisladas, que al ser unidas formaron una frase. Y lo que viene a continuación es una tontería... No sé cómo decirlo...
—Algo saldrá de ello, espero —dijo el señor Robinson—. Cuando me enfrento con una cosa que tiene todos los visos de ser una estupidez quiero percatarme bien de ella.
—Las frases que pudieron ser compuestas a base de las letras subrayadas fueron éstas:
Mary Jordan no murió de muerte natural. Debió de haber sido uno de nosotros.
—Muy, muy interesante —declaró el señor Robinson—. Nunca había visto nada semejante. Conque rezaban eso las palabras, ¿eh? Mary Jordan no murió de muerte natural. ¿Y quién escribió las frases? ¿Tiene usted alguna pista?
—Al parecer se trataba de un chico en edad escolar. Parkinson era el apellido familiar. Ocupaban la casa en que nos hemos instalado ahora nosotros. Él era uno de los Parkinson, hemos deducido. Alexander Parkinson. El chico está enterrado en el cementerio del lugar.
—Parkinson... —dijo el señor Robinson—. Aguarde un momento. Déjeme pensar. Parkinson... Sí. A veces, uno da con un nombre relacionado con ciertas cosas, pero no logra descubrir en qué circunstancias, dónde...
—En seguida nos interesamos por descubrir quién era Mary Jordan.
—Por el hecho de no haber fallecido de muerte natural. Sí. No lo encuentro raro en ustedes. ¿Qué averiguaron acerca de ella?
—Nada —contestó Tommy—. Nadie parece acordarse mucho de Mary Jordan, nadie nos dice nada. Alguien nos reveló que estaba en la casa como una chica
au pair
de nuestros días, de esas que pagan su manutención y alojamiento con su trabajo; otra persona la consideró ama de llaves... Nadie podía recordarla bien. Tratábase de la conocida «mademoiselle» o «fräulein», según otros. Resulta muy difícil en estas condiciones llegar a saber algo.
—Y ella murió... ¿De qué murió?
—Alguien mezcló accidentalmente en el jardín unas hojas de espinacas con otras de digital, que Mary Jordan después comió. Eso, probablemente, no basta para matar a una persona.
—No —aseguró el señor Robinson—. No es suficiente. Pero si alguien vertió una fuerte dosis de un alcaloide de digitalina en el café o el aperitivo de Mary Jordan, las hojas de las dos plantas podían ser señaladas como causantes accidentales de su muerte. Ahora, Alexander Parker, o como se llamara ese chiquillo, ese escolar, era demasiado listo. Su mente albergaba otras ideas, ¿eh? ¿Algo más, Beresford? ¿Cuándo ocurrió esto? Durante la primera Guerra Mundial, en la segunda, o antes?
—Antes. Circularon ciertos rumores... Se afirmaba que era una espía alemana.
—Recuerdo el caso. Produjo una gran sensación. De todo alemán que trabajara en Inglaterra antes de 1914 se decía que era espía. Del oficial inglés implicado en aquel asunto se afirmó siempre que «estaba por encima de toda sospecha». Yo siempre he desconfiado instintivamente de las personas que están por encima de toda sospecha. Hace tanto tiempo de eso... No creo que se haya escrito nada sobre el caso en los últimos años. De los casos reales que tienen gran repercusión salen más tarde obras literarias o películas para el público, aprovechando los autores para eso, los archivos oficiales o parte de los mismos. Con los años siempre se tiene un poco de manga ancha en tal aspecto, ¿comprende?
—Sí, pero aquí el esquema se encuentra reducido a su mínima expresión.
—Efectivamente. El caso fue asociado siempre, desde luego, con los secretos documentos relativos al arma submarina robados por aquel entonces. Hubo también noticias referentes a la aviación. Todo ello captó el interés del gran público. Pero existían otras facetas. La política, por ejemplo. También contó un grupo de prominentes políticos en el asunto. Ya sabe usted: algunas de esas personas de las que la gente comenta su «auténtica integridad». La auténtica integridad es tan peligrosa como aquello de estar por encima de toda sospecha en los servicios. La auténtica integridad... ¡Al diablo con ella! —exclamó el señor Robinson—. Recuerdo lo que pasó en la última guerra. Algunos hombres no demostraron ser tan íntegros como habían figurado. No muy lejos de aquí hubo un tipo curioso. Creo que poseía una casita en la playa. Se hizo con un puñado de discípulos, dedicándose a entonar cantos a Hitler. Sostenían que nuestra única salida era unirnos a él. La verdad: el hombre en cuestión parecía abrigar rectas intenciones. Su cabeza había elaborado algunas ideas maravillosas. Estaba empeñado en abolir la pobreza, las dificultades, las injusticias... Cosas de ese cariz. ¡Oh, sí! Hizo sonar la trompeta fascista sin llamarlo fascismo. Lo mismo pasó en otros países. En Italia se dio el brote de Mussolini, naturalmente. Antes de las guerras se presentan inevitablemente tales derivaciones.
