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Authors: Emilio Salgari

Tags: #Aventuras

La reconquista de Mompracem (6 page)

BOOK: La reconquista de Mompracem
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El inglés fue bajado al
prao
y llevado a una cabina del fondo.

—¡Padar! —gritó Yáñez—. Ya sabes lo que tienes que hacer. Te espero enseguida en Varauni. ¡Aléjate!

El pequeño velero puso sus velas al viento y se alejó rápidamente, mientras el yate reemprendía su ruta hacia la capital del sultanato.

5. Un terrible momento

Empezaba a oscurecer, cuando el yate entró en la amplia y pintoresca bahía de Varauni saludando a la bandera del sultán con una salva de cañón, a la que replicó inmediatamente la vieja batería.

Apenas había anclado el pequeño buque en el muelle, cuando Mati, que lo observaba todo atentamente, divisó la barca pintada de rojo con las amuras doradas que cuatro días antes había transportado a Yáñez al
aloun-aloun.

—Señor —dijo, precipitándose en la cabina donde el portugués estaba examinando una cajita de acero llena de diamantes indios y de esmeraldas y rubíes birmanos—, se acerca…

—¿Quién?

—El secretario del sultán.

—¿Y te inquietas por eso, amigo? Tengo aquí más que suficiente para sobornar a todos los favoritos de su alteza. Hace bien en venir porque aún no le he ofrecido ningún regalo.

—¿Y después? —preguntó preocupado Mati.

—¿Después? Querido amigo, tenemos una nave siempre a punto para hacerse a la mar. ¿Quién irá tras de mí? ¿Los desvencijados
giongs
del sultán? Aunque pusiese en línea a veinte, pasaríamos igualmente por encima de ellos. Además, en Gaya tenemos una reserva impresionante, capaz de bombardear la ciudad, e incluso de tomarla al asalto.

—No os fiéis del sultán.

—¡Bah! ¡Es un bobalicón!

Cogió un puñado de rubíes, diamantes y esmeraldas, se los puso en el bolsillo y cerró de nuevo la cajita, que debía de contener varios millones.

—Vamos a ver qué desea ese medio mono —dijo, subiendo a cubierta.

La barca, tripulada por doce remeros, ya se encontraba bajo la escala. El antipático secretario estuvo a bordo en un instante, saludando a Yánez con media inclinación solamente.

—¿Qué hay de nuevo, amigo? —le preguntó bonachonamente el portugués.

El secretario contuvo la respiración, abrió mucho los ojos y, después de hacer una fea mueca, dijo con algún esfuerzo:

—Su alteza os espera para cenar.

—Acepto inmediatamente, porque este paseo por el mar abierto me ha dado un apetito de tiburón. Esperemos que esté de buen humor.

—Siempre lo está, cuando ha bebido.

—De eso me encargo yo. ¡Padar!

—¡Señor!

—Pon en un cesto doce botellas de ginebra y alguna de champaña y llévalo a la barca.

—¿Vais solo?

—Prepárame una escolta de doce hombres y yo respondo de todo.

Luego, acercándose al secretario y sacando del bolsillo un magnífico rubí, le dijo:

—Amigo, os ruego que aceptéis esto como recuerdo del embajador de Inglaterra.

El secretario, con gran asombro del portugués, que sabía muy bien lo venales que eran los bornéanos, en vez de alargar la mano, la retiró.

—¿Rehusáis? —le preguntó.

—Aún no sé quién sois vos.

—¿Cómo? ¡Bribón! ¿No he presentado mis credenciales en toda regla a tu amo?

—Pero hay muchas personas que os acusan.

—¿De ser un impostor?

—Yo no lo sé, milord.

—¡Ah! Lo veremos —respondió Yáñez—. ¡Por Júpiter! ¿Por quién se me toma? ¿Por un mono de los bosques de Borneo? Mi nariz aún no se ha vuelto colorada, ni se ha agrietado. Vamos, tomad: al menos vale doscientos florines y podréis hacer feliz a alguna bella muchacha de vuestro harén.

Esta vez el secretario estuvo dispuesto a extender la mano y cerrar los dedos en torno al rubí.

—¿Tendrá invitados el sultán, esta noche? —le preguntó Yáñez—. A mí me gustaría mucho la compañía.

—Temo que encontraréis demasiada, después de la cena.

—Nada mejor: improvisaremos una fiesta de baile y haremos brincar a las bellas borneanas. Vamos, señor secretario.

Introdujo en la faja las dos pistolas indias que le tendía Padar, ordenó de nuevo que mantuvieran al buque bajo presión y con los cañones cargados, y descendió a la embarcación con su escolta completamente equipada como si tuviera que entrar inmediatamente en combate.

Sin embargo, la calma del portugués era más aparente que real, porque le había asaltado el temor de que el sultán lo pusiese frente a los náufragos del vapor y le pidiese cuentas de la cañonera, que nadie había visto entrar en la bahía en tanto que muchas personas habían oído los cañonazos.

Pero confiaba en su extraordinaria audacia y en su sangre fría para jugar la terrible partida, que se le presentaba con pésimas cartas, con la esperanza de ganar una vez más.

