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Authors: Agatha Christie
—Él se considera de los buenos. Podemos ver qué tal nos va con ese hombre...
—Por desgracia, nuestros conocimientos sobre jardinería son escasos. ¡Vaya! Otro problema.
—Seis cosas imposibles antes del desayuno —murmuró Tuppence mientras apuraba una taza de café y consideraba el huevo frito que quedaba en un plato, flanqueado por dos riñones de apetitoso aspecto—. El desayuno tiene más importancia que la operación de pensar en cosas imposibles. Tommy es quien se ha lanzado tras éstas. Una investigación, verdaderamente. ¿Sacará él algo en limpio de todo eso?
Concentró su atención exclusivamente en el huevo frito y los riñones.
—Esto de disfrutar de otra clase de desayuno es estupendo —dijo Tuppence.
Durante largo tiempo se había habituado a aquella hora de la mañana a la taza de café y el vaso de jugo de naranja o de uva. Aunque este desayuno era satisfactorio desde el punto de vista del problema del peso, los placeres que proporcionaba resultaban discutibles. En virtud del contraste, la visión de los platos calientes sobre el aparador estimulaba los jugos digestivos.
—Supongo —dijo Tuppence— que éste sería el desayuno de los Parkinson, ocupantes en otro tiempo de esta casa. Unos huevos fritos o pasados por agua, con tocino y quizá —fijó la vista en el techo, intentando recordar lo que había leído en algunas novelas—, quizá, sí, perdiz en frío... ¡Oh! ¡Una delicia! Me figuro que a los chicos les tocarían las patas. No obstante... Sería estupendo repelarlas...
Tuppence se quedó inmóvil de pronto, con el último bocado de riñón entre los dientes.
Acababa de oír unos extraños ruidos en la puerta.
—Eso parece un concierto con instrumentos desafinados —comentó. Hizo una pausa de nuevo, con una tostada en la mano, levantando la vista al entrar Albert en la habitación.
—¿Qué pasa ahí fuera, Albert? —le preguntó—. No irá usted a decirme que nuestros obreros están dándonos una serenata. Me parece haber oído las notas de una armónica o algo por el estilo.
—Es el hombre que vino a ver el piano —notificó Albert.
—¿Qué le ocurre al piano?
—Ha venido para afinarlo. Usted me dio instrucciones sobre el particular.
—¡Santo Dios! ¿Ya ha arreglado eso, Albert? Es usted maravilloso.
Albert parecía sentirse complacido, si bien dábase cuenta de que era «maravilloso» en relación con la rapidez con que cumplimentaba las órdenes formuladas por Tuppence y por Tommy, que frecuentemente eran de carácter singular extraordinario.
—Dice que el piano andaba muy necesitado de eso —informó Albert.
—Ya me lo imaginaba.
Después de beberse media taza de café más, Tuppence abandonó la habitación, encaminándose al cuarto de estar. Un joven estaba ante el piano, al parecer muy atareado.
—Buenos días, señora —dijo aquél.
—Buenos días —contestó Tuppence—. Me alegro mucho de que haya podido venir.
—Esto necesitaba un afinado a fondo...
—Sí, lo sé. Ya ve usted: acabamos de mudarnos y las mudanzas no son nada buenas para los pianos. Además, hacía mucho tiempo que no se ocupaba ningún experto de éste.
—Se nota, señora —repuso el joven.
Oprimió varias teclas sucesivamente en tono mayor. Luego, produjo dos melancólicos sonidos en A menor.
—Un hermoso instrumento, señora —dijo el afinador.
—Sí. Es un Erard.
—En los tiempos que corren, no les habrá sido fácil conservar en casa una cosa como ésta —consideró el joven.
—Nos ha producido bastantes molestias —explicó Tuppence—. Por ejemplo: en la época de los bombardeos de Londres nuestra casa fue alcanzada por un proyectil. Afortunadamente, nosotros nos encontrábamos fuera y los daños producidos eran exteriores...
