Read La puerta del destino Online
Authors: Agatha Christie
—No. Yo creo que las chicas se comportaban bien, que llevaban una vida pura, austera, casándose jóvenes, aunque siempre con la guía de la nobleza a la vista.
—¡Oh! ¡Qué bonito! —exclamó Beatriz—. Disfrutarían de buena ropa, supongo; asistirían a las carreras de caballos, a los bailes de gala...
—Sí, a muchos bailes.
—Yo conocí en cierta ocasión a una muchacha cuya abuela había servido en uno de esos hogares elegantes, visitado por el Príncipe de Gales, el que fue después Eduardo VII... Me contaba que siempre se mostraba muy atento, muy fino y amable, incluso con los sirvientes. Cuando la mujer se fue de la casa se llevó consigo la pastilla de jabón que el Príncipe de Gales utilizara para lavarse las manos. Nos la enseñó una vez...
—Te resultaría muy emocionante, ¿eh? —dijo Tuppence—. ¡Ah! ¡Qué tiempos! Quizá visitara en alguna ocasión «Los Laureles»...
—No. Habría oído contar algo acerca de eso. Aquí no había más que Parkinson, a secas. Nada de condesas, marquesas y demás títulos. Creo que los Parkinson se dedicaban al comercio. Eran muy ricos, sí, pero ¿qué emoción puede proporcionar el negocio, comprar y vender?
—Según, según —contestó Tuppence. Rápidamente, agregó—: Me parece que debiera...
—Sí, señora, será mejor que se marche ya.
—Desde luego. Bueno, gracias, Beatriz. Me conviene ponerme un sombrero. Llevo los cabellos muy desordenados.
—Es que seguramente acercó usted la cabeza a aquel rincón de telarañas. Voy a limpiar allí, por si acaso.
Tuppence bajó corriendo la escalera.
—Alexander pisó todos estos peldaños —dijo—. Me imagino que muchas veces. Y sabía que «fue uno de ellos». ¡Qué raro! Mi extrañeza es mayor que nunca.
—No sabe lo que me alegro de que usted y su esposo se hayan decidido a venir aquí, señora Beresford —dijo la señora Griffin mientras servía el té—. ¿Azúcar? ¿Leche?
Acercó a su visitante una pequeña fuente con bocadillos y Tuppence cogió uno.
La vida, en estos sitios, es muy diferente a la que se lleva en las ciudades. Aquí una conoce a sus vecinos, traba amistad con ellos. Siempre encuentra que hay algo en común que une. ¿Había estado usted por aquí anteriormente?
—No, no —contestó Tuppence—. Nos salieron varios ofrecimientos de casas. Los detalles de las mismas nos fueron facilitados por unos agentes de la propiedad. Por supuesto, la mayor parte de ellas no valían nada. Recuerdo una que se llamaba «Llena del Encanto del Viejo Mundo».
—Ya. Ese encanto del viejo mundo significa habitualmente que es preciso poner un tejado nuevo y que hay humedad por todas partes. Hay otra expresión igual de sospechosa: «completamente modernizada». Esto quiere decir que la casa está llena de todo tipo de chismes eléctricos, en su mayoría inútiles. Los agentes se valen de señuelos para que los probables compradores se olviden de que la casa en venta, por ejemplo, carece de vistas bonitas. Ahora, «Los Laureles» es una bonita finca. Supongo, sin embargo, que tendrán bastante quehacer antes de acomodarse en ella a gusto. Es lo que les ha pasado a todos los que la habitaron.
—Supongo que ha vivido mucha gente allí —apuntó Tuppence.
—¡Oh, sí! Actualmente, las personas no suelen echar raíces en ninguna parte. Por esa casa pasaron los Cuthbertson, los Redland, y antes que ellos los Seymour. Posteriormente, llegaron los Jones.
—He estado preguntándome por qué bautizaron la finca con el nombre de «Los Laureles» —dijo Tuppence.