—Usted parece recordarlo todo —comentó Tommy—. Le ruego que me disculpe. Tal vez me he expresado con demasiada rudeza. Ahora bien, es que resulta sumamente impresionante dar con alguien que se nos figura al cabo de la calle en todo, por así decirlo.
—Lo que ocurre, amigo mío, es que uno casi siempre tiene ocasión de meter un dedo en el pastel, para utilizar una expresión corriente. Frecuentemente, he tenido que ver con esas derivaciones de un modo directo o indirecto, moviéndome en el fondo de la cuestión. Uno tiene, además, la oportunidad de oír muchas cosas, comentarios generalmente de viejos compañeros que anduvieron metidos en los casos hasta el cuello, siendo conocedores de sus protagonistas. Me imagino que habrá apelado a ese recurso, ¿no?
—Sí. He hablado con antiguos amigos, quienes, a su vez, se han entrevistado con otros... De estas asociaciones salen casi siempre datos esclarecedores.
—Sí —confirmó el señor Robinson—. Ya sé a dónde apunta usted. Sus progresos pueden conducir a algo interesante.
—Lo malo es que no sé si realmente... No descarto la posibilidad de que nos estemos conduciendo un tanto neciamente mi esposa y yo. Verá usted. Nosotros compramos la casa en que vivimos ahora porque nos gustó como es. La hemos arreglado a nuestro gusto e intentamos dar al jardín una disposición atractiva. No quisiéramos vernos mezclados en una historia extraña, parecida a las de los viejos tiempos. A nosotros nos impulsa solamente la curiosidad. Algo sucedió allí hace mucho tiempo y uno no tiene más remedio que pensar en ello, porque ansia saber el porqué... Pero la cosa no tiene objeto, realmente. No va a suponer un bien para nadie...
—Ya. Ustedes lo único que desean es
saber
. Perfectamente. El ser humano está hecho así. Ese afán es el que nos ha permitido descubrir tierras desconocidas, volar a la luna, lograr descubrimientos bajo el mar, encontrar gas natural en el mar del Norte, obtener oxígeno no procedente de los árboles, de los bosques... El hombre descubre cada día cosas nuevas. Supongo que sin esa bendita curiosidad se habría convertido en una tortuga. La tortuga lleva una existencia sumamente cómoda. Se pasa durmiendo todo el invierno y al llegar el verano consume exclusivamente hierba, por lo que yo sé. No es una vida interesante la suya, aunque sí tranquila. Por otro lado...
—Por otro lado, podría afirmarse que el hombre es más bien como la mangosta.
—Eso es. Usted lee a Kipling. Me alegro. He aquí un escritor que en nuestros días no es tan apreciado como debiera ser. Era un tipo maravilloso. Una persona estupenda, merecedora de nuestra atención. Sus relatos breves son sorprendentemente buenos. Creo que esto no ha sido comprendido bien todavía.
—No quisiera conducirme como un estúpido —declaró Tommy—. No quisiera andar mezclado con un puñado de cosas que nada tienen que ver conmigo, que no guardan relación con ninguna persona de nuestros días.
—Eso nunca se sabe —contestó el señor Robinson.
Tommy experimentaba ahora un sentimiento de culpabilidad por haber estado molestando a un hombre verdaderamente importante.
—Le soy sincero al decirle que personalmente no intento descubrir nada.
—Pues hágalo entonces para dar satisfacción a su esposa. Sí, en efecto. He oído hablar de ella. Nunca tuve el placer de conocerla. Tengo entendido que es una mujer maravillosa. ¿Es así?
—Yo, al menos, así lo creo —repuso Tommy.
—Me gusta oírle hablar de ese modo. Me gustan las parejas que se mantienen unidas al correr el tiempo, que forman matrimonios felices, que disfrutan con esa unión.
—En realidad, ya soy como la tortuga, supongo. Bueno, así somos los dos, mejor dicho. Nos hemos hecho viejos y estamos retirados, y aunque disfrutamos de buena salud para la edad que tenemos, no queremos vernos mezclados en nada raro actualmente. Nosotros no intentamos tal cosa. Solamente...
—Lo sé, lo sé —respondió el señor Robinson—. No insista en sus excusas. Ustedes quieren saber. Al igual que la mangosta, desean satisfacer su curiosidad. Sí. Especialmente, la señora Beresford. Es lo que deduzco de cuanto he oído referir sobre ella.
