La puerta del destino (3 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: La puerta del destino
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—¿Qué has compuesto entonces?

—Un nombre: Mary.

—Muy bien. Aquí debió vivir alguien que se llamaba así. Una chiquilla dotada de bastante imaginación. Supongo que se propondría hacer saber a todo el mundo que este libro era de su propiedad. La gente es muy aficionada a escribir sus nombres en las páginas de los libros y otras cosas.

—De acuerdo. Ya tenemos el nombre: Mary —dijo Tuppence—. Después, si colocamos las letras que vienen a continuación una tras otra tendremos una nueva palabra: J-o-r-d-a-n.

—¿No ves?
Mary Jordan
. Muy natural. Ya conoces el nombre completo de la chica. Se llamaba Mary Jordan.

—Bueno, ocurre que este libro no era de su propiedad. Al principio, escrito con una letra infantil, se lee un nombre masculino: Alexander. Alexander Parkinson, creo.

—¿Tiene eso realmente alguna importancia?

—Desde luego que la tiene —manifestó con énfasis Tuppence.

—Vámonos, querida. Tengo hambre.

—Aguántala por unos instantes. Voy a leerte lo que viene después. Las letras están cogidas en varias páginas, conforme las necesitaba el autor de todo esto. Las letras es lo que interesa, no las palabras que las proporcionan. Veamos... Ya tenemos Mary Jordan... Juntemos las que vienen luego: n-o m-u-r-i-ó d-e m-u-e-r-t-e n-a-t-u-r-a-l, es decir,
Mary Jordan no murió de muerte natural.
¿Qué te parece? Vamos con otras palabras, puesto que las hay —hubo una pausa, añadiendo finalmente Tuppence—: Ya estamos en lo último:
Fue uno de nosotros. Yo creo saber quién.
Eso es todo. Ya no he podido localizar nada más. Pero resulta muy intrigante, ¿eh?

—Bueno, Tuppence —dijo Tommy—, espero que no vayas a inventarte ahora una historia fantástica acerca de esto.

—No te entiendo. ¿Qué quieres decirme con esas palabras?

—Que no vayas a pensar que se trata de un misterio...

—Es un misterio realmente para mí, claro —afirmó Tuppence—.
Mary Jordan no murió de muerte natural. Fue uno de nosotros. Yo creo saber quién.
¡Oh, Tom! Tienes que reconocer que estamos ante un enigma de lo más intrigante.

Capítulo III
-
Visita al cementerio

—¡Tuppence! —llamó Tommy al entrar en la casa.

No recibió ninguna respuesta. Algo enojado, subió a la otra planta, recorriendo el pasillo. De pronto, introdujo un pie en un orificio que había en el pavimento, lanzando una exclamación de impaciencia.

—¡Otro descuido de nuestros electricistas!

Varios días antes se había enfrentado con el mismo problema. Los electricistas, muy optimistas a su llegada, habían iniciado sus trabajos desplegando una gran eficacia. «Esto marcha bien ahora», dijeron. «Pocas cosas quedan por hacer ya. Volveremos esta tarde.» Pero por la tarde no habían regresado. Tommy no se sorprendió mucho. Se había acostumbrado, poco a poco, a las normas de trabajo de los obreros de la construcción, de los del gremio de la electricidad, de los del gas y otros. Se presentaban haciendo gala de un gran interés, formulando unas cuantas observaciones saturadas de optimismo y se iban con el pretexto de que tenían que coger algo. Ya no volvían. Uno llamaba por teléfono y salían los números equivocados. Cuando no pasaba esto, salía la voz de un hombre que dedicaba sus actividades a otro menester distinto del que interesaba. Todo lo que se podía hacer era andar con sumo cuidado para no dislocarse un tobillo o fracturarse una pierna. Tommy sentía más miedo por Tuppence que por él. Él tenía más experiencia que su esposa en todo. Pensaba que Tuppence estaba más expuesta a una catástrofe, a producirse quemaduras trabajando en la cocina, a herirse con un cuchillo. Tuppence... Pero, ¿dónde se encontraba en aquellos momentos? La llamó de nuevo.