—Ese nombre respondía al gusto del tiempo. Desde luego, si se remonta una suficientemente en el mismo, yo creo que por la época de los Parkinson, quizás, allí había mucho laurel. Tal vez existiera un camino interior bordeado por esos árboles. ¿Conoce usted la especie de hojas moteadas? ¡Oh! Nunca ha sido muy de mi agrado.
—Estoy de acuerdo con usted. A mí tampoco me gusta ese laurel —seguidamente, Tuppence añadió—: Por aquí han desfilado muchos Parkinson, por lo que he podido apreciar.
—Sí. Ninguna otra familia ha tenido tantos representantes como ellos en este lugar.
—Son muy pocas personas hoy, al parecer, que están en condiciones de hablar de ellos con algún conocimiento de causa.
—Bueno, querida, es que ha pasado ya mucho tiempo. Y después del... del problema que usted conoce, dado el sentir general, no es de extrañar que optaran por vender la casa.
—No se hablaba bien de ella, ¿verdad? —preguntó Tuppence, deseosa de aprovechar aquella oportunidad—. ¿Cree usted que la casa no reunía las condiciones sanitarias indispensables o algo así?
—No, no es la casa... Bueno, se presentó aquello y... Una desgracia, en cierto modo. Fue durante la primera guerra. Nadie podía creerlo. Mi abuela solía hablar de ello, diciendo que había tenido que ver con unos secretos navales... acerca de la construcción de un nuevo submarino. Vivía con los Parkinson una joven de la que se dijo que anduvo mezclada en aquel hecho.
—¿Se llamaba Mary Jordan? —preguntó Tuppence.
—Sí. En efecto. Después se sospechó que ése no era su nombre real. Creo que hubo alguien que desconfiaba de ella desde hacía tiempo. Un chico... Alexander. Un chiquillo magnífico, muy inteligente.
Tuppence estaba seleccionando unas tarjetas postales. Era una tarde muy húmeda aquélla y la oficina de correos se encontraba casi vacía. La gente dejaba caer las cartas en el buzón exterior y apretaba el paso. De vez en cuando, entraba alguien a comprar unos sellos. Seguidamente, estas personas emprendían el regreso a sus hogares, a toda prisa. El público escaseaba a aquella hora. Tuppence pensó que había escogido muy bien el día.
Gwenda, a quien había identificado gracias a la descripción que de ella hiciera Beatriz, se ofreció a Tuppence para lo que quisiera. Gwenda representaba la faceta comercial de la oficina de correos. Una mujer ya entrada en años, con los cabellos grises, presidía el espacio destinado a los asuntos del correo de Su Majestad. Gwenda, una chica locuaz, que se interesaba por todas las caras nuevas que aparecían por la localidad, se sentía feliz entre las tarjetas de Navidad, las de felicitación para los nacimientos, las cómicas, las cuartillas, diversos tipos de chocolate y algunos artículos de porcelana de uso doméstico. A los pocos minutos de haber empezado a charlar, Tuppence y Gwenda daban la impresión de conocerse de toda la vida.
—Me alegro de que esa casa haya sido abierta de nuevo. Me refiero a «Princesa Lodge».
—Yo creí que siempre se había llamado «Los Laureles».
—Y yo me inclino a pensar que no fue nunca llamada así, antes de ahora. Es corriente aquí el cambio de nombre de las casas. A la gente le gusta eso.
—Es verdad —manifestó Tuppence, pensativamente—. Mi marido y yo habíamos ideado ya uno o dos nombres. ¡Ah! Beatriz me dijo que usted conoció a una joven llamada Mary Jordan que vivió aquí en otro tiempo.
—No la conocí. Pero sí oí hablar de ella. Fue en la guerra... La última, no. La otra, de hace muchos años, en la que se utilizaron los zepelines.
—Recuerdo haber oído contar cosas de ellos —declaró Tuppence. Fue en 1915 ó 1916... Los zepelines aparecieron sobre Londres. Un día fui con una tía ya anciana a los almacenes de la Armada y el Ejército y hubo una alarma...
—Solían aparecer por la noche, a veces, ¿no? Resultaría imponente aquello. ¡Oh! ¡Qué miedo!
