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Authors: Emilio Salgari

Tags: #Aventuras

La reconquista de Mompracem (9 page)

BOOK: La reconquista de Mompracem
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—Nos guardaremos de él, señor Yáñez. Vamos al
kampong
[15]
chino, ¿verdad?

—Sí, tengo prisa por ver a un viejo amigo que en otros tiempos nos prestó, a mí y al Tigre de Malasia, señalados; favores.

—Esperemos que no se haya muerto.

Despidieron a los marineros de la chalupa después de advertirles que no volverían aquella noche al yate, y saltaron al muelle, que a aquella hora estaba casi desierto.

Sólo algunos grupos de malayos, acurrucados en torno a los viejos cañones que servían de amarre a los buques, estaban charlando y masticando
betel,
manchando de rojo las: piedras del pavimento. A lo lejos brillaba una fila de luces encendidas delante de las tabernas del
kampong.

Yáñez, que ya conocía la ciudad, se orientó rápidamente y, guiado por las linternas que esparcían luces multicolores se puso en marcha rápidamente, seguido de cerca por sus hombres, los cuales, igual que él, temían un atentado pon la hora que era y por tratarse de un lugar casi desierto.

Durante diez minutos siguieron la playa, observando atentamente los pequeños grupos de malayos que dormitaban al aire libre. Después, se adentraron en un dédalo de callejuelas, fangosas y malolientes, flanqueadas por casas de estilo chino que tenía aún un bonito aspecto.

La luz no faltaba porque los habitantes, siguiendo las costumbres de sus países, habían colgado delante de la puerta unas linternas monumentales.

Pasaron, de este modo, ante siete u ocho tabernas que llevaban nombres rimbombantes y entraron en una que tenía pintado en el fanal un barco cargado de flores, como si se encontrara en el Sikiang, es decir, en el maravilloso Río de las Perlas, que fecunda a la China meridional.

—Debe de ser aquí —dijo Yáñez—. Hace unos días estuve rondando esta parte de la ciudad y por eso estoy seguro de no equivocarme. Ésta es la taberna del viejo compinche.

Abrió la desvencijada puerta, que, en lugar de cristales, tenía hojas de papel encerado, y entró resueltamente, manteniendo las manos en las empuñaduras de sus pistolas.

El chino debía de haberse enriquecido, pues, en vez de una simple habitación, había llegado a poner varias salitas en las que los chinos, echados en largas sillas de bambú, se embriagaban vergonzosamente de opio, exhalando nubes de humo oleoso y fétido.

—¿Hay una habitación libre? —preguntó Yáñez—. Vamos a ocuparla antes de que vengan otras personas. Nadie debe saber lo que le voy a decir al viejo Kien-Koa.

Efectivamente, la salita, tapizada con papel de
thung
que ya estaba descolorido, pero que aún presentaba un bello aspecto con sus lunas sonrientes y sus dragones vomitando enormes lenguas de fuego, estaba desierta.

Un muchacho chino, amarillo como un limón, que tenía una coleta de apenas tres dedos de larga, signo evidente de que su amo se la cortaba para castigar sus faltas, vino corriendo.

—Doy, quiero ver a tu amo —dijo Yáñez—. Te daré una generosa propina si te mueves deprisa.

El muchacho desapareció raudo como una ardilla y volvió poco después, seguido por un viejo chino que parecía una momia, pero que tenía dos largos bigotes colgantes y una magnífica coleta que le llegaba hasta los pies. Iba vestido de algodón rojo con grandes flores y en la cintura llevaba, como para indicar su calidad, dos cuchillos aptos para degollar a cualquiera.

Al ver al hombre blanco, el chino se inclinó, al mismo tiempo que movía las manos extendidas sobre el pecho; luego dijo:

—Estoy a vuestras órdenes: supongo que querréis cenar.

—Sí —respondió Yáñez—, si vuestra cocina no es a base de lombrices saladas y jamones de perro.

—Para vos, milord, tengo un óptimo asado de cordero al ajillo.

—Traed también unas botellas —mandó Yáñez.

—Inmediatamente, milord. Precisamente, he recibido una caja de vino portugués que os vendrá que ni pintada.

Los camareros se apresuraron a extender sobre la mesa un mantel de papel, colocando encima platos, botellas y vasos. Yáñez, Kammamuri y los dos malayos de la escolta acababan de empezar, cuando nuevos parroquianos invadieron la taberna haciendo un ruido endemoniado.

—Estos son ingleses —dijo Yáñez.

Luego, al ver pasar a un camarero, le gritó:

—Mándanos a esa momia de Kien-Koa.

El viejo no se hizo rogar y se sentó a la mesa.

—¡Vamos! —dijo el portugués—. ¿Ya no me conocéis?

—No, milord, aunque creo haberme encontrado con vos en algún lugar.

—¿Sabéis dónde?

—No, de verdad.

—En Mompracem.

El viejo chino tuvo un sobresalto y su faz se volvió terrosa.

—Entonces —continuó Yáñez—, Kien-Koa no era un honrado tabernero y, cuando se presentaba la ocasión, se dedicaba a la piratería con su junco, que era respetado por todos los tigres de Mompracem.