—Ya. Esto, en general, se halla en buenas condiciones. No hay mucho que hacer aquí.
La conversación siguió discurriendo por unos cauces muy gratos. El joven inició sobre el teclado un preludio de Chopin. Luego, ejecutó «El Danubio Azul». Por último, notificó a Tuppence que había llegado al término de su trabajo.
—No deje usted pasar tanto tiempo como esta vez —aconsejó el afinador a Tuppence—. Y si observa alguna anomalía no vacile en llamarme.
Se separaron después de haber charlado unos minutos sobre la música en general y las composiciones para piano en particular. En la última fase de aquella agradable conversación, el joven había dicho, echando un vistazo a su alrededor:
—En esta casa les quedan a ustedes muchas cosas por hacer todavía.
—Sí. Ha estado cerrada durante mucho tiempo —declaró Tuppence.
—Es verdad. Esta vivienda ha pasado por muchas manos.
—Tiene su historia —comentó Tuppence—. Son muchas las personas que la ocuparon antes que nosotros y ha sido escenario de extraños hechos.
—Se está usted refiriendo, sin duda, a muchos años atrás. Se remonta, seguramente, a la última guerra, o a la primera, quizá.
—Fueron hechos relacionados con secretos navales o militares —sugirió Tuppence, esperando obtener algún dato interesante de su interlocutor.
—Es posible. Se ha hablado mucho acerca de eso... A mí me han contado algo. Ahora, yo no he sabido nada de un modo directo.
—Es usted demasiado joven para eso —contestó Tuppence, con una sonrisa.
Cuando el afinador se hubo ido, Tuppence se sentó al piano.
—Voy a tocar «La lluvia sobre el tejado» —dijo Tuppence.
Con la ejecución de su preludio, el afinador había estimulado la memoria de la esposa de Tommy, haciéndole recordar algunos pasajes de Chopin. Luego, Tuppence fue tocando una canción, evocándola nota a nota, casi a tientas sobre el teclado. Después, comenzó a murmurar la letra.
Where has my true love gone a—roaming?
Where has my true love gone from me?
High in the woods the birds are calling.
When will my true love come back to me?
[1]
—Creo que no estoy ejecutando esta canción en la clave adecuada —dijo Tuppence—. Pero, bueno, ahora el piano está afinado... ¡Oh! Es una gran cosa poder tocar el piano de nuevo. «¿Por dónde vaga mi verdadero amor? —murmuró—. ¿A dónde ha ido mi verdadero amor...?» —Tuppence se quedó pensativa, añadiendo—: «True love»... «True love». Sí. Estoy pensando en eso como un indicio, quizá. Tal vez fuera mejor que saliera de aquí para hacer algo con «Truelove».
Calzóse unos zapatos de gruesa suela y se puso un jersey, saliendo al jardín. «Truelove» había quedado depositado en el establo, no había vuelto a su anterior hogar, el KK. Tuppence lo sacó de allí, llevándolo hasta lo alto de una herbosa pendiente. Le pasó el plumero que había cogido en la casa para limpiarlo. Unos restos de telarañas fueron a parar al suelo. Montóse a continuación en él, colocando los pies en los pedales. Seguidamente, se dispuso a hacerlo funcionar.
—Y ahora, «Truelove», vamos cuesta abajo y no corras mucho.
Quitó los pies de los pedales, situándolos donde le resultaba fácil frenar cuando lo necesitara.
«Truelove» no se mostraba inclinado a correr pese a la ventaja que para él suponía la cuesta y su peso. Pero luego la cuesta se hizo más pronunciada, de pronto, y «Truelove» empezó a desplazarse con más rapidez. Tuppence utilizó finalmente sus pies como frenos y los dos, en una postura bastante incómoda, fueron a parar al fondo de la ladera, muy cerca de un árbol.