—Bueno, no creo que causaran tanta impresión —señaló Tuppence—: La gente estaba habituada ya a las emociones fuertes. Peor eran las bombas volantes de la última guerra. Una tenía la impresión de que la bomba seguiría a las personas, fuesen a donde fuesen.
—Se pasaban ustedes las noches en el «metro», ¿no? Yo tenía una amiga que vivía en Londres... Hacía eso. Creo que era en Warren. Cada uno hacía uso de la estación de «metro» de su distrito como una prolongación de su casa.
—Yo no estuve en Londres durante la última guerra —puntualizó Tuppence—. Creo que me hubiera hecho muy poca gracia pasarme la noche bajo tierra.
—Esta amiga mía (se llamaba Jenny) no pensaba igual que usted. A ella le gustaba el «metro» en aquellas circunstancias. Decía que resultaba muy divertido. Cada uno tenía su escalera de acceso favorita. El sitio escogido para dormir lo respetaban todos. Se comía, se bebía, se hablaba de todo durante las largas horas de espera... A veces no se pegaba un ojo en toda la noche. Algo fuera de lo corriente, según me contaba Jenny. Los trenes funcionaban continuamente. Mi amiga me dijo que cuando terminó la guerra todo volvió a ser lo de siempre, muy aburrido. Y para colmo de males tuvo que regresar a su casa.
—De todos modos —dijo Tuppence—, los ciudadanos de 1914 tuvieron la suerte de no conocer las bombas volantes. Sólo vieron zepelines.
Pero, evidentemente, Gwenda había perdido todo interés por los zepelines.
—Estuve hablando de una tal Mary Jordan con Beatriz —recordó Tuppence a la chica—. Su amiga me indicó que usted sabía cosas sobre ella.
—No muchas... Oí mencionar su nombre en una o dos ocasiones, pero de eso hace ya algún tiempo. Mi abuela decía que tenía unos hermosos cabellos rubios. Era alemana... Una de esas «fräulein», como se oye decir por aquí. Cuidaba de los niños: una especie de institutriz. Había estado con una familia de no sé dónde, cuyos varones eran marinos. Esto fue en Escocia, creo. Después, apareció en este lugar, con una familia, los Park... O los Perkin, no sé. Tenía un día libre a la semana y entonces se trasladaba a Londres. Allí se llevaba las cosas...
—¿Qué clase de cosas?
—Lo ignoro. Nadie concretaba en este sentido. Supongo que se trataba de las cosas que robaba.
—¿La descubrieron robando?
—No, no creo. Estaban empezando a sospechar de ella, pero entonces se puso enferma y murió antes de que la cogieran
in fraganti
.
—¿De qué murió? ¿Falleció aquí? Me imagino que iría a un hospital...
—No, no creo que hubiese hospitales a donde ir entonces. No existía la Segundad Social por aquellos días. Alguien me explicó que todo fue por culpa de una estúpida equivocación. En la casa entraron hojas de digital en lugar de espinacas... o de hojas de lechuga, quizá. No... Alguien me dijo que fue una planta de belladona, pero esto no lo creí ni por un momento, porque todo el mundo la conoce y da bayas. Bien. Me inclino a pensar que fueron hojas de digital, sacadas del jardín por error. Me he acordado del digital porque alude a los dedos... Hay algo mortal en la planta... Llegó el médico y el hombre hizo lo que pudo, pero ya era tarde.
—¿Había muchas personas en la casa cuando sucedió eso?
—Muchas, me figuro... Sí, porque en aquella casa siempre tenían invitados. Es lo que he oído decir... Había niños, gente que pasaba en la misma el fin de semana, una institutriz, un ama de llaves. Se celebraban reuniones frecuentemente, además. Bueno, todo eso lo sé por lo que me contaba mi abuela. De otro lado, el señor Bodlicott suele hablar de ello de vez en cuando. ¿Sabe a quién me refiero? Al viejo jardinero. De jardinero trabajaba allí y le echaron al principio la culpa, diciendo que había sido él quien introdujera las mortales hojas en la casa. Pero esto no era cierto. Fue una persona ajena a la familia, que deseosa de prestar un servicio cogió las verduras en la pequeña huerta, llevándolas a la cocina. Ya se lo puede imaginar: espinacas, lechugas y otras cosas semejantes. Creo que en la encuesta judicial se dijo que cualquiera podía cometer un error como aquél, ya que las espinacas o las acederas se criaban cerca de la planta llamada digi... digital. Supongo que cogerían un puñado de hojas juntas. Fue un hecho muy triste, ya que, según mi abuela, se trataba de una chica de muy buen ver, con unos preciosos cabellos rubios...
