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Authors: Emilio Salgari

Tags: #Aventuras

La reconquista de Mompracem (7 page)

BOOK: La reconquista de Mompracem
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—¿Vestía el uniforme de embajador?

—Sí, alteza.

—Entonces hay algún bribón que se os parece extraordinariamente, milord —dijo el sultán—. Querría sacar a ese hombre de su escondite y colgarlo del mástil de mi bandera.

—Por ahora no hay que pensar en ello, alteza —respondió Yáñez—. Dado el golpe, no será tan estúpido de volver aquí.

—Me asalta ahora una duda, milord.

—¿Cuál?

—Que esos náufragos no hayan confundido la cañonera del rajah de las islas con vuestro yate.

—Lo sabremos enseguida.

Se volvió hacia la bella holandesa, que estaba bebiendo una copa de champaña, y le preguntó:

—¿El ataque ha tenido lugar de día o de noche, señora?

—De noche y ya muy avanzada.

—¿Quién conducía a esos hombres?

—Una persona que se parecía a vos.

—Ved, alteza, que esos náufragos me han acusado injustamente. Esa noche estaban ciegos como topos y, probablemente, borrachos, cosa que les sucede frecuentemente a los marineros ingleses. Alteza, ¿cuáles son vuestras órdenes para mañana? Me habéis dicho que desearíais visitar mi yate y dar un paseo por mar abierta.

—Después de mediodía estaré en vuestra nave.

Yáñez metió una mano en el bolsillo, sacó de él un puñado de piedras preciosas y las depositó sobre la mesa.

—Alteza —dijo—, éstas las distribuiréis entre vuestras mujeres y, hasta que no se haya marchado ese loco furioso, vos seréis mi huésped. Ese hombre es capaz de todo, hasta de mataros.

—Afortunadamente os encontráis vos aquí, milord. Mejor dicho, querría haceros una proposición.

—Hacedla entonces, alteza.

—¿Y si fuéramos hasta la isla de Balabar para mostrar a ese insolente tiranuelo que tengo unos cañones lo suficientemente grandes como para arrasar su capital? ¿Accederíais, milord?

—Sí, con tal de que me procuréis un óptimo piloto, práctico en esos escollos y rompientes.

—Sí, milord. ¿Me prometéis hacer tronar vuestros cañones contra la ciudad del rajah de las islas?

—Se la incendiaremos, alteza.

—Milord, buenas noches.

Yáñez había dado el brazo a la dama, que, a pesar de conservar una gran sangre fría, aparecía más bien inquieta por las amenazas de John Foster.

—No tembléis, señora —le dijo Yáñez—, estoy yo aquí para protegeros y tengo en mis manos una escolta capaz de lanzarse al abordaje en este mismo momento. Ese Foster tendrá que vérselas conmigo. Alteza, hasta mañana.

La escolta se había puesto en fila con las carabinas en bandolera, preparadas para hacer fuego, y con los pesados
parangs
al cinto.

El pelotón descolgó un farol chino y abandonó el palacio del sultán, adentrándose en la profunda oscuridad de las callejuelas de la capital.

—Gracias, señora —le dijo Yáñez.

—¿De qué? —le preguntó la flemática holandesa.

—De haberme salvado.

—¡Ha costado tan poco! Una simple mentira que nadie podía contradecir.

—Y que, demorada, me habría creado grandes problemas con el sultán.

—Ahora todo ha acabado bien, milord, y el sultán no os importunará dos veces.

—¡Ah, no se puede fiar uno de estos orientales falsos y taimados!

6. Una emocionante pesca

Apenas acababan de dar las dos, cuando Su Alteza Selim-Bargani-Arpalang llegaba a bordo del yate en su acostumbrada chalupa pintada de rojo y con amuras de oro. Iba acompañado de dos ministros, su secretario particular y una pequeña escolta formada por seis soldados, todos ellos de aspecto malcarado, con inmensas barbas e hirsutos bigotes que casi les llegaban al turbante.

Yáñez se encontraba ya a bordo con la bella holandesa, a la que quería librar a toda costa de la venganza de John Foster, y recibió prontamente al sultán.

—Alteza —le dijo—, ya sois mi prisionero.

El sultán le miró con inquietud, haciendo tres o cuatro muecas, una detrás de otra. El portugués, que se había dado cuenta, añadió rápidamente:

—Daremos un magnífico paseo por mar abierto, alteza, y confío en que se nos dará bien la caza a lo largo de las costas de Balabar.

—¿Cómo? ¿Queréis llegaros hasta allí, milord?

—¿Y por qué no?

—¿Y si nos atacan?

—Nos defenderemos. Incluso haré izar en el palo mayor vuestra bandera para hacer comprender a esos canallas que la lección procede solamente de vos.

—¿Qué clase de hombre sois?

—Un hombre, alteza. ¿Queréis que zarpemos? Entre tanto, os enseñaré el yate.

—Lo deseo vivamente —dijo el sultán.

—¿Por qué?

—Para aclarar un punto muy oscuro.

—¿Qué queréis decir?

—Me han dicho que tenéis aquí un prisionero.

—¿Quién ha sido?

