Read La puerta del destino Online
Authors: Agatha Christie
—¡Oh! No esperaba que le hubiesen referido detalles sobre el particular. Fue hace mucho tiempo. Cayeron enfermas varias personas. Una de ellas falleció. Eso dijeron... Habladurías, seguramente. Un antiguo amigo mío me lo contó todo.
—Creo que fue la «fräulein» —opinó Tuppence.
—¿Que fue la «fräulein» la que murió? Nunca oí decir tal cosa.
—Bueno, tal vez esté yo equivocada —señaló Tuppence ahora—. Supongamos que usted coge a «Truelove», o como se llame ese chisme, y se lo lleva al sitio en que aquella chica, Pamela, lo colocaba para lanzarse por la ladera... si la ladera continúa en el mismo sitio.
—¡Desde luego que la ladera seguirá allí! ¿Qué cree usted? Todavía se encuentra seguramente cubierta de hierba, pero habrá que ir con cuidado. Muchas de las piezas de «Truelove» deben estar oxidadas. Tendré que hacerle una limpieza a fondo, ¿no le parece?
—Tiene razón, Isaac —contestó Tuppence—. Y luego quiero que me haga una lista de verduras para la huerta.
—De acuerdo. Y procure no mezclar en la plantación el digital con las espinacas. No me gustaría nada oír decir que le había sucedido algo desagradable al instalarse en su nueva casa. Ésta es muy bonita... Pero tendrá que gastarse algún dinero antes de sentirse cómoda en ella.
—Muchas gracias, Isaac.
—Yo le haré un buen repaso a «Truelove», a fin de que no se deshaga si se decide a montarlo. Es raro, pero algunas cosas, pese a su vejez, funcionan maravillosamente. Un primo mío, el otro día, sacó una bicicleta que había estado arrumbada en un desván durante cuarenta años, casi. En seguida marchó bien, gracias a un poco de aceite. Una gota de aceite produce en ocasiones efectos maravillosos.
—¿Qué demonios...? —inquirió Tommy.
Estaba habituado a localizar a Tuppence en los sitios más improbables al regresar a casa, pero en esta ocasión se sentía más sobresaltado que de ordinario. Dentro de la casa no encontró el más leve rastro de su esposa. Afuera se observaban huellas de la última lluvia caída. Se le ocurrió pensar que podía andar ocupada por algún rincón del jardín y salió para ver si se equivocaba o no, en su suposición. Fue entonces cuando se le escapó aquella interrogación a medias: «¿Qué demonios...?»
—Hola, Tommy —dijo Tuppence—. Regresas antes de hora, ¿verdad?
—¿Qué es eso?
—¿Te refieres a «Truelove»?
—¿Qué dices?
—He dicho «Truelove». Es el nombre de esto.
—¿Qué te propones? ¿Dar un paseo en él? Resulta demasiado pequeño para ti.
—Claro que para mí es pequeño. Fue pensado para niños.
—Supongo que no andará...
—Andar, lo que se dice andar, no. Pero puedes llevártelo a lo alto de una cuesta, por ejemplo y luego... Bien. Giran las ruedas por sí mismas y bajas la pendiente con facilidad.
—Sí, para acabar estrellándote contra una pared o una roca, supongo. ¿Es lo que has estado haciendo?
—En absoluto —dijo Tuppence—. Puedes frenarlo con los pies. ¿Quieres que te haga una demostración?
—Prefiero que te abstengas —contestó Tommy—. Está empezando a llover fuerte. Sólo quería saber por qué estabas entreteniéndote con eso. Resulta poco divertido, ¿no?
—En realidad, impone un poco. Verás... Es que estaba intentando averiguar algo y...
—¿Se lo estabas preguntando al árbol que tienes delante? Bueno, cada persona tiene su forma particular de divertirse.
—He estado haciendo una pequeña investigación relativa a nuestro último problema.
—¿Tu problema? ¿Mi problema? ¿El problema de quién?
—No sé —repuso Tuppence—. El problema de los dos.
—No me estarás hablando de un problema como los de Beatriz, ¿eh?
—¡Oh, no! Me estuve preguntando qué otras cosas podían haber sido escondidas en esta casa, así que me decidí a inspeccionar un puñado de juguetes almacenados en un viejo invernadero y una caseta hace años y años, gracias a lo cual di con esto y con «Mathilde», un balancín—caballo con un agujero en el vientre.
—¿Con un agujero en el vientre?
—Pues sí. La gente tiraba muchas cosas allí. Encontré hojas secas, papeles sucios, bayetas deshilachadas que fueron usadas para limpiar muebles y algunas cosas más...
—Vámonos de aquí, Tuppence. Entremos en casa —propuso Tommy.
Tuppence estiró las piernas en dirección a la chimenea, buscando el agradable calor del fuego.
—Y bien, Tommy, ¿estuviste en la Galería del Hotel Ritz para ver la exposición? —preguntó a continuación a su esposo.
—La verdad es que no fui por allí. No tuve tiempo.
—¿Que no tuviste tiempo? ¿No saliste para eso?.
—Bueno, es que uno no siempre hace las cosas que se propone.