Habiendo conseguido zafarse de aquel chisme, Tuppence, en pie, mientras hacía saltar las ramitas y hojas que se habían adherido a su jersey, echó un vistazo a su alrededor. Se hallaba en una espesura, en la que descubrió algunos rododendros y hortensias. Tuppence pensó que unas semanas más tarde éstas tendrían un aspecto encantador. De momento, sin embargo, todo aquello no encerraba ningún atractivo particular. La esposa de Tommy descubrió a continuación un estrecho sendero medio oculto por las hierbas que serpenteaba entre las florecillas. Tuppence echó a andar por aquél. Era evidente que nadie lo había pisado desde hacía años.
«¿A dónde llevará este sendero? —se preguntó—. Algo hay o hubo por aquí capaz de justificar su existencia, sin duda.»
El sendero se deslizaba en zigzag al llegar a cierto punto y entonces Tuppence se acordó de «Alicia en el país de las maravillas». ¿Habría de verdad caminos que cambiaban de dirección por sí mismos? Vio unos cuantos matorrales y también algunos laureles. A éstos sería debido seguramente el nombre de la propiedad. El sendero, más adelante, se tornaba pedregoso y difícil, por su estrechez principalmente. Desembocaba, inesperadamente, ante cuatro peldaños cubiertos de musgo, que conducían a una especie de nicho, hecho primeramente de metal, reemplazado después con botellas. Tuppence se hallaba ante una cosa semejante a un altar, con un pedestal, el cual sostenía una figura de piedra bastante estropeada por la exposición constante a la intemperie y el paso del tiempo. La figura consistía en un chico que llevaba un cesto sobre la cabeza. Tuppence creyó comprender.
«Esto es algo que sirve muy bien para fijar un sitio —pensó—. Se parece a lo que tía Sarah tenía en su jardín. Allí había también muchos laureles.»
Evocó el rostro de tía Sarah, a la que visitara de vez en cuando de niña. Había jugado mucho en el jardín de su casa, contando solamente seis años. Su aro representaba en ciertas ocasiones a un blanco caballo de frondosas crines que flotaban al viento. Tuppence corría con él por un serpenteante sendero para ir a parar a un pequeño cenador en el que había una figura y un cesto. Ella siempre había sido portadora de un presente, el cual dejaba en el cesto que el niño llevaba sobre la cabeza. Era preciso formular un deseo al mismo tiempo que se hacía eso. Tuppence se acordaba de que sus deseos casi siempre se convertían en realidad.
Sentóse en el último de los peldaños, diciéndose: «Pero eso ocurría porque yo siempre preparaba deliberadamente las cosas, es decir, pedía algo que sabía que iba a dárseme. Me sabía mejor arropado en un poco de magia. Era como una ofrenda a un dios del pasado, si bien aquel dios era un niño pequeño y rechoncho. De niños todos inventamos cosas así, en las que necesitamos creer, con las que necesitamos jugar.»
Tuppence suspiró, descendiendo por el sendero y encaminándose al lugar que recibía la misteriosa denominación de KK.
En KK seguía imperando el desorden. Mathilde era un objeto más entre los muchos allí abandonados, arrinconados. Dos cosas más atrajeron ahora la atención de Tuppence. Eran unos taburetes de loza, a los que se enroscaban unos cisnes blancos. La primera pieza era de color azul marino y la segunda tenía un tono azul pálido.
—Desde luego —dijo Tuppence—, yo he visto cosas como éstas de jovencita. Eran usadas en las terrazas. Una de mis tías poseía un juego. Las denominábamos «Oxford» y «Cambridge». Las figuras de aquéllas eran patos... No, no. Se trataba de cisnes. Y en el asiento se descubría el mismo calado, una perforación en forma de S. Voy a decirle a Isaac que saque estos taburetes de aquí y que les dé un lavado a fondo. Los destinaré a la terraza, donde podemos disfrutar de la comodidad de ellos cuando llegue el buen tiempo.
Giró rápidamente hacia la puerta. Uno de sus pies se enganchó en el inoportuno balancín de Mathilde...
—¡Dios mío! ¿Qué he hecho ahora?