—Os lo diré más tarde.

—Así, pues, ¿tengo enemigos encarnizados en vuestra capital?

—Verdaderamente a los otros Estados no les agradaba ver un embajador inglés. Pero no os preocupéis. Estáis bajo mi protección. Sin embargo, me han dicho, repito, que tenéis aquí un prisionero.

Yáñez sonrió irónicamente.

—¿Queréis enseñarme vuestro yate, milord?

—Inmediatamente, alteza. Esperad que dé la orden de levar anclas y de avivar las calderas, ya que lanzaré a mi barco a la máxima velocidad.

Lanzó a diestro y siniestro algunas órdenes, secas, cortantes, que fueron inmediatamente cumplidas por la tripulación que, a pesar de estar formada por malayos y dayaks, se movía como la de un buque de guerra.

—Venid, alteza —dijo.

Después de recorrer toda la toldilla, bajaron a la cámara, seguidos por la señora holandesa, los dos ministros y el secretario.

Todos los camarotes estaban abiertos de par en par, de forma que si alguien estuviera prisionero hubiera sido descubierto inmediatamente.

El sultán admiró el salón, amueblado con excelente gusto. Luego entró en todos los camarotes, observando atentamente todo cuanto se encontraba en ellos.

—¡Una nave magnífica! —dijo—. Con este buque hasta me sentiría capaz de desafiar al rajah de las islas.

—Y nosotros le desafiaremos.

—¡Eh, eh! ¡No corráis tanto! Una bala de cañón o un disparo de espingarda llegan en un momento y mis buenos súbditos, entonces, se quedarían sin su sultán.

—No sucederá nada grave, alteza —respondió Yáñez, mientras el
chitmudgar
destapaba unas botellas de champaña—. Y, además, si no os hacéis temer, un día u otro los piratas de las islas entrarán en vuestra bahía y os pondrán en apuros si no estoy yo para defenderos.

—Desgraciadamente, lo sé —respondió el sultán, vaciando la copa de un solo trago.

—Subamos a cubierta, alteza —dijo Yáñez—, y empecemos la cacería. Tú,
chitmudgar,
llévanos algo de beber al puente.

Abandonaron la cámara y subieron la escala, deteniéndose en el puente de mando.

La bahía se presentaba en toda su maravillosa belleza, con sus pequeñas islas y sus barrios malayos, chinos y dayaks sumergidos en una verdadera orgía de sol.

El yate avanzaba rápidamente, levantando con la proa grandes olas y dejando a popa una estela burbujeante en medio de la cual saltaban de vez en cuando algunos famélicos tiburones.

Las
fragatas
[12]
y los vencejos marinos pasaban rapidísimos por encima del pequeño buque, lanzando alegres gritos. De vez en cuando, un
albatros
[13]
, casi tan grande como un águila, cruzaba por encima del yate.

La brisa de poniente rizaba la superficie del mar, encrespándola hasta los últimos confines del horizonte. A veces, avanzaba una ola y rompía contra la proa del yate con sonoro estruendo, imprimiéndole una sacudida bastante brusca.

Yáñez hizo traer cuatro fusiles de caza, espléndidas armas inglesas que había comprado en Calcuta, y las puso a disposición de sus huéspedes, diciendo:

—¡Señores, está abierta la veda!

—No será cosa fácil disparar a los vencejos marinos con estos bandazos —había respondido el sultán.

—Eso es porque aún no tenéis el pie de los marineros. Yo os mostraré cómo se puede cazar bien, incluso con mar gruesa.

Un albatros de alas extraordinariamente grandes pasaba en ese momento por encima de la popa del yate. Yáñez, veloz como una flecha, cogió una de las escopetas, miró unos instantes y luego hizo dos disparos.

El volátil, acertado de pleno, agitó desesperadamente las alas intentando sostenerse aún. Después, cayó panza arriba en el mar, justamente en la boca abierta de un enorme tiburón.

—¡Ah! Esos tiburones devorarán toda nuestra caza, milord —dijo el sultán—. Volveremos a Varauni sin una simple golondrina.

—Aún no ha terminado la excursión, alteza —respondió el portugués—. Antes de que se ponga el sol quiero ver la toldilla de mi buque cubierta de aves.

—Sabed que me encantan las aves marinas y si me dais a probar estaré muy contento.

—¿En mi palacio o aquí?

—Preferiría aquí —respondió el sultán—. Hay más libertad.

—Como queráis, alteza. También yo tengo un cocinero que vale lo que pesa en oro. ¡Es vuestro turno! ¡He aquí un bonito disparo!

En aquel momento pasaba una fragata, manteniendo las alas completamente extendidas. Iba seguida por una bandada de vencejos marinos y de petreles que se esforzaban en vano en mantenerse detrás.

—Adelante, alteza —dijo Yáñez—. Es el momento oportuno.

El sultán levantó la escopeta y soltó dos tiros. La fragata cerró las alas, encogió las patas y cayó de cabeza en la boca de otro tiburón.

El sultán dio un grito de rabia.

—Pero, ¿es que no nos podemos desembarazar de esos glotones que están listos para devorarnos el asado, milord?

