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Authors: Emilio Salgari

Tags: #Aventuras

La reconquista de Mompracem (2 page)

BOOK: La reconquista de Mompracem
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Se quitó de la corbata de seda azul un diamante tan grande como una nuez engarzada en un soberbio prendedor de oro y se lo tendió, añadiendo:

—Cerrad los ojos y tomad. Es un diamante del Gujarat, de aguas bellísimas.

Viendo que el capitán, en el colmo de su asombro, no se movía, le cogió por la casaca y le colocó el prendedor a la altura del cuello, diciendo:

—¡Complacedme, pues! ¡El baile será bien pagado!

Toda resistencia ya era inútil.

—Venid —dijo el capitán entre dientes, maldiciendo en su interior, a pesar de haber recibido el principesco regalo—. ¿Me dais vuestra palabra de honor de que respetaréis a mis pasajeros?

—¡Palabra de rajah! —respondió el hombre que se llamaba Yáñez, con un leve acento irónico—. No soy un bandido, aunque tenga una escolta de
praos
malayos.

Atravesaron la toldilla y bajaron juntos al gran salón central, espléndidamente iluminado. Los treinta malayos les siguieron, silenciosos, manteniendo desnudos sus terribles
parangs,
con los que podían, de un solo tajo, hacer volar una cabeza.

Los bandidos del archipiélago se desplegaron en el extremo del salón, en dos líneas compactas, mientras Yáñez avanzaba, sombrero en mano, hacia los pasajeros, que no osaban ni respirar, diciendo:

—Señores, les ruego que reanuden el baile. Mis hombres no matarán a nadie, a pesar de su aspecto poco tranquilizador, porque bajo mi puño férreo se vuelven angelitos.

Una rubia señorita, toda vestida de blanco y de ricos encajes, se sentaba en el piano y miraba, más con curiosidad que con aprensión, como una auténtica inglesa, la escena que se estaba desarrollando. En cambio, el tenor había desaparecido prudentemente, por miedo a que su voz descompusiera los nervios del terrible hombre que mandaba como un verdadero amo en un navío que no era suyo.

—Señorita —dijo Yáñez a la pianista, inclinándose galantemente ante ella—, hace poco, navegando por mar abierto, he oído tocar un vals que hace muchos años que no he bailado. ¿Querría ser tan amable de repetirlo?

—Tocaba "Sangre vienesa", señor…

—Llamadme milord o, mejor, alteza, ya que soy un rajah indio que ha dado no poco qué hacer a vuestros compatriotas.

—¿Y bien, alteza? —balbuceó la señorita.

—Tocad de nuevo ese vals, os lo ruego. Lo bailé una noche en Batavia y todavía lo recuerdo. Ese Strauss, es preciso decirlo, es insuperable escribiendo valses. Pero… hace poco alguien estaba cantando en esta sala. ¿Dónde se ha metido ese señor? No soy un monstruo marino para devorarlo de un solo bocado y apelo a ustedes, señoras y señores.

Un jovencito de tez rosada, gordinflón, con cabellos rubios y ojos azules, fue empujado hacia adelante por una enérgica señora holandesa o inglesa, que le dijo:

—¡Canta, Wilhem! Su alteza desea oírte.

—Más tarde, señora —respondió el portugués—. Aún no ha despuntado el alba…

El capitán, que se retorcía rabiosamente los bigotes, se puso amenazadoramente delante de Yáñez, preguntándole:

—¿Habéis dicho que aún no ha despuntado el alba? Os pregunto si tenéis intención de inmovilizar mi buque hasta mañana por la mañana. Nos esperan en Brunei.

—¿Quién? ¿Ese famoso sultán? Está completamente ocupado en digerir el champán, que bebe como agua. Dejadnos tranquilos y no nos agüéis la fiesta.

Echó una mirada a su alrededor y la detuvo en una bellísima dama que se pavoneaba, con un vestido azul de percal, adornado con encajes de Bruselas.