La chalupa, impulsada por sus doce remos enérgicamente manejados, atravesó la bahía y atracó en el muelle, donde le esperaba el carro de la cúpula dorada y las columnitas blancas, tirado por los cebúes.

—Seguidme a la carrera —dijo Yáñez a sus hombres, mientras los pequeños bueyes partían, galopando bastante bien.

Los doce malayos, acostumbrados a largas carreras a través de los bosques, corrían detrás del carro, manteniéndose muy juntos.

En menos de diez minutos llegaron ante el bellísimo palacio del sultán, completamente blanco, y lleno de cúpulas y largos pasillos que le daban un aire de ligereza.

Media compañía estaba formada ante la puerta.

Yáñez le pasó revista. Después, precedido por el secretario, subió por una grandiosa escalinata iluminada por gran número de farolillos chinos que derramaban sobre ellos una luz suave y sosegada. En cada rellano había otros soldados de la guardia en uniforme de gala y completamente armados. Ese despliegue de fuerzas hizo que a Yáñez le diera un vuelco el corazón.

"¿Es que voy a arrojarme como un estúpido en la boca del tigre de Borneo?", se preguntaba con cierta aprensión. "¡Ah, no, no! Todavía confío en poder jugar una buena carta. Calma y sangre fría, amigo."

Después de pasar por varias galerías llenas de flores y de jarrones chinos y japoneses, el secretario le introdujo en una inmensa sala, desde cuyos balcones se podían ver perfectamente los buques que entraban y salían de la bahía. Una larguísima mesa estaba preparada. La vajilla, de plata cincelada, y los vasos, de auténtico cristal, brillaban bajo las veinte lámparas chinas.

El sultán, que vestía el acostumbrado traje de seda blanca y que llevaba en un costado una cimitarra de vaina dorada, demasiado pesada para sus brazos, ya estaba en la mesa con sus dos ministros y media docena de cortesanos de piel muy oscura que vestían
sarongs
[10]
muy vistosos y floreados.

—¡Ah, estáis aquí, milord! —exclamó, al ver entrar a Yáñez—. ¡Os hacéis esperar!

—He regresado tarde, alteza.

—¿Dónde habéis estado?

—De caza en alta mar.

—¿Y qué habéis cogido?

—Cuatro miserables vencejos marinos que se han comido los tiburones ante mis ojos.

—Debe de ser agradable cazar en la mar, a bordo de una nave rápida como la vuestra.

—A veces sí, alteza.

—¿Me invitaréis mañana a dar un paseo?

—Mi yate está a vuestra disposición.

—Bien, podemos cenar.

Jóvenes malayos avanzaron sin demora, llevando en grandes bandejas de plata fritura de pescado, asado de
babirusa
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, langostas en salsa picante y enormes tortillas. Yáñez había hecho una señal al hombre que portaba el canasto lleno de botellas.

—Alteza —dijo—, permitidme que os ofrezca lo mejor que tengo a bordo de mi yate.

—Sois muy amable —respondió el sultán, con una sonrisita que no tranquilizó, precisamente, a Yáñez.

La cena, aunque muy abundante, fue rápidamente devorada. Luego, tras la fruta, Yáñez destapó una botella de champaña y llenó el vaso del sultán, diciendo:

—Larga vida a vuestra alteza.

—¿Dónde se fabrica este vino? —preguntó el sultán, que ya había vaciado el vaso de un trago.

—En Francia, alteza.

—Es un país del que sólo he oído hablar vagamente.

—¿Os gusta, alteza?

—Mañana, si tenéis más botellas de éstas, las vaciaremos a bordo de vuestro yate.

Aquella insistencia para ir a bordo de su pequeño buque le dio mala espina a Yáñez.

¡Ay, si no se hubiera desembarazado del verdadero embajador! La catástrofe hubiera sido completa.

Trajeron un excelente café. Luego, el sultán se echó hacia, atrás repentinamente, apoyándose en el respaldo de su cómoda silla de bambú, y le preguntó bruscamente a Yáñez:

—¿Sabéis, milord, lo que se dice en mi capital?

—No me he ocupado nunca de las habladurías —respondió Yáñez, que conservaba una maravillosa sangre fría.

—La noticia es grave, milord. Y en mi calidad de sultán debo aclarar lo que pueda haber de cierto en esos rumores que atañen muy de cerca a…

—¿A quién, alteza? —preguntó Yáñez.

—A vos.

—¿Qué es lo que se dice de mí? Decidlo ya, alteza.

El sultán titubeó unos instantes antes de responder y, luego, dijo:

—Cuando habéis salido de la bahía, ¿no os habéis encontrado unas chalupas llenas de náufragos, remolcadas por una cañonera?

—Sí, me he encontrado con ellas.

—Esa cañonera no ha regresado, milord —dijo el sultán, con voz grave.

—Y espero que no vuelva nunca más —respondió audazmente el portugués.

—¿Por qué?

—Porque en este momento yace en el fondo del mar, completamente acribillada por mi artillería.