—Si queréis, puedo ofreceros una emocionante pesca del tiburón.

—¡Ah, sí, sí! —gritó el sultán, dando palmadas como un chiquillo.

Yáñez silbó estridentemente, haciendo saltar a Mati con la velocidad de una gacela. Le susurró en voz baja algunas órdenes, y luego gritó a la sala de máquinas que detuvieran el yate.

—Vos me regalaréis uno, si tenéis la suerte de capturarlo —dijo el sultán.

—Son pésimos, alteza.

—Para los chinos, y regalado por su buen sultán, irá estupendamente y no quedarán de él ni las espinas. Hace mucho tiempo que les debo un regalo a cambio de un soberbio zafiro.

—Entonces, ¿se comen los tiburones? —dijo Yáñez, que no había podido contener una sonrisa.

Mati, seguido por seis hombres, había reaparecido en el, puente llevando un ancla de galga, de tres patas, envuelta en una tela roja. En uno de los brazos había puesto un pedazo de tocino de siete u ocho kilos de peso.

En la almohada del escobén fijaron una fuerte cadena, la cual se hizo pasar luego por el cabestrante de popa para poder izar más fácilmente a la bestia en el caso de que hubiera picado.

Como hemos dicho, se detuvo la nave y ésta se balanceaba suavemente. En los mares de la India y de la Sonda, cuando no sopla el viento y las olas no remueven el fondo, el agua adquiere una transparencia increíble. A veces se puede ver nadar a los peces a cien o ciento cincuenta metros de profundidad.

Se echó el ancla inmediatamente, a estribor del buque, mientras otros marineros se armaban con escudos y
parangs.

El sultán, su séquito, la bella holandesa y Yáñez, se habían inclinado sobre las amuras, anhelosos de asistir a aquella emocionante pesca.

El ancla se veía perfectamente, pues estaba sumergida a una profundidad de veinte metros. Su revestimiento de rojo debía de llamar pronto la atención de los voraces tigres marinos.

—Éstas sí que son diversiones, milord —dijo el sultán—.

Si yo tuviese un ministro como vos, sería el hombre más feliz de Borneo.

—Si queréis, alteza, además de cruceros, también haremos partidas de caza. No deben de faltar los tigres en los bosques de los montes de Cristal.

—Desgraciadamente, milord.

—Iremos a sacarlos de sus guaridas y adornaréis con sus pieles vuestras espléndidas galerías.

—Llevo en mis venas sangre árabe y malaya, así que os podéis figurar lo que me gusta la caza. Lo que pasa es que mis ministros tienen miedo de seguirme.

En ese momento, una gran sombra surgió de las profundidades y subió verticalmente en dirección al ancla.

Se trataba de un soberbio
charcharias
[14]
, de siete metros de largo y con una boca tan amplia que podía contener a un hombre acurrucado.

Pero debía de ser gato viejo, porque, en vez de correr inmediatamente al asalto del hermoso pedazo de tocino, se puso a describir en torno al ancla amplias vueltas que se iban estrechando muy lentamente.

Todos los trapos rojos en que estaba envuelta el ancla debían de darle la ilusión de habérselas con un bonito pedazo de carne aún sangrante.

Como se había acercado otro escualo, el primero, temiendo que su congénere le quisiera quitar la comida, se lanzó hacia adelante, abrió su inmensa boca semicircular y engulló de un bocado el ancla, el tocino y un buen trozo de cadena.

Un gran grito se alzó entre los malayos y los dayaks del yate.

—¡Ha picado! ¡Ha picado!

El escualo se movió hacia atrás, intentando partir la cadena de una dentellada. Luego se quedó casi inmóvil. De su boca salía mucha sangre.

—¡Iza despacio! —gritó Yáñez.

Ocho hombres se precipitaron al cabestrante, apoyándose con todas sus fuerzas en las palancas de éste.

Notando el tirón, el escualo probablemente intuyó el peligro, porque empezó a debatirse desesperadamente, a pesar de que a cada movimiento las puntas del ancla le laceraban el paladar y le rompían los dientes.

—¡Mati, ízalo! —había repetido Yáñez—. Ya es nuestro.

Los marineros dieron otra vuelta al cabestrante, provocando un segundo y más doloroso tirón. El escualo no oponía resistencia. Se fingía muerto, pero nadie se dejaba engañar.

—Disparémosle —dijo el sultán.

—Ahora no, alteza. Cuando lo hayamos izado sobre el puente.

—¿Podremos sacarlo del agua?

—Dentro de diez minutos le veréis saltar entre las amuras de mi yate. ¡Vamos, iza!

Se le dio una tercera vuelta al cabestrante. Esta vez el tiburón, loco de dolor, se agitó desesperadamente entre las transparentes aguas, dejando tras sí un largo rastro de sangre.

Tocó la superficie, mostrándose un momento, y luego se volvió a hundir, mordiendo ferozmente la cadena sin conseguir romperla. A pesar de estar horriblemente herido, el monstruo no tenía intención de dejarse sacar del mar, pero el cabestrante giraba sin descanso y cada movimiento impreso a las palancas le obligaba a dar buenas volteretas.

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