—Señora —le dijo, quitándose el sombrero y haciendo una profunda inclinación—, ¿querríais hacerme el honor de concederme un vals? Aunque ya no soy demasiado joven, seguro que bailo mejor que cualquiera de los presentes.

—Gustosamente, alteza —respondió prontamente la dama.

—Señorita, ¿queréis empezar? Aprovechemos la inmovilidad del barco.

—Inmediatamente, alteza —respondió la joven pianista.

Deslizó sus ágiles dedos por las teclas y luego atacó vigorosamente el magnífico vals de Strauss, haciéndolo resonar en la amplia sala. Yáñez, siempre cortés, aunque algo burlón, tendió la mano a su dama, diciéndole:

—Aprovechémonos.

—¿De qué cosa, alteza? —preguntó la señora con visible emoción.

—Esta es una tregua de Dios y seré un perfecto caballero con todos vosotros. No pido otra cosa que divertirme y hacerme obedecer. Señora, estoy a vuestras órdenes.

Todos los demás, impresionados por la presencia de los malayos, se habían quedado inmóviles. Nadie se había atrevido a seguir a aquel hombre terrible, aunque él, mientras bailaba, les gritó repetidamente:

—¡Divertíos, señores! ¿Qué esperáis?

El piano, un inmejorable Roeseler, vibraba soberbiamente en la magnífica sala.

Yáñez continuaba bailando, pero sus ojos inquietos se fijaban de vez en cuando en los pasajeros, como si buscase a alguien. De repente, entre la ansiedad general, se detuvo.

Un hombre, que vestía una casaca roja con alamares de oro, calzones de seda blanquísimos y altas botas de montar, y que tenía unas largas patillas rubias que le llegaban hasta las mejillas, se había abierto paso entre los pasajeros.

Yáñez se inclinó hacia la dama y le dijo:

—¿Permitís, señora? Reanudaremos la danza un poco más tarde.

Se dirigió en línea recta hacia el hombre que vestía el uniforme rojo tan querido de los ingleses, y con un movimiento rapidísimo sacó las pistolas, las cargó y le apuntó al pecho con ellas.

Un grito de espanto resonó en la gran sala, sofocado inmediatamente por el ruido sordo y amenazador de los
parangs
malayos que eran hincados en el entarimado.

—Señor mío —le dijo—, ¿querríais hacerme el honor de decirme quién sois?

—Un hombre protegido, dondequiera que sea, por el ancho pabellón inglés —respondió el otro, palideciendo porque estaba completamente desarmado.

—Inglaterra pensará más tarde, si lo cree oportuno, en tomarse la revancha y vengar una ofensa hecha a uno de sus embajadores. Por el momento, el amo aquí soy yo.

—¿Con qué derecho? —preguntó el inglés.

—El del más fuerte.

—¿Y qué pretendéis de mí?

—Os habéis olvidado, milord, de llamarme alteza.

—A los bandidos del archipiélago malayo no les concedo tanto honor.

—Y a mí, milord, me importa un ardite. ¿Quién sois? Hablad, o dentro de unos segundos habrá aquí un hombre muerto.

—E Inglaterra…

—Sí, os vengará. Demasiado tarde, para vuestra desgracia. Su bandera aún no ha llegado a cubrir este vapor. ¿No queréis decirme quién sois? Entonces, os lo diré yo. Vos sois el embajador que Inglaterra manda a Varauni a vigilar o, mejor dicho, a espiar, los actos de ese sultán imbécil. ¿Estoy equivocado?

El inglés se había quedado como fulminado por un rayo. Había comprendido que tenía ante sí a un hombre capaz de seguir al pie de la letra la amenaza de derribarle en la alfombra del salón con cuatro balas en el pecho.

El momento era trágico. Todos contenían el aliento.

