La puerta del destino (4 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: La puerta del destino
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A las cuatro, Tuppence preparó un té excelente en la cocina, llenó un menudo recipiente de terrones de azúcar, colocando a su lado una jarrita de leche. Luego, llamó al viejo Isaac, para obsequiarlo antes de que se fuera. Seguidamente, Tuppence marchó en busca de Tommy.

«Se habrá quedado dormido en alguna parte», pensó mientras iba de una habitación a otra. De pronto, descubrió una cabeza en las inmediaciones del orificio abierto en el descansillo. ¡Oh! Aquella siniestra abertura...

—No hay novedad ya, señora —dijo el electricista—. Esto no constituirá ya una preocupación para ustedes. Todo va a quedar en orden.

Añadió el hombre que a la mañana siguiente empezaría a trabajar en otra parte de la casa.

—Espero que no deje de venir mañana —contestó Tuppence, añadiendo—. ¿Ha visto usted al señor Beresford por alguna parte?

—¿Su esposo? Está arriba, señora. Deben de habérsele escapado de las manos algunas cosas pesadas, a juzgar por los ruidos que he oído. Me imagino que serán libros...

—¡Libros! —exclamó Tuppence—. ¿Quién podía imaginárselo?

El electricista se perdió por el pasillo y Tuppence subió al ático, convertido ahora en biblioteca complementaria, que albergaba los libros infantiles.

Tommy tenía a su alrededor unos cuantos volúmenes y en la estantería veíanse algunos huecos.

—De manera que estás aquí, después de haber fingido que esto no te inspiraba el menor interés... Veo que has estado examinando un montón de libros, desordenando los que yo había clasificado con tanto trabajo.

—Lo siento, querida —contestó Tommy—. Pensé que no estaba de más que yo les echase también un vistazo.

—¿Encontraste algún otro volumen que tuviera el texto subrayado en rojo?

—No.

—¡Qué fastidio!

—Me figuro que eso debió de ser obra de Alexander, de Alexander Parkinson...

—Cierto. Se trataría de uno de los Parkinson, de los muchos Parkinson.

—Sería un chico ocioso, aunque hacer ese subrayado se llevaba su tiempo. No he conseguido localizar más información referente a Jordan —anunció Tommy.

—Hice algunas preguntas al viejo Isaac. Conoce a mucha gente de por aquí. Me ha dicho que no se acuerda de ninguna persona apellidada Jordan.

—¿Qué piensas hacer con la lámpara de bronce que está delante de la puerta de la entrada? —inquirió Tommy.

—Pienso destinarla a la Venta del Elefante Blanco.

—¿Por qué?

—No sé... Siempre me ha disgustado esa lámpara. La compramos en el extranjero, ¿no?

—En efecto. Debíamos de estar locos. Nunca te agradó. Me has dicho más de una vez, ahora que recuerdo, que la odiabas. Bueno, de acuerdo. La lámpara en cuestión es tremendamente pesada, ¿eh?

—La señorita Sanderson se sintió muy complacida cuando le dije que podían disponer de ella. Se ofreció para venir a recogerla, pero le comuniqué que se la llevaríamos en el coche.

—Yo me encargo de eso, si quieres.

—No. Ya lo haré yo.

—Conforme, pero será mejor que te ayude.

—Es igual. Ya encontraré a alguien que me eche una mano para bajarla del coche.

—Tú sola, desde luego, no podrás. Procura no hacer esfuerzos innecesarios, Tuppence.

—Seguiré tu consejo, no te preocupes.

—Tendrás alguna razón para querer ir por allí, ¿eh?

—Pues sí —repuso Tuppence—. Me figuro que tendré ocasión de hablar con algunos de nuestros actuales vecinos.

—Nunca consigo descubrir qué es lo que pretendes, en determinadas situaciones. Me consta ahora, sin embargo, que llevas algo entre manos.

—Tú llévate a Hannibal, para que dé un paseo por ahí —propuso Tuppence—. Yo no puedo llevármelo a la Venta del Elefante. Podría reñir con algún otro perro...

—Está bien. ¿Te apetece dar un paseo, Hannibal?

Hannibal, como era habitual en él, hizo un gesto afirmativo. Sus gestos afirmativos y negativos resultaban siempre inconfundibles. Movió el cuerpo, agitó el rabo, levantó una pata y frotó su cabeza fuertemente contra la pierna de Tommy.

«Perfectamente», pareció querer decir. «Tú estás aquí para eso, mi querido esclavo. Daremos un agradable paseo por la calle. Disfrutaré de muchos olores, supongo.»

—Vámonos —dijo Tommy—. Me llevaré la correa, por si acaso. Y que no se te ocurra cruzar la calzada como hiciste la última vez. Uno de esos largos vehículos de nuestros días estuvo a punto de poner fin a tu vida.

Hannibal miró atentamente a su amo, como intentando decirle: «Yo he sido siempre un perro muy bueno, que hace en todo momento lo que le indican los suyos». En tal declaración había mucho de falso, pero la verdad era que Hannibal conseguía engañar frecuentemente a quienes convivían más con él.