—¡Tuppence! ¡Tuppence!

Andaba preocupado con Tuppence. Tuppence era una de esas personas que suscitan inevitablemente preocupaciones. Siempre que salía de casa, Tommy le daba ciertas indicaciones y ella prometía obrar de acuerdo con ellas con la máxima exactitud. Bueno, ahora se habría ausentado para comprar mantequilla, por ejemplo. Nadie puede considerar eso peligroso para un ama de casa...

—Con que salgas de casa para comprar medio kilo de mantequilla ya te expones a ciertos peligros —señalaba Tommy con delicadeza.

—¡Oh! —exclamaba Tuppence—. No seas estúpido, Tommy, querido.

—No soy ningún estúpido —respondía Tommy—. Lo que pasa es que como esposo prudente, previsor, me gusta cuidar de aquello que entre lo mío considero lo mejor. No sé por qué he de obrar así...

—Porque soy una mujer encantadora, bien parecida, porque soy una buena compañera y te cuido bien...

—Es posible. Ahora, yo podría darte una lista muy distinta, de muy diferente tipo.

—No creo que me agradara mucho eso. Me parece que has silenciado algunas quejas. Pero no te preocupes: todo se enmendará. Cada vez que vuelvas a casa no tendrás más que llamarme. Ya verás cómo me encuentro siempre en ella.

Y ahora, ¿dónde se había metido Tuppence?

—Debe de haber salido, decididamente —dijo Tommy.

Entró en la habitación de la planta superior, donde la encontrara en más de una ocasión antes. «Estará repasando otro de sus libros de la infancia», pensó. «Andará haciendo cabalas sobre cualquier texto subrayado en rojo por un niño ocioso. Querrá seguir el rastro misterioso de Mary Jordan...» Mary Jordan: aquella criatura que no muriera de muerte natural. Tommy se quedó pensativo. Los anteriores propietarios de la casa, los que se la habían vendido a ellos, se apellidaban Jones. Habían estado allí poco tiempo, relativamente, tres o cuatro años. No... El niño del libro de Robert Louis Stevenson, quedaba más atrás en el tiempo. Bueno, el caso era que Tuppence no estaba en la habitación. Ninguno de los libros que tenía Tommy ahora a la vista daba la impresión de haber sido abierto, repasado, acaparando la atención de Tuppence por unos momentos.

—¿Dónde diablos se habrá metido esta mujer? —dijo Tommy.

Trasladóse a la planta baja, llamando a su mujer una o dos veces. Nadie contestó. Echó un vistazo a la percha del vestíbulo. Allí no estaba el impermeable de Tuppence. Tenía que pensar, pues, que había salido. ¿A dónde habría ido? ¿Y dónde estaba Hannibal? Tommy llamó ahora a Hannibal, introduciendo un cambio en la entonación del nombre.

—Hannibal, Hannibal, Hannibal... ¡Hanny! Aquí, Hannibal.

Nada. Ni el menor rastro del perro.

«Hay que pensar por tanto, que se ha llevado a Hannibal», se dijo Tommy.

No sabía si era mejor o peor que Tuppence se hubiese hecho acompañar por Hannibal. Desde luego, Hannibal no permitiría que le causaran el menor daño. Había otra cuestión: ¿era capaz Hannibal de hacer daño a otras personas? Mostrábase afectuoso cuando ellos se hacían acompañar por él en las visitas a sus amigos. Ahora bien, el perro recelaba, en cambio, de quienes iban a verlo, de quienes entraban allí donde él se encontraba. Se le veía entonces dispuesto a todo, a ladrar, amenazador, y hasta a morder, si era necesario. Bueno, ¿dónde pararían los dos, el perro y su dueña?

Tommy dio unos paseos por la calle, pero no pudo ver a lo lejos ningún perro negro de pequeño tamaño acompañando a una señora de mediana talla, enfundada en un brillante impermeable rojo. Finalmente, bastante enfadado, entró de nuevo en la casa.

Percibió entonces un agradable olor, que excitó su apetito. Entró a buen paso en la cocina. Tuppence volvió la cabeza desde el hornillo, dedicándole una cálida sonrisa.