La rubia señorita había interrumpido el vals, mientras los treinta malayos habían dado un paso adelante, haciendo centellear amenazadoramente, a la luz de las innumerables velas, sus enormes sables.

El ambiente era extraordinariamente tenso, porque la irrupción de Yáñez con sus malayos ya había soliviantado los ánimos de los pasajeros y la tripulación del buque; pero el enfrentamiento directo que habían presenciado entre aquel desconocido y el embajador inglés, en una época en que Inglaterra dominaba físicamente una parte importante de Asia meridional, había sobrecogido a todos por las consecuencias que podía tener aquella afrenta a la gran potencia.

2. El embajador inglés

El inglés nunca había sentido la muerte tan cerca, ni siquiera durante sus cacerías en la India o en otras regiones asiáticas.

Yáñez, inmóvil a dos pasos de distancia, mantenía apuntadas las pistolas y sus manos no temblaban en absoluto. Una negativa, un titubeo, y hubieran resonado cuatro disparos allí donde hasta entonces había vibrado el piano.

—¡Vamos! —dijo Yáñez, levantando un poco las pistolas—. ¿Os decidís, sí o no? ¡Por Júpiter! Yo, en vuestro lugar, cogido entre la espada y la pared, o, si os gusta más, entre la vida y la muerte, no habría titubeado Es cierto que un portugués no es un inglés.

—En suma, ¿qué queréis hacer de mí? Todavía no lo sé.

—Solamente impediros que vayáis a Varauni como embajador de Inglaterra, porque ese puesto será ocupado por otra persona que ahora no puedo nombrar.

—¿Y pretendéis arrestarme?

—Cierto, milord: os embarcaré en mi yate, donde seréis tratado con todos los miramientos posibles.

—Y, ¿hasta cuándo?

—Hasta que me plazca.

—Es un secuestro.

—Llamadlo como queráis, milord, con ello no me desvelaréis. Y ahora, milord, conducidme a vuestra cabina y entregadme las credenciales para el sultán de Borneo.

—¡Es demasiado! —gritó el inglés.

—Pero obedeciendo salváis la vida. ¡Daos prisa!

Cogió un candelabro que estaba sobre el piano y empujó hacia adelante al inglés, el cual ya no se sentía con ánimos de intentar la más mínima resistencia.

—¡Vamos! —le dijo.

Atravesaron el salón, abriéndose paso entre los aterrorizados pasajeros, y, seguidos por cuatro malayos, llegaron a la cubierta de popa, donde se encontraban los camarotes de primera clase. Yáñez se había puesto a leer los carteles colgados de las puertas, que llevaban el nombre, apellido y condición de los viajeros.

—Sir William Hardel, embajador inglés —leyó—. Entonces, ¿éste es vuestro camarote?

—¡Sí, señor bandido! —respondió el inglés, furioso.

—Haríais mejor en llamarme alteza.

La puerta se abrió y los seis hombres entraron en una hermosa y amplia cabina, amueblada con mucho lujo y, sobre todo, con buen gusto.

Mientras los malayos le rodeaban para impedirle el menor asomo de rebeldía, abrió su enorme y espléndida maleta de piel amarilla con cantoneras de acero, mostrándosela al portugués.

—¿Están aquí las credenciales? —preguntó Yáñez.

—Sí, bandido.

—Enseñádmelas.

—Están en aquel paquete de papel rosa sellado.

—Muy bien.

El portugués rompió los sellos, quitó la envoltura y sacó varios documentos, que hojeó rápidamente.

—Están en toda regla, sir William Hardel.

Los puso de nuevo en el equipaje, y luego, volviéndose a dos de sus hombres, añadió:

—Llevad todo esto a bordo de mi yate.

—Y ahora, ¿qué queréis hacer de mí? —dijo el inglés.

—Seguiréis a estos dos hombres, que previamente han recibido todas las órdenes necesarias. Guardaos de intentar la fuga, porque entonces tendríais que veros con los
parangs
y yo sé lo que cortan.