Tommy acomodó en el coche la lámpara, comentando de nuevo su exagerado peso. Tuppence se colocó tras el volante, abandonando el jardín. Cuando el automóvil hubo doblado la esquina, Tommy enganchó la correa al collar del perro y los dos empezaron a bajar por la calle. Después, aquél decidió seguir por el lado de la iglesia y como el tráfico era escaso por aquella parte soltó la correa, gesto que Hannibal agradeció con un gruñido, dedicándose seguidamente a olfatear unas matas situadas al pie de un muro. De haber poseído la facultad de hablar, habría dicho: «Delicioso. Muy agradable. Por aquí ha pasado un gran perro. Debe de ser ese bestial alsaciano.» Un gruñido más bajo. «No me gustan los alsacianos. Si vuelvo a ver al que me mordió, hoy lo dejaré señalado. ¡Ah! Delicioso, ¡delicioso, verdaderamente! Esta perrita es otra cosa... Sí, sí. Me gustaría conocerla. ¿Vivirá muy lejos de aquí? A ver si sale de esa casa. ¿Viviría ahí?»

—Apártate de esa puerta, Hannibal —ordenó Tommy—. No debes intentar entrar en una casa que no es la tuya, ¿estamos?

Hannibal fingió, con mucha astucia, no haber oído a su amo.

—¡Hannibal!

El perro redobló su velocidad, girando al llegar a una esquina hacia la entrada de la cocina.

—¡Hannibal! ¿Es que no me oyes?

«¿Que si te oigo, amo?», debía de estar preguntando Hannibal. «¿Me estás llamando? ¡Oh, sí! Desde luego que sí.»

Dentro de la cocina ladró un perro. Hannibal salió escapado de allí, yendo en busca de Tommy. Luego, empezó a avanzar tras él.

—Eres un buen chico —comentó Tommy.

«Soy un buen chico, ¿verdad? Cuando me necesites para defenderte, aquí me tienes, a tu alcance en todo momento.»

Habían llegado a la altura del cementerio de la iglesia, pasando ante la puerta del mismo. Hannibal poseía la facultad de reducir su tamaño a voluntad, encogiéndose, afilándose. Por tal motivo, pudo colarse entre dos tablas fácilmente.

—¡Ven aquí, Hannibal! —gritó Tommy—. Ahí no debes entrar.

La contestación de Hannibal a estas palabras, de haber podido formular alguna, hubiera sido «Estoy ya dentro del cementerio, amo». El animal empezó a trotar por entre las tumbas con el aire de un perro que anduviera suelto por un jardín singularmente agradable.

—¡Eres un perro odioso, a veces! —exclamó Tommy.

Éste abrió la puerta del recinto, yendo en busca de Hannibal con la correa en la mano. Hannibal se había situado ahora en el extremo opuesto a aquel lugar. Abrigaba la intención ya de adentrarse en la iglesia, cuya puerta se hallaba entreabierta. Tommy llegó junto a él a tiempo y entonces sujetó la correa a su collar. Hannibal levantó la vista, dando a entender que esperaba aquella reacción de su amo. «Otra vez con la correa puesta, ¿eh? Sí, claro... Ya sé que esto es un detalle de prestigio. Así es como demuestra mi amo que soy un perro de valor.» Movió el rabo alegremente. Como allí no había nadie que se opusiera a que Hannibal paseara por el pequeño cementerio llevado por su dueño, Tommy se dedicó a vagar de un rincón a otro, comprobando inconscientemente, quizá, las pesquisas llevadas a cabo por Tuppence con anterioridad.

Estudió un momento una piedra que quedaba en las inmediaciones de una puerta lateral que también permitía el acceso a la iglesia. Calculó que era uno de los más viejos entre todos los que allí había. Las fechas de la mayoría de ellos correspondían al siglo XIX. Finalmente, Tommy se fijó detenidamente en el que acaparara su atención al principio.

—Es raro —murmuró—. Sorprendentemente extraño.

Hannibal volvió a levantar la cabeza. No comprendía el significado de aquellas palabras en boca de su amo. Nada vio en la lápida que tenían delante capaz de despertar el interés de un perro. Acomodándose sobre sus cuartos traseros, miró a su dueño inquisitivamente.

Capítulo V
-
La venta del elefante blanco

Tuppence se sintió agradablemente sorprendida al ver que la lámpara que ella y Tommy miraban ahora con tanta repulsión era cogida con gran entusiasmo.

—Ha sido usted muy amable, señora Beresford, al traernos una pieza tan buena como ésta. Es muy original y bonita. Supongo que debieron adquirirla en el extranjero, en el curso de uno de sus viajes.

—Es verdad. La compramos en Egipto —contestó Tuppence.

Habían pasado ocho o diez años desde entonces, por cuyo motivo Tuppence no estaba muy segura en lo tocante al lugar en que hicieron aquella adquisición. Pensó que podía haber sido en Damasco y que también cabía la posibilidad de que procediera de Bagdad o de Teherán. Pero como ahora se hablaba en los periódicos todos los días de Egipto, decir que había sido traída de allí le daba más interés a la lámpara. Por añadidura, recordaba algo de la artesanía egipcia. Si procedía de otro país, realmente, cabía encajarla en un período dentro del cual los artistas locales trabajaban inspirándose en los egipcios.