—Tienes que haber estado en algún sitio, haciendo algo...
—Localicé un nuevo y posible aparcamiento —afirmó Tommy.
—Eso siempre es útil. ¿Dónde?
—Cerca de Hounslow.
—¿Qué buscabas tú en Hounslow?
—No fui realmente a Hounslow. Hay allí una zona de aparcamiento. Luego, utilicé el metro, ¿sabes, Tuppence?
—¿Para trasladarte a Londres?
—Sí. Me pareció el medio más fácil de hacer el desplazamiento.
—He sorprendido una expresión de culpabilidad en tus ojos. No irás a decirme que tengo una rival que vive en Hounslow, ¿eh?
—No. Te sentirás complacida al saber lo que estuve haciendo, querida.
—¡Oh! ¿Fuiste a comprarme un regalo?
—No, no es eso —dijo Tommy—. Tú sabes que jamás sé qué puedo regalarte.
—He de reconocer que rondas frecuentemente el acierto —manifestó Tuppence, esperanzada—. ¿Qué has estado haciendo realmente, Tommy, y por qué debo sentirme complacida?
—Yo también estuve realizando algunas indagaciones.
—Todo el mundo anda efectuando indagaciones ahora —afirmó Tuppence—. Me refiero a sobrinos, primos, etcétera. No sé qué hacen concretamente, pero así es. Y todos parecen pasarlo bien, sintiéndose muy complacidos consigo mismos... Bien. ¿Qué viene ahora?
—Betty, nuestra hija adoptiva, se fue al África Oriental —declaró Tommy—. ¿Has tenido noticias de ella?
—Sí. Sé que le gusta estar allí. Estudia las costumbres de las familias africanas y escribe artículos sobre ellas.
—¿Crees que esas familias valoran su interés?
—Me figuro que no —respondió Tuppence—. Yo me acuerdo de que en la parroquia de mi padre a todos nos producían hondo disgusto los visitantes del distrito. Los llamábamos «Los Metomentodo».
—Es posible que tengas razón. Ciertamente, estás resaltando las dificultades de lo que emprendo ahora o quiero emprender.
—¿Se trata de una investigación, de una encuesta? Espero que la misma no sea sobre las segadoras de césped.
—¿A qué viene mencionar las máquinas segadoras de césped?
—Es que te pasas la vida hojeando catálogos relativos a ellas —manifestó Tuppence—. Estás deseando tener una.
—En esta casa nuestra, lo que llevamos entre manos es una investigación de tipo histórico... Tratamos de escudriñar en los crímenes y otros sucesos de que fue escenario hace sesenta o setenta años.
—Bueno, Tommy, cuéntame algo más acerca de tus proyectos de investigación.
—Me trasladé a Londres y puse ciertas cosas en movimiento.
—¿Sí? En cierto modo, yo he estado haciendo lo mismo que tú, sólo que nuestros métodos son diferentes. Y ocurre que yo me remonto más en el tiempo.
—¿Quieres decir que te estás interesando realmente por el problema de Mary Jordan? ¿Lo has consignado así en tu agenda? ¿Ha tomado forma ya en tu mente? El misterio o el problema de Mary Jordan...
—Es un nombre muy corriente, ¿eh? No es posible que se llamara así, de ser alemana —declaró Tuppence—. Se dijo de ella que era una espía germana o algo así, pero supongo que podía ser súbdita inglesa.
—Yo creo que lo primero es pura leyenda.
—Sigue, sigue hablando, Tommy. No me estás diciendo nada.
—Recurrí a ciertas... ciertas... ciertas...
—No repitas esa palabra más, Tommy. Me cuesta trabajo entenderte.
—Bien. A veces resulta muy difícil para uno explicar las cosas. Quería decirte que hay ciertas formas especiales de llevar a cabo una indagación.
—¿Te refieres a las cosas del pasado?
—Sí. En cierto modo. Quiero hacerte ver que hay cosas que tú puedes averiguar, sobre las cuales puedes obtener información. No solamente por el procedimiento de montar en viejos juguetes y el de pedir a las señoras de edad que recuerden hechos de otros tiempos, sólo por medio de un interrogatorio centrado en un viejo jardinero que probablemente se equivocará en todo lo que te diga, ni por el truco de dirigirte a las chicas que trabajan en las oficinas de correos para pedirles que te cuenten todo lo que les referían sus tatarabuelas...
—De todos ellos he sacado siempre algo en limpio —puntualizó Tuppence.
—También yo.
—¿Estuviste haciendo indagaciones, pues? ¿A quién dirigiste tus preguntas?
—No es eso. Pero tienes que recordar, Tuppence, que ocasionalmente, a lo largo de mi vida, he estado en contacto con personas que entendían de esos asuntos. Hay gente a la que, pagando una cantidad de dinero, realizan la investigación por ti desde el punto adecuado, además, de suerte que lo que obtienes merece luego el calificativo de auténtico, de verdadero.
—Puntualiza, Tommy. ¿A qué cosas y sitios te refieres?
—Las primeras son innumerables. Empieza por que tú puedes lograr que alguien lleve a cabo un estudio sobre muertes, nacimientos, bodas y algunos otros hechos semejantes.