—¿Quién sois vos?

—El hermano del Tigre de Malasia.

El chino dejó escapar un grito de asombro y levantó las manos como para abrazar al portugués, el cual se echó atrás, prudentemente, para evitar aquel abrazo poco agradable.

—¡Vos! —exclamó—. ¡Sí, sí! Han transcurrido muchísimos años y, sin embargo, mirándoos bien, vuestra cara no me es desconocida. ¿Cómo es que os encuentro ahora aquí, milord?

—Antes contéstame a una pregunta, Kien-Koa —dijo Yáñez—. ¿Quién manda en el
kampong
amarillo?

—Todavía yo, señor.

—Entonces, tú estás en condiciones de saber lo que piensan tus súbditos del sultán.

—¡Es un ladrón! —gritó el chino—. No se puede seguir así. Nos esquilma como si fuéramos un rebaño de vacas, ¡y pobre del que se rebele! Entonces, fusila al que sea y ha llegado a ahogar en masa en la bahía. Mira lo avaro que llega a ser ese hombre: para tenerle propicio le hemos regalado un zafiro que no cuesta menos de un millón.

—¿Y cómo os ha recompensado? —preguntó Yáñez, riendo.

—Con un asqueroso tiburón al que previamente ha hecho quitar las aletas para ponerlas en adobo. ¡Canalla!

—Lo sabía —dijo Yáñez—, porque el tiburón que os ha regalado vuestro buen sultán lo he pescado yo hoy fuera de la bahía de Varauni. ¡Y ni siquiera os ha dado un
sapeki
o un florín! Al parecer, el sultán acostumbra a no pagar nunca. Suele robar, o mejor, arruinaros a vosotros, los chinos. Solamente en el opio, que es el principal artículo de vuestras importaciones, ese miserable se queda con una caja de cada dos. Así, pues, ¿estáis furiosos?

—Estamos decididos a amotinarnos —respondió el viejo Kien-Koa—. No es la primera vez que nosotros hacemos tambalearse a ese holgazán. Lo único que nos falta es un jefe.

—¿Y si este jefe fuese el Tigre de Malasia?

—Que se deje ver solamente, y yo soltaré a mis hombres por las calles de Varauni.

—¿Cuántos sois?

—Mil quinientos —respondió el chino.

—¿Tenéis armas?

—De fuego, no muchas. Pero sí muchísimas armas blancas, milord.

—Un día Sandokán salvó tu junco cuando estaba a punto de naufragar en los escollos de las Romades, te sacó del apuro, a ti y a tus hombres, y salvó tus riquezas.

—Me acuerdo muy bien, milord.

—Ahora va a llegar el momento de ayudar a los tigres de Mompracem. Somos muchos y echaremos al sultán: ¡así no os seguirá explotando!

—¡Ojalá fuera cierto! —exclamó el chino, levantando los brazos.

En aquel momento, en una de las salas contiguas, ocupada por marineros ingleses, estalló un tremendo altercado. Los cacharros volaban en todas direcciones, aplastando: narices y magullando ojos, con un estrépito endemoniado.

Kien-Koa se levantó algo inquieto, mirando a Yáñez.

—No temas —le dijo éste—, yo siempre estaré dispuesto a protegerte de esos borrachos.

El estrépito se había acabado, pero continuaban las imprecaciones en espantoso crescendo. Eran gritos salvajes, gritos roncos, llenos de amenazas. Pero los vasos ya no volaban, quizá por el simple motivo de que todos estaban rotos.

Yáñez, no muy tranquilo, se levantó a su vez, haciendo señal a Kammamuri y a los dos malayos de que estuviesen preparados. De repente, hizo un gesto de ira:

—¡John Foster! —exclamó—. El capitán de la nave que he hundido y que ha jurado arrancarme el pellejo.

—¡Antes tendrá que vérselas con nosotros! —dijo Kammamuri—. ¡La de individuos violentos como éste que hemos matado en la India!

En ese instante reapareció el viejo chino, empujado a patadas por media docena de marineros guiados por John Foster y totalmente borrachos. El desgraciado chillaba como si le arrancasen la piel y daba saltos de rana para salvar la parte más redonda de su cuerpo.

John Foster le había cogido por la coleta y le empujaba, gritando ferozmente:

—¡Perro chino! Tú no volverás a China con tu coleta.

—¿Quién os lo ha dicho, señor mío? —gritó Yáñez, afrontando resueltamente al inglés—. Aquí estamos nosotros y no somos hombres que toleren violencias por parte de marineros vergonzosamente embriagados.

El comandante del buque se quedó silencioso un instante, después saltó hacia adelante, gritando:

—¡Ah, el pirata! ¡Veremos si sales vivo de aquí! Tú y yo tenemos una importante cuenta que saldar y querría liquidarla antes de mañana por la mañana, canalla.

—¡Llamadme milord o alteza! —respondió el portugués—. Ya os dije que soy un nabab indio que viaja por los mares de Malasia para divertirse.

—Y también para hundir buques, ¿verdad, señor nabab?

—Yo creo que vos, John Foster, habéis soñado y que vuestro vapor aún está a flote y quizá con los fuegos encendidos.