—Te has retrasado mucho, querido —dijo aquélla—. ¿Qué te parece lo que estoy haciendo? Huele bien, ¿verdad? He introducido algunas sabrosas variaciones en esta «casserole». Encontré unas hierbas en el jardín...

—A ver si lo que has metido ahí es una planta de belladona o digital... Ya veremos, Tuppence. ¿Dónde demonios te habías metido?

—Quise que Hannibal se expansionara un poco y dimos un paseo por ahí.

Hannibal hizo acto de presencia en la cocina en aquel preciso instante. Se abalanzó sobre las piernas de Tommy, entusiasmado, estando a punto de arrojarlo al suelo. Hannibal era un perro pequeño, de negro pelaje, muy brillante, con graciosos mechones grisáceos en el lomo y en la cabeza, a ambos lados de la misma. Era un «terrier» de Manchester, un pura sangre. Solía considerarse, efectivamente, muy por encima de los animales de su raza que iba encontrando en sus correrías.

—Te he estado buscando por todas partes. ¿Dónde estuviste? La verdad es que no hace muy buen tiempo.

—Cierto. Había alguna niebla. Y... ¿querrás creer que estoy cansada?

—¿A dónde fuiste? A alguna tienda de la vecindad, ¿no?

—No. Hoy han cerrado los establecimientos. No... Estuve en el cementerio.

—¡Qué raro! ¿Y qué buscabas tú en el cementerio?

—Estuve estudiando algunas tumbas...

—Una lúgubre ocupación, ciertamente. ¿Lo pasó bien Hannibal?

—Bueno, me vi obligada a ponerle la correa. Alguien se asomó en determinado momento por la puerta de la iglesia y me pareció, puesto que a Hannibal no le agradó evidentemente aquella persona, que lo mejor era impedir que manifestase su descontento... Acabamos de llegar aquí y no debemos indisponernos con la gente.

—¿Qué buscabas en el cementerio?

—Quise ver, sencillamente, qué clase de personas habían sido enterradas allí. El cementerio en cuestión está lleno hasta los topes, Tommy. Tiene ya muchos años. Fue inaugurado por el año mil ochocientos y pico. Con el paso del tiempo, las fechas aparecen un tanto borrosas en las lápidas.

—Todavía no acierto a comprender el porqué de tu visita al cementerio.

—Llevaba a cabo una investigación.

—¿Una investigación?

—Sí. Quise ver si había allí enterrada alguna persona apellidada Jordan.

—¡Santo Dios! —exclamó Tommy—. ¿Todavía piensas en eso?

—Veamos. Mary Jordan murió, ¿no? Nosotros sabemos que murió. Lo sabemos porque tenemos un libro en el que se afirma que falleció y no de muerte natural. Ahora bien, tiene que estar enterrada en alguna parte, ¿no?

—Indudablemente —replicó Tommy—. Pudo haber sido enterrada en este jardín también.

—No lo creo probable —dijo Tuppence—. Yo pienso que la única persona que estaba al tanto de las circunstancias de la muerte de Mary Jordan era ese chico o chica que subrayó las letras del libro... Bueno, tenía que tratarse de un chico, ya que su nombre era Alexander... Él se tendría por muy inteligente. Los demás no sabían nada, seguramente. La persona llamada Mary Jordan murió, fue enterrada y nadie...

—Nadie dijo que hubiera habido algo extraño en su muerte —apuntó Tommy.

—Nadie, en efecto, afirmó que había sido envenenada, golpeada en la cabeza, arrojada por un precipicio o atropellada por un coche... ¡Oh! Puedo pensar en otros muchos medios susceptibles de ser utilizados para acabar con una persona.

—Claro que puedes —corroboró Tommy—. Lo bueno que tienes tú, Tuppence, es que te hallas en posesión de un corazón muy sensible. Nunca recurrirás a uno de ellos sólo para pasar el rato.

—El caso es que no localicé a ninguna Mary Jordan en el cementerio. No figuraba en ninguna tumba tal apellido.