Lo que había hecho fue dar con un pie contra el taburete. Unos restos de telarañas fueron a parar al suelo, sobre el cual había rodado el taburete azul marino, rompiéndose.
—¡Válgame Dios! He acabado con «Oxford». Tendré que arreglármelas con «Cambridge» solamente. No creo que «Oxford» pueda ser recompuesto. Se trata de piezas muy raras.
Tuppence suspiró, preguntándose qué estaría haciendo en aquellos momentos Tommy.
Tommy se encontraba reunido con varios amigos, evocando ciertos recuerdos.
El coronel Atkinson dijo:
—Pues sí, oí decir a no sé quién que usted y su esposa... Prudence, ¿verdad? ¡Ah! Recuerdo que usted la llama siempre Tuppence... Efectivamente, oí decir que se habían ido a vivir al campo, a un sitio llamado Hollowquay. ¿Qué es lo que les ha llevado allí? ¿Algo especial?
—Encontramos una casa a buen precio, barata —explicó Tommy.
—Una suerte, ¿eh? ¿Cómo se llama? ¿Va usted a darme sus señas?
—Bueno, nosotros pensamos que podíamos bautizarla con el nombre de Cedar Lodge porque allí hay un hermoso cedro. Su nombre original era «Los Laureles»... Parece proceder de la época victoriana, ¿no?
—«Los Laureles», «Los Laureles»... «Hollowquay». ¿Qué se lleva usted entre manos?
Tommy miró fijamente la anciana faz que tenía delante, con un blanco bigote.
—Usted anda detrás de algo —afirmó el coronel Atkinson—. ¿Trabaja para su país de nuevo?
—¡Oh! Soy demasiado viejo —replicó Tommy—. Me he retirado ya de todas esas cosas.
—Me extraña mucho. Quizá le hayan ordenado que hable así. Después de todo, usted ya lo sabe, quedaron muchas cosas oscuras en ese asunto.
—¿A qué asunto se refiere? —inquirió Tommy.
—Bueno... Supongo que usted habrá leído alguna información sobre él, que habrá oído decir algo. Estaba pensando en el Escándalo Cardington. Se produjo después de otro caso famoso y el problema del submarino de Emilyn Johnson.
—Me parece recordarlo vagamente, sí...
—En realidad, no lo fue todo el asunto del submarino, pero esto vino a ser lo que suscitó la atención a la historia. Luego, hubo unas cartas. Sí. Unas cartas. Todo habría cambiado de haber podido ellos apoderarse de las mismas. La atención general se habría concentrado en varias personas que en aquella época disfrutaban de la confianza del Gobierno. ¿Cómo pueden pasar ciertas cosas? Los traidores se movían en el medio de uno, se les tenía por individuos fieles, eran hombres maravillosos, los últimos que hubieran podido inspirar recelos. Y sin embargo... Muchos de ellos, con todo, se quedaron en la oscuridad —el coronel Atkinson guiñó un ojillo a Tommy—. ¿Será posible que haya sido usted enviado allí para echar una ojeada?
—Una ojeada... ¿a qué? —inquirió Tommy.
—Pensemos en la casa que ha tomado... «Los Laureles» ha dicho usted que se llamaba, ¿no? Se hicieron muchas cábalas sobre la vivienda en cuestión. Se miró bien por allí. Los agentes del servicio de seguridad llevaron a cabo un excelente estudio, así como otros agentes de la autoridad, de diversas autoridades. Se pensó en la posibilidad de que en la casa se hubiesen escondido pruebas, de un tipo u otro, de considerable valor. Afirmóse que habían sido enviadas a otro país —se habló de Italia—, poco antes de que cundiera la alerta. Hubo quien opinó que seguían ocultas allí, en alguna parte. En esa casa se dispondrá de sótanos, habrá losas en el suelo que disimulen el sitio de acceso a una estancia reservada... Bien, Tommy, amigo mío. Tengo la impresión de que anda tras alguna gran pieza de caza.