—¡Por la muerte de Urano! Sois un magnífico comediante.

—Y tú, John Foster, un imbécil que va en busca de una dura lección.

—¿De quién?

—Mía —respondió Yáñez.

El inglés dobló los brazos y se puso en posición de boxear, lanzando, uno tras otro, media docena de puñetazos dados con una fuerza extraordinaria.

Yáñez había dado un salto atrás, luego sacó del cinto un cuchillo americano de hoja muy sólida y cortante.

—Capitán —le dijo, haciendo saltar el muelle del cuchillo—, si queréis probarme, soy hombre para teneros a raya. Habéis bebido demasiado esta noche y una buena sangría podría salvaros.

—¡Por la muerte de Noé! ¡Hacerme una sangría a mí! Será tu sangre, la que yo haré salir a grandes chorros.

Yáñez se acercó a una ventana y arrancó media cortina de Nankín, enrollándosela en torno al brazo izquierdo.

—Ya estoy listo para esperaros a pie firme —dijo Yáñez—. Por otra parte, os advierto que si vuestros hombres dan un solo paso hacia adelante, ordenaré hacer fuego.

—¡Basta de charla, por cien mil tiburones! —gritó el irascible capitán—. Estoy impaciente por ver vuestra sangre principesca o de pirata, lo que sea.

—Kien-Koa —dijo Yáñez al chino—, que cierren la puerta para que nadie nos moleste.

Dicho esto, se puso en guardia, avanzando el brazo izquierdo protegido por la cortina y adelantó la pierna derecha para evitar las zancadillas.

—¿Está cómodo el señor? —gritó el capitán.

—Tengo la costumbre de no darme nunca prisa cuando tengo que dar una lección a individuos como vos.

—¿Y vos creéis tener ya en vuestras manos mi piel? ¡Oh, oh! Lo veremos, querido príncipe.

También él se había puesto en guardia, a tres pasos del portugués. En la salita reinaba un profundo silencio, producido por una extrema ansiedad. Ni siquiera los marineros, amenazados por las tres carabinas de la escolta, se atrevían a decir palabra. Al contrario, habían metido de nuevo en los cintos sus cuchillos, que poco antes empuñaban como si de un momento a otro fueran al abordaje.

John Foster se preparó con el brazo y se impulsó valerosamente hacia adelante, dirigiendo a Yáñez un terrible golpe. El portugués, que era muy hábil en todos los ejercicios, incluso en los más peligrosos, se escabulló con un salto de costado.

—¡Por todos los vientos del mar! ¡Huís de mí! —gritó el capitán.

—Hago mi juego, señor mío.

—Que espero que sea breve.

—Esto se sabrá más tarde.

—Si no huís.

—He mandado cerrar la puerta más por vos que por mí.

—¡Esto es demasiado! Es preciso que os mate.

—Hacedlo, pues: os espero.

John Foster intentó un segundo golpe, que Yáñez paró rápidamente con la hoja de su cuchillo. El inglés, al que se le había enredado la punta entre los pliegues de la cortina, se vio obligado a dar un gran salto hacia atrás.

—Parece que sois vos quien huye ahora —dijo Yáñez irónicamente.

—¿Dónde habéis aprendido esgrima con cuchillo?

—En España, que es la tierra clásica para estas terribles peleas cuerpo a cuerpo.

—No entiendo nada —murmuró el capitán, que parecía algo pensativo—. Yo siempre he sido ducho en el manejo de esta arma.

—Los ingleses se baten mejor a puñetazos.

—Yo no, porque quiero ver el color de vuestra sangre.

—Lo mismo deseo yo: ésta es una pelea de mozos de cuerda. ¡Ved, John Foster!

Yáñez había caído súbitamente sobre el capitán y le asestó un terrible golpe en pleno pecho. Ciertamente, también el inglés era bastante hábil en la esgrima con cuchillo, pues logró parar el golpe.

—Un instante de retraso y era hombre muerto —murmuró.

Se había puesto muy pálido y su frente se cubrió de sudor frío: nunca había visto la muerte tan cercana.

Yáñez había adoptado nuevamente su magnífica guardia, y esperaba el momento oportuno. Ejecutó un primer ataque que obligó al inglés a retroceder nuevamente; luego, realizó un segundo y un tercero. El capitán, que ya no conseguía evitar aquella lluvia de estocadas, estaba a punto de tocar con la pared.

—¡Tened cuidado que no os clave! —le dijo Yáñez—. Lo sentiría porque mi cuchillo podría mellarse.

—¡Oh, qué seguridad!

—Todavía no hemos acabado, señor mío.

—Y yo todavía no estoy muerto —respondió John Foster.

—Confío en que lo estéis dentro de poco. —¡Ah!

El capitán había dado otro salto de costado, intentando partir el corazón de su adversario. Afortunadamente para él, el portugués no tenía la costumbre de dejarse sorprender. Paró la estocada y, luego, atacó a fondo.

No fue la punta del cuchillo la que golpeó al inglés; fue la empuñadura del
bowieknife
[16]
, que, con tremendo impulso, partió una mandíbula al adversario.

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