—¿Y dice usted que tenía la costumbre de ir a Londres todas las semanas? Naturalmente, tendría un día libre cada siete. Esto es lo normal.
Sí. Decía que tenía algunos amigos allí. Mi abuela me contó que habían circulado rumores... Alguien afirmó que en realidad se trataba de una espía alemana.
—¿Lo era? ¿Se confirmaron tales rumores?
—Yo pienso que no. Caía muy bien entre los hombres, al parecer. Sabe? Entre los oficiales del Campamento Militar de Shelton...
—¿Era o no una espía?
—Ya le he dicho que yo creo que no. Mi abuela se refería a lo que la gente dijo. Esto no fue en la última guerra. Ocurrió mucho antes.
—Es curioso —comentó Tuppence—. Hay que ver la facilidad con que la gente confunde las guerras. Conozco yo un viejo que tenía un amigo que tomó parte en la batalla de Waterloo.
—¡Oh! Eso fue mucho antes de 1914. Por entonces, las familias contrataban los servicios de las institutrices extranjeras, a las que daban el nombre de «mamoselles», así como «frauleins»... Mi abuela decía que era sumamente atenta con los niños... Caía siempre muy bien a todo el mundo...
—Todo pasó cuando ella vivía aquí, en «Los Laureles», ¿no?
—La finca no se llamaba así entonces... Al menos, creo que no era ése su nombre. Ella vivía con los Parkinson, o los Perkin, u otro apellido parecido. Era lo que nosotros entendemos ahora por una chica
au pair
. Procedía de esa población famosa por ciertos pasteles, los pasteles que suelen verse en las reuniones de categoría. Es una población mitad alemana, mitad francesa, según me han dicho.
—¿Estrasburgo? —sugirió Tuppence.
—Sí, ése era su nombre. Ella pintaba. A una tía-abuela mía le hizo un retrato. Tía Fanny siempre dijo que la había sacado más vieja de lo que era en realidad. También retrató a uno de los chicos de los Parkinson. Todavía conserva el cuadro la señora Griffin. Un chico de los Parkinson descubrió algo relacionado con ella, creo... El del cuadro, quien me parece recordar que era ahijado de la señora Griffin.
—¿Sería ese Alexander Parkinson?
—Sí, ése era, el que está enterrado cerca del templo.
A la mañana siguiente, Tuppence fue en busca de un personaje muy conocido en el lugar: el viejo Isaac, o señor Bodlicott, también, en las ocasiones más formales.
Isaac Bodlicott era un personaje allí por diversas razones, una de ellas la edad. Alegaba contar noventa años, cosa que generalmente no era creída. Era además, hombre capaz de realizar todo género de reparaciones. Cuando los esfuerzos de cualquier vecino por atraer hacia su casa al fontanero se traducían exclusivamente en vanas promesas, aquél recurría al viejo Bodlicott. Este no se hallaba profesionalmente cualificado para efectuar las reparaciones que emprendía, pero de siempre, en el curso de su dilatada existencia, habíase atrevido con todo. Le daba igual que la dificultad fuese de tipo sanitario; atacaba de frente los problemas de la conducción de aguas, las averías de tipo eléctrico y las anomalías de las cocinas de gas. Sus reparaciones constituían frecuentemente un éxito. Sabía de carpintería, arreglaba con facilidad una cerradura, colgaba cuadros (que quedaban torcidos, muchas veces) y conocía los misterios de los muelles pertenecientes a desvencijados sillones.