—Vamos, estuviste en Somerset House. ¿Fuiste allí para hacerte con información sobre defunciones y matrimonios?
—Y nacimientos... No es necesario que vaya uno mismo. Otras personas pueden ir. Así es cómo se entera uno de la muerte de cualquier persona, cómo puede leer un testamento, estar al tanto de los enlaces matrimoniales o estudiar los certificados de nacimiento. Todas esas cosas son susceptibles de investigación.
—Por lo que veo, has estado gastando mucho dinero —consideró Tuppence—. Yo creí que íbamos a hacer algunas economías una vez cubiertos los gastos ocasionados por nuestro traslado aquí.
—Considerando el gran interés que sientes por los problemas, estimo que este dinero puede figurar en el del capítulo cuyo encabezamiento reza: «Dinero bien gastado».
—Bueno, ¿averiguaste algo?
—No vayas tan de prisa. Tendrás que esperar a que haya sido realizada la investigación. Luego, si te haces con las respuestas buscadas...
—O sea, que viene alguien y te dice que una persona llamada Mary Jordan nació en Little Sheffield u otro lugar cualquiera y a continuación tú pones en marcha tus investigaciones. ¿Es así?
—No es eso, exactamente. Cuenta luego con las hojas del censo de población, los certificados de defunción, los documentos que hablan de las causas probables del óbito... Existen numerosos detalles sobre los cuales puedes operar.
—La cuestión me parece interesante, lo cual ya es algo, Tommy.
—Además, en las redacciones de los periódicos hay archivos que puedes consultar.
—¿Con relatos sobre crímenes o procesos? —preguntó Tuppence.
—No, necesariamente. Pero uno ha de establecer contacto con cierta gente de vez en cuando. Hablo de gente que conoce cosas... Hay que acercarse a ellos, formular unas preguntas, renovar viejas amistades. ¿Te acuerdas de cuando trabajábamos en Londres como detectives privados? Creo que son pocas las personas que pueden darnos información o decirnos hacia dónde dirigirnos. Todo depende un poco de lo que uno conoce.
—Sí —afirmó Tuppence—. Eso es verdad. Lo sé por experiencia.
—Nuestros métodos difieren —dijo Tommy—. Creo que los tuyos son tan buenos como los míos. Nunca olvidaré aquel día en que entré de repente en aquella pensión, o lo que fuera, llamada «Sans Souci». Antes que nada te vi a ti, sentada tranquilamente, haciendo labor de aguja... Todo el mundo te llamaba «señora Blenkinsop».
—Gracias a que yo no había hecho uso de la investigación aplicada, ni había confiado a nadie mis indagaciones.
—No. Después te metiste en un guardarropa pegado al muro de la habitación en que yo estaba siendo interrogado de una manera muy interesante, merced a lo cual supiste a dónde me enviaban y qué misión era la mía, arreglándotelas fácilmente para llegar la primera. Esto es como escuchar detrás de las puertas, ni más ni menos. Tal fisgoneo resulta deshonroso, francamente.
—Pero los resultados son satisfactorios —declaró Tuppence.
—Sí. Hay que reconocer que tienes cierta predisposición hacia el éxito. Es algo que se te da...
—Bueno, algún día sabremos a qué atenernos perfectamente con respecto a todo lo de esta casa. Lo malo es que han pasado tantos años... No puedo sustraerme a la idea de que aquí se esconde algún secreto importante, del que fue protagonista gente del pasado, sí. No sé más, sin embargo. De momento, ya veo lo que hemos de hacer a continuación.
—¿Qué? —preguntó Tommy.
—Pensar en seis cosas imposibles, hasta la hora del desayuno —repuso Tuppence—. Son las once menos cuarto ahora y quiero irme a la cama. Estoy cansada. Tengo sueño, pero antes he de asearme un poco. He estado manoseando esos juguetes viejos y otros objetos. Espero encontrar más cosas en ese sitio llamado... A propósito: ¿por qué se le denominaba Kay-kay?
—Lo ignoro. ¿Es correcta tu pronunciación?
—No lo sé, Tommy. Yo creo que se dice k—a—i y no, simplemente, KK.
—¿Por qué suena misteriosa la palabra, o lo que sea?
—Porque me suena a japonés —contestó Tuppence, dudosa.
—No acierto a ver por qué te parece japonesa la expresión. A mí no me ocurre eso. Yo tengo la impresión de que alude a algo comestible. Cierto tipo de arroz, quizá.
—Bueno, yo voy a asearme, a quitarme todas las telarañas que llevo encima. Y luego, a la cama.
—Recuérdalo, querida: seis cosas imposibles antes del desayuno.
—Espero superarte en lo tocante a eso —afirmó Tuppence.
—En ocasiones me resultas sorprendente.
—Tú sueles tener razón con más frecuencia que yo —declaró Tuppence—Eso es algo que resulta enojoso a veces. Bien. Tales cosas nos son enviadas para probarnos. ¿Quién tenía la costumbre de decírnoslo?
—Da igual, querida. Ve a quitarte el polvo de los años ya lejanos. Oye: ¿es un buen jardinero Isaac?