—¿Cree usted que lo más probable es que sea mi esposa quien consiga algo positivo?
—Me explicaré. Yo no creo que usted se muestre tan diligente como ella, pero pienso, en cambio, en la posibilidad de que alcance su meta antes, porque se da buena maña a la hora de localizar sus fuentes de información. No es fácil el hallazgo de las mismas si se considera que han transcurrido muchos años desde los hechos que citamos.
—He ahí el motivo de que me haya costado tanto trabajo decidirme a robarle unos minutos de su tiempo. No habría tomado por mí mismo esa iniciativa. Fue cosa de mi amigo...
—Una persona excelente. Trabajó muy bien en su época. Sí. Le envió a mí porque le consta que me interesa esta clase de asuntos. Yo empecé de muy joven, ¿sabe? Contaba pocos años cuando comencé a ir de un lado para otro, descifrando enigmas.
—Y ahora se encuentra usted en la cumbre —señaló Tommy.
—¿Quién le ha dicho eso? —inquirió el señor Robinson—. ¡Qué disparate!
—Yo no creo que lo sea...
—Verá usted. Uno tiene aplicada la cabeza al techo, pero también el techo ejerce una fuerte presión sobre ella. Esto último es aplicable a mí perfectamente. Hay unas cuantas cosas de gran interés que me han sido impuestas en el pasado.
—Aquel caso relacionado con... Francfort, ¿no?
— ¡Ah! Llegaron a sus oídos ciertos rumores, ¿eh? No vuelva a pensar en ellos. Se da por supuesto que no se sabe mucho sobre el particular. No crea que vaya a reprocharle que se presente aquí haciéndome preguntas. Yo, probablemente, podría aclararle algunas de las cosas que usted desea conocer. Si le digo que hubo algo que sucedió hace años, un detalle que podría traducirse en la divulgación de un hecho, posiblemente interesante ahora, algo que facilitaría información acerca de cosas que podrían estar en marcha en nuestros días, eso resultaría casi cierto. No sé qué puedo sugerirle, sin embargo. Todo es cuestión de preocuparse, de molestarse, de escuchar a la gente, de descubrir lo que sea acerca del pretérito. Si se hace con algún dato de interés, telefonéeme, avíseme como sea. Nos valdremos de una clave, ¿eh? Sólo para mantenernos animados, en vilo de nuevo, sintiéndonos como si lleváramos entre manos un asunto de trascendental importancia. «Compota de cangrejos y manzana»... ¿Qué tal le iría esta frase? No tiene más que notificarme que su esposa ha hecho una compota de cangrejos y manzanas, preguntándome a continuación si me gustaría quedarme con un tarro. En seguida sabré qué es lo que quiere darme a entender.
—Usted admite entonces la posibilidad de que descubra datos concretos sobre Mary Jordan. En realidad, yo no aprecio nada positivo al insistir en eso. Después de todo, ella está muerta.
—Sí. Está muerta. Ahora, hay que reconocer que en ocasiones uno se hace erróneas ideas sobre la gente, a causa de lo que ha oído decir o de lo que se ha escrito.
—Quiere darme a entender que andamos equivocados con respecto a Mary Jordan, ¿no? ¿Cree usted que es una figura sin importancia?
—¡Oh! Pudo ser importante —el señor Robinson echó un vistazo a su reloj—. Tenemos que dar nuestra entrevista por terminada, amigo mío. Dentro de diez minutos espero otra visita. Se trata de una persona sumamente fastidiosa, pero que se mueve en los altos círculos gubernamentales. La vida es así. El Gobierno, siempre el Gobierno por en medio. En la oficina, en el hogar, en los supermercados, en la televisión. La vida privada. He aquí lo que más ansiamos todos: tener una vida privada. Esa pequeña diversión, esos juegos que ustedes han emprendido, se desarrollan en el marco de su existencia particular. No tienen por qué salirse de ella de momento. ¡Quién sabe! Tal vez puedan encontrar algo interesante. Es posible que sí y es posible que no.
»No puedo decirle nada más sobre eso. Conozco algunos hechos que solamente yo estoy en condiciones de revelar, quizás. A su debido tiempo se los daré a conocer, si procede. Ahora no resulta realmente práctico.
»Voy a decirle una cosa que tal vez le sirva de ayuda en sus investigaciones. Repase en relación con el presente caso el juicio del comandante... no sé qué (no me acuerdo de su nombre), quien compareció ante un tribunal militar acusado de espionaje, siendo dictada una sentencia contra él que verdaderamente merecía. Traicionó a su patria y eso es todo. Pero Mary Jordan...