—Mi gobierno no dejará impune tamaña infamia, soy un representante del imperio.

—Cierto, sir Hardel —respondió Yáñez burlonamente—. Aunque no sé quién se lo comunicará.

—Los pasajeros o el capitán. Apenas lleguen a Varauni, telegrafiarán al gobernador de Labuán.

—Aún no han llegado a la capital del sultanato. Vamos señor embajador, que no quiero dejarme sorprender al alba por una cañonera, a pesar de tener conmigo una poderosa flotilla.

A un gesto del portugués, los dos malayos habían asido fuertemente al pobre sir por los brazos, mientras los otros llevaban su maleta, que parecía muy pesada.

Cuando volvieron al gran salón, los pasajeros exhalaron un suspiro de satisfacción y asistieron, igual que los marineros, completamente inmóviles, a la salida del embajador, que seguía resignadamente a su impresionante y amenazadora escolta.

El capitán del vapor se acercó a Yáñez, preguntándole con voz rabiosa:

—¿Qué más queréis de nosotros?

—Acabar el vals con aquella graciosa señora —respondió el portugués tranquilamente.

—¿Todavía más? ¿Y cuándo os marcharéis?

—¡Ah! Hay tiempo, capitán.

Se acercó al piano, donde permanecía sentada la rubia señorita y le dijo:

—Señorita, por causas ajenas a mi voluntad he tenido que interrumpir el baile. ¿Querríais volver a tocar? ¡Ah, los valses de Strauss son verdaderamente maravillosos!

"Este hombre está loco", pensó el capitán.

Yáñez se había vuelto bruscamente, con el semblante sombrío, hacia el comandante.

—Señor mío —le dijo—, ¿querríais decirme cómo os llamáis?

—¿Tanto os interesa?

—No se sabe nunca.

—John Foster: no me da miedo decíroslo.

—Gracias.

Sacó de un bolsillo un pequeño librito encuadernado en piel y oro, y escribió aquel nombre. Luego, se dirigió, tranquilo y magnífico en su inmensa calma, hacia la dama con la que había empezado el vals y que parecía esperarle.

—¿Queréis acabarlo, señora…?

—Lucy van Harter.

—¡Ah! ¿Holandesa?

—Sí, alteza.

—Me acordaré de vos.

El vals había comenzado y los pasajeros, viendo a aquel terrible hombre abandonarse entre los remolinos de la danza y sonreír a su dama, primero tímidamente, y después, más animadamente, habían seguido su ejemplo, pero cuidando de mantenerse apartados de la pareja que bailaba en el centro del salón.

No obstante, el tenor no cantaba ya. El espanto debía de haber paralizado sus cuerdas vocales.

Una vez acabado el vals, Yáñez condujo hacia un diván a la bella holandesa, que no dejaba de mirarlo intensamente, con esa calma olímpica que es especialidad de los pueblos bañados por el frío y tempestuoso mar del Norte.

—¡Oh, qué amable sois!

—Ya es hora de acabar con esta infame canallada.

Yáñez se secó el sudor que bañaba su frente y luego dijo, volviéndose hacia los pasajeros:

—Señoras y señores: os concedo diez minutos para llevar vuestros equipajes a cubierta.

El capitán, que rechinaba los dientes cerca del piano, se lanzó hacia adelante con los puños cerrados, preguntando:

—¿Qué queréis hacer ahora, bribón?

—Deseo ver cómo salta por los aires un buque —respondió el portugués.

—¡Miserable pirata! Me habéis cogido por el cuello e intentáis ahora estrangularme.

—A la nave, no a vos.

—Tenéis treinta
praos
; haced saltar uno, si queréis divertiros.

Yáñez sacó una pitillera cuajada de brillantes, cogió un cigarrillo, lo encendió y, después de lanzar unas bocanadas de humo perfumado, dijo, con una voz que no admitía réplica:

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