—Lo cierto es que nos ha parecido demasiado grande para nuestra casa, de manera que creí conveniente...

—Por supuesto, la lámpara entrará en nuestra rifa y estoy convencida de que va a animarla mucho —manifestó la señorita Little.

La señorita Little era la encargada de todo aquello, aunque no hubiese mediado un nombramiento oficial, expreso. Su apodo local era «La bomba de la parroquia», por el hecho de hallarse siempre perfectamente informada de todo lo que sucedía por los alrededores. Este apodo, sin embargo, inducía a errores interpretativos. Era una mujer grande, de amplias proporciones. Su nombre de pila era Dorothy, pero todo el mundo la llamaba Dotty.

—Me imagino que asistirá usted a la venta, señora Beresford.

Tuppence le dio todo género de seguridades en aquel aspecto.

—Es más —remachó— aguardo con impaciencia a que empiece la venta, para ver qué tal sale todo...

—Con personas tan generosas como usted no tiene más remedio que salirnos bien la operación.

Medió en la conversación la señorita Price-Ridley, una mujer de facciones angulares, que daba la impresión de tener algunos dientes más aparte de los normales.

—Nuestro párroco se va a sentir muy complacido.

Tuppence cogió un recipiente, mostrándoselo a sus nuevas amigas.

—Esto es de cartón—piedra, ¿no? —inquinó.

—Pues sí. ¿Cree usted que habrá algún comprador para tal objeto?

—Yo misma pienso comprarlo cuando aparezca por aquí mañana —anunció Tuppence.

—Es que en la actualidad estas cosas suelen hacerlas en plástico y quedan mejor.

—A mí no me gusta el plástico —declaró Tuppence—. Ésta es una pieza clásica, como se han hecho siempre estos útiles. No hay miedo de que se rompan los objetos de porcelana que sean acomodados en ella. ¡Oh! Aquí tenemos también un abrelatas de modelo antiguo: la típica cabeza de toro que no se encuentra por ninguna parte en nuestros días.

—Bueno, hay que trabajar mucho en esto. ¿No cree usted que resultan mejor los aparatos eléctricos que se venden ahora en los comercios?

Durante unos minutos más, la conversación de las tres mujeres discurrió por aquellos cauces. Luego, Tuppence preguntó a sus amigas si podía ocuparse en algo para ayudarlas.

—Yo creo, señora Beresford, que podría arreglar el estante de las antigüedades. Estoy segura de que tiene usted cierto sentido artístico.

—Creo que se equivoca usted —contestó Tuppence—, pero sí que me agradaría encargarme de ese trabajo. Si no le gusta lo que esté haciendo, dígamelo con toda franqueza.

—Le agradecemos muy de veras su colaboración. Nos alegramos mucho de haberla conocido. Supongo que ya estará instalada en su casa...

—Debiéramos estar instalados —explicó Tuppence—, pero todavía tendrá que pasar algún tiempo, por lo que veo, para que eso sea un hecho. Es muy difícil entenderse con electricistas, carpinteros y demás gente. Se pasan el tiempo yendo y viniendo... Bueno, hacer que vuelvan es el problema más grave.

Surgió una pequeña disputa, siempre dentro de las normas más corteses.

—Yo creo que con quien se entiende una peor es con los obreros del servicio de gas —declaró la señorita Little, con firmeza—. Verá usted... Éstos tienen que venir desde Lower Stamford. En cambio, los electricistas los tiene usted cerca, en Wellbank.

Llegó en aquel momento el párroco, pronunciando unas amables palabras de ánimo para las presentes. También expresó su complacencia por contar con la ayuda de la nueva feligresa, la señora Beresford.

—Sabemos todo cuanto hay que saber acerca de usted —dijo el hombre—. Sí, en efecto. Tenemos también referencias de su esposo. Estuve presente en la conversación de la que ustedes dos eran el tema principal. Su vida está saturada de cosas interesantes. Pienso en los acontecimientos de la última guerra. Llevaron ustedes a cabo cosas maravillosas.

—¡Oh! Cuéntenos algo, señor párroco —dijo una de las damas, apartándose del estante en que había estado alineando en los últimos minutos una serie de latas de conserva.

—Se me exigió reserva y he de hacer honor a mis promesas —contestó el párroco—. Me parece que ayer la vi paseando por el cementerio, señora Beresford.

—Sí, estuve por allí —manifestó Tuppence—. Eché un vistazo al templo. Ya he visto que tiene usted unas vidrieras preciosas.

—Es verdad. ¿Sabe usted que datan del siglo XIV? Bien. Me refiero a la

que da al pasillo del norte. Las restantes, en su mayor parte, son de la época victoriana.

—Pues sí, di unas vueltas por el cementerio y comprobé que hay muchos Parkinson enterrados allí —puntualizó Tuppence.

—Sí, desde luego. Siempre hubo numerosos Parkinson en este lugar, aunque yo no me acuerdo ahora de que llegara a conocer a ninguna persona de tal apellido. Usted, señora, no estará en el mismo caso que yo...

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