—¿La habéis atacado?

—Había recibido órdenes formales de mi gobierno de dar caza a ese buque de vapor, que pertenecía al rajah de Balabar.

—¡No es posible! —exclamó el sultán—. Llevaba la bandera holandesa en su palo mayor. Lo he visto perfectamente desde este balcón.

—Una bandera no quiere decir nada, alteza —respondió Yáñez, sonriendo—. Se cambia fácilmente. Como os he dicho, aquella cañonera había sido comprada, todavía no se sabe en qué estado, por el rajah de las islas con la evidente intención de piratear. Supongo que no me negaréis, alteza, que ese rajah se dedica a la piratería en gran escala:

—No lo niego —respondió el sultán—. He tenido que quejarme de él varias veces y apruebo plenamente la lección que le habéis dado en nombre de Inglaterra. ¿Habéis hundido esa nave?

—Tras un combate que ha durado unas pocas horas.

—¿Está bien armado vuestro yate?

—Y, además, bien tripulado —añadió Yáñez.

—Y, decidme, milord, ¿vuestros cañones han hecho fuego sobre algún otro buque?

—No, alteza.

—Sin embargo, hay personas que han lanzado contra vos terribles acusaciones. Vos seríais responsable del hundimiento de un vapor que venía del norte.

—Deben de haber confundido mi yate con otro. Y es posible, porque mientras navegaba hacia la bahía me parecía haber visto que pasaba uno a toda velocidad por el horizonte…

—¿Otro yate?

—Sí, alteza.

—¿Perteneciente a quién?

—Ah, eso no lo sé.

—¿Es que el rajah de las islas se está preparando para hacerme la guerra? —se preguntó el sultán con voz trémula.

—Mientras yo esté aquí, ninguna nave entrará en el puerto, a no ser un mercante. ¿Estáis convencido ahora de mi inocencia?

—Todavía tengo una duda.

—¿Qué querríais hacer?

—En la galería contigua hay treinta o cuarenta náufragos arribados en las chalupas.

Yáñez se puso pálido, pero no perdió su sangre fría.

—Hacedles venir, pues —dijo—. Yo les confundiré.

El sultán dio unas palmadas.

Una puerta, que hasta entonces estaba custodiada por cuatro soldados, se abrió y entraron los náufragos, guiados por John Foster, el capitán del vapor hundido. Había hombres y mujeres, y éstas no eran las menos furibundas. Yáñez se había puesto en pie para desafiar mejor la tormenta que se le venía encima. El capitán, al verlo, le amenazó con el puño, gritando:

—¡He aquí al infame pirata!

—Sí, es el que ha hundido nuestra nave sin ningún motivo.

—¡Hacedlo colgar!

—¡Venganza, alteza, venganza!

Yáñez les dejó hablar, mirándoles de hito en hito. Luego, habiendo conseguido el sultán un poco de silencio, dijo:

—¿Estáis bien seguros de que haya sido yo y no otro?

—¡Vos! —gritó John Foster—. Os he reconocido.

—Hay personas que se parecen.

—¡Vos sois el pirata!

—Yo os demostraré ahora que os hundió un yate que no era el mío.

Entre los náufragos había visto a Lucy van Harter, la bella holandesa, que había asistido a la tumultuosa escena sin abrir la boca.

—Señora —le dijo, andando hacia ella—, ¿es verdad que hace cuatro semanas, más o menos, estuvimos juntos en un té danzante ofrecido por el gobernador de Macao?

—Muy cierto —respondió la mujer, a pesar de las miradas furiosas de sus compañeros.

—¿Que uniforme llevaba esa noche?

—El de embajador inglés.

—¡Es demasiado! —vociferó John Foster, agitando los brazos como las aspas de un molino.

—¡Callad! —dijo el sultán—. Milord, tomad de nuevo la palabra.

—Esa noche le regalé a esta señora un anillo que brilla aún en su dedo. ¿Es verdad?

—Muy cierto —respondió la holandesa, con calma.

—Ya veis, alteza, que estas personas se han equivocados Debe de haberles atacado algún otro yate, hundiendo su barco, guiado por un hombre que, por una rara casualidad, se parece a mí.

—¡Se equivoca, alteza! —gritó John Foster, que parecía a punto de reventar de rabia—. Yo acuso formalmente a este hombre de haber hundido mi vapor y de haberse llevada a un personaje que decía ser embajador. Si se visitase su yate, aún se le encontraría.

—¡Basta! —dijo el sultán—. Con vuestros gritos no habéis probado nada y yo debo creer en las palabras de esa señora. Ahora, podéis retiraros.

Yáñez hizo una seña a Lucy van Harter para que no saliese con el grupo.

John Foster fue el último en traspasar la puerta de la galería y tendiendo nuevamente el puño hacia Yáñez, le gritó:

—No quedaré satisfecho hasta que os mate.

El portugués respondió alzándose de hombros.

—Entonces, vos, señora —dijo el sultán, haciéndola sentar en su mesa—, afirmáis haber conocido en Macao al milord aquí presente.

—Lo he dicho y lo sostengo.

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