—Me imagino que sufrirías una gran desilusión —contestó Tommy—. Eso que tienes en el fuego, ¿está listo ya? Es que estoy hambriento. Oye, huele muy bien.

—Se encuentra totalmente
a point
, querido —manifestó Tuppence—. En cuanto termines de asearte, ¡a la mesa!

Capítulo IV
-
Muchos Parkinson

—He visto muchos Parkinson —dijo Tuppence mientras comían—. De hace muchos años, pero en gran cantidad: viejos, jóvenes, solteros y casados. Ese cementerio está rebosante de Parkinson... Hay también otros apellidos: Cape, Griffin, Underwood, Overwood... ¿No te parece curioso?

—Yo tenía un amigo que se llamaba George Underwood —notificó Tommy a su esposa.

—Sí. Yo he conocido a muchos Underwood también. En cambio, desconocía el apellido Overwood.

—¿Hablas de un hombre o de una mujer? —inquirió Tommy, ligeramente excitada su curiosidad.

—Creo que se trataba de una joven. Se llamaba Rose Overwood.

—Rose Overwood —repitió Tommy, como si quisiera escuchar el sonido de las dos palabras—. Aquí no hay nada que encaje —comentó—. Después de comer tengo que telefonear a esos electricistas. Ten cuidado, Tuppence... Andando por la casa te expones a cada paso a caerte en alguna trampa dejada por ellos.

—Siendo así, acabaré mis días de muerte natural... Aquí sería natural, únicamente, la consecuencia.

—Una muerte por curiosidad —sentenció Tommy—. La curiosidad mató al gato.

—¿No eres tú curioso, en absoluto? —preguntó Tuppence a su marido.

—No veo aquí ningún motivo de curiosidad. ¿Qué hay de postre?

—Este budín.

—¿Sabes, Tuppence, que la comida me ha parecido deliciosa?

—Me alegro de que te haya gustado.

—Oye, ¿qué contiene ese paquete que he visto en la puerta trasera? ¿Se trata del vino que pedimos?

—No. Son bulbos.

—¡Ah! Bulbos...

—Bulbos de tulipanes —explicó Tuppence—. He de ir a hablar de ellos con el viejo Isaac.

—¿Dónde piensas plantarlos?

—En el centro del jardín, seguramente.

—¡Pobre viejo! Da la impresión de que de un momento a otro se va a derrumbar, muerto, cuando menos te lo esperes.

—No hay nada de eso —opinó Tuppence—. El viejo Isaac es muy duro. ¿Sabes? He descubierto que los jardineros suelen ser todos así. Los que son muy buenos parecen estar en la flor de su vida cuando cumplen los ochenta años, pero si te haces de un hombre de treinta y cinco, fuerte, rudo, que dice: «Siempre deseé trabajar en el oficio», ten por seguro que no sabe mucho acerca de éste. Sólo sirve para quitar unas hojas de aquí de allá, de tarde en tarde, y cuando les hablas de realizar algún trabajo te contestan invariablemente que no es la época adecuada del año, y como una ignora cuándo es el instante apropiado, siempre salen ganando. Ahora, Isaac es maravilloso. Lo sabe casi todo —Tuppence añadió—: Seguramente, dispondré de semillas. No sé si estarán en el paquete también. Ya lo veré... Hoy tiene que venir por casa y me explicará lo que haya.

—De acuerdo —contestó Tommy—. Luego, me reuniré con vosotros.

Tuppence e Isaac sostuvieron una grata conversación. Los bulbos fueron examinados. Discutieron sobre las medidas más convenientes a adoptar. Primeramente, se ocuparon de los tulipanes primerizos, que se mostrarían en todo su esplendor hacia fines de febrero; los otros constituirían el adorno principal del jardín en el mes de mayo y durante los primeros días de junio. Tuppence eligió el sitio del jardín atendiendo a su color. Algunos de ellos quedarían junto a la puerta para suscitar la envidia de los visitantes y vecinos. Tenían que recrearse en su contemplación hasta los abastecedores de la casa, los hombres que entregaban periódicamente la carne, la leche, el pan...

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