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Authors: Emilio Salgari

Tags: #Aventuras

La reconquista de Mompracem (5 page)

BOOK: La reconquista de Mompracem
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En su palacete había dado ya recepciones, invitando también a los pocos europeos que se encontraban en la capital del sultanato, aunque podían representar un peligro para él.

Estaba considerando que todo iba de lo mejor, que el sultán resultaba simpático, y que los vinos de la corte eran excelentes, cuando una noticia inesperada interrumpió su magnífica vida.

Había dado ya órdenes, la mañana del cuarto día, de que el yate encendiese los fuegos para hacer una excursión en torno a la amplia bahía, cuando vio entrar en su gabinete de trabajo a Padar, el patrón del pequeño
prao
corso que había enviado tiempo atrás a Mangalum para que le informase de la suerte corrida por los náufragos. A pesar de ser un hombre que no se impresionaba fácilmente, el patrón parecía presa de una vivísima agitación.

—Y bien, ¿qué pasa? —preguntó Yáñez, encendiendo de nuevo el cigarrillo que había dejado apagar—. ¿Qué se va a caer, la luna o el sol?

—Estáis a punto de ser sorprendido dentro del puerto, capitán —respondió el patrón.

—¿Por quién?

—Una lancha cañonera holandesa ha encontrado las chalupas de los náufragos y las remolca hasta aquí.

—¡Por Júpiter!

El portugués había tirado el cigarrillo, poniéndose a andar a grandes zancadas por el gabinete.

—¿Ya echa humo el yate? —preguntó a Padar.

—Sí, las máquinas están encendidas.

—Es preciso intentar un golpe desesperado. Una cañonera no es precisamente un crucero y con mis grandes piezas de caza no hay duda de que pronto la pondré fuera de: combate. ¿Está lejos?

—No llegará antes de dos horas.

—Entonces, subamos inmediatamente al yate. Después ya encontraré cualquier excusa para persuadir a ese imbécil de sultán de que he tenido que defenderme. ¡Un cuento! ¿Quién me la proporciona…? La tengo bien sabida… Vamos, Padar, que aquí corremos peligro de naufragar todos.

Se puso el casco de tela, cogió sus famosas pistolas y abandonó el palacete, seguido por el patrón y por media docena de malayos perfectamente equipados para la guerra y que vestían el pintoresco traje de los cipayos indios.

Como era día de mercado, las calles contiguas al puerto estaban casi desiertas. Así, Yáñez y su escolta pudieron; embarcar sin ser casi advertidos.

Las calderas del yate estaban a toda presión. Detrás de él estaba anclado el
prao
de Padar, el cual podía, con sus dos grandes espingardas y sus treinta hombres de tripulación, poner en un aprieto a los salvadores de los náufragos.

Yáñez, como siempre, había elaborado rápidamente su plan: hacerse a la mar y ofrecer a los holandeses, sin ninguna contemplación, una verdadera batalla.

Se sentía fuerte con sus dos cañones, que enviaban una bala a mil quinientos metros, distancia entonces desconocida entre las flotas angloindias. Y, además, sabía que podía contar absolutamente con sus malayos y sus
dayakos
[9]
; una orden y ninguno hubiera rehusado ir al abordaje con los
parangs
empuñados.

El yate, que andaba a toda máquina, pasó a cien brazas de la lancha cañonera, casi desafiándola, luego se lanzó hacia adelante, seguido por el
prao
del corso.

Al verlo pasar, los pasajeros, que se amontonaban en las chalupas remolcadas por la cañonera, se habían puesto de pie, agitando locamente las manos y clamando amenazadoramente:

—¡He aquí al pirata!

—¡Haced fuego sobre él, si tenéis sangre en las venas!

—¡Id al abordaje y ahorcad a todos esos canallas en los mástiles del yate! ¡De prisa, si tenéis hígados!

La cañonera se había detenido bruscamente, después giró hacia estribor y como, para prever un caso especial, no había forzado completamente las máquinas, cortó las maromas de las chalupas y se fue valerosamente a la caza del yate.

Por otra parte, tenía ante sí a un auténtico galgo marino, capaz de dejarse perseguir hasta Calcuta sin tener necesidad de disparar ni una sola vez su pieza de popa. Yáñez, siempre tranquilo, había subido al puente de mando y había dado una orden a la sala de máquinas.

—Forzad las máquinas hasta lo máximo que podáis resistir. ¿Puedo contar con vosotros?

—¡Sí! —había respondido el maquinista jefe.

—¡A mí, Mati!

—¿Qué deseáis, señor Yáñez?

—¿Estás completamente seguro del tiro de tus piezas?

—Apostaría a que puedo arrancar con una bala el cigarrillo que en este momento está fumando el capitán.

—Ahora no pido tanto.

—¿Me dais carta blanca?

—Sí, pero más tarde, cuando hayamos hecho correr a la cañonera hasta mar adentro. Arría la bandera inglesa e iza en la punta la gloriosa bandera de los invencibles tigres de Mompracem —dijo Yáñez.

El estandarte inglés cayó, revoloteando por encima de la cubierta, mientras en su lugar se izaba una bandera completamente roja que llevaba en el centro una cabeza de tigre.

Los malayos de la tripulación habían saludado a esta enseña, que les recordaba sus glorias pasadas, con un gran grito. ¡Ay, si Yáñez les hubiera lanzado al abordaje en aquel momento! Los hijos de los viejos tigres, encanecidos entre el humo de la artillería y el fragor del acero, no habían perdido su valor.

La lancha cañonera, tras abandonar las seis chalupas a sus remos, había empezado a forzarlas máquinas.

A cuatrocientos metros disparó una salva para invitar a la nave fugitiva a detenerse, bajo amenaza de sufrir un bombardeo en toda regla.

Mati se había acercado a Yáñez, que paseaba tranquilamente por cubierta con su eterno cigarrillo en los labios.

Pero debía de estar algo preocupado, porque lo había dejado apagar.

—Señor Yáñez, ¿qué debemos hacer? —preguntó.

—Saludarles con la bandera de los tigres de Mompracem.

—La emprenderán a balazos.

—Y con balas responderemos. Sitúate en la pieza de popa. Cuando llegue el momento, vendré yo a rectificar la mira. Mete dentro una buena granada de treinta y dos pulgadas y envíala hasta los tambores de las hélices de ese viejo cuervo marino. Le detendremos en pleno vuelo.

—¿Y los hombres?

—Todos en cubierta, detrás de las batayolas. Deben ayudar de algún modo. Ah, también contamos con el
prao
de Padar. Con sus espingardas podrá barrer la toldilla desde una buena distancia. Adelante, Mati: se preparan para desmantelar nuestro yate.

El malayo bajó del puente de mando y se puso detrás de la pieza de popa, una magnífica pieza de calibre treinta y seis. Entre tanto, los malayos y los dayaks de la tripulación se habían apostado detrás de las amuras, pasando los cañones de las carabinas por las bandas enrolladas de la batayola.

Yáñez encendió otro cigarrillo, y se hizo servir por su
chitmudgar
un buen vaso de
arak
siamés. Luego pasó rápidamente revista a los hombres.

—¡Artilleros, a las piezas! —dijo con su voz sonora y cortante—. La batalla va a comenzar. Ante todo, procurad cubrir al
prao
de Padar porque no quiero de ninguna manera que lo hundan.

Diez macasareses, que pasaban por ser los mejores artilleros de las islas de la Sonda, habían saltado sobre las piezas, conducidos por los contramaestres. Padar ya había apuntado la pieza del treinta y seis, mirando la cubierta de la cañonera.

Yáñez, que era un cañonero de tan gran fama como habilísimo tirador, rectificó unos puntos la mira, y luego, dijo:

—Veamos, Mati, qué sabes hacer ahora. Tienes a tu disposición dos piezas bastante mayores que las que lleva la lancha cañonera.

El cañonero iba a obedecer, cuando resonaron en el mar dos fragorosas detonaciones, que se repitieron entre las olas.

Los holandeses habían prevenido a los malayos disparando una salva al yate y otra al
prao
de Padar, el cual hacía esfuerzos desesperados para no quedarse atrás y ser capturado.

Sin embargo, el tiro era demasiado alto, pues la primera bala pasó entre las vergas de la pequeña nave de vapor, destrozando una de ellas; la segunda había atravesado las dos velas del
prao,
tocando algunas cuerdas de las jarcias fijas.

—¡Te toca a ti, Mati! —dijo Yáñez—. ¡Aprovecha!

El maestro se inclinó sobre la pieza, rectificó aún la mira, bajo la supervisión del portugués, y desencadenó un huracán de hierro y fuego.

La granada atravesó el
prao
que se interponía entre el yate y la cañonera y cayó sobre el puente de esta última, dispersando por un instante a los hombres que se habían reunido alrededor de las piezas.

—¡Pronto, Mati! —dijo Yáñez—. No te duermas en los laureles. Aquí se trata de destruir o de ser destruidos, pues si la cañonera consigue llegar a Varauni, más pronto o más tarde seremos colgados como piratas. Hagamos desaparecer a los testigos que nos estorban.

—Y los náufragos, ¿no nos acusarán igualmente?

—Deja que me las arregle yo con el sultán. Haré de él lo que quiera. ¡Dispara, por Júpiter!

Mati corrió al castillo de proa, cuya pieza, montada sobre un perno giratorio, podía disparar en todas direcciones, e hizo fuego nuevamente, lanzando una granada a la cañonera, cuyas palas, con su armazón metálico, quedaron destrozadas.

Los disparos menudeaban de una y otra parte, sacudiendo fuertemente a las tres pequeñas naves. Las envolvían remolinos de humo blanquecino, atravesados por lenguas de fuego, haciéndolas, en algunos momentos, casi invisibles.

Yáñez, viendo que el asunto se ponía serio, había tomado la dirección de las dos piezas y hundía con grandes proyectiles cónicos de hierro el maderamen del buque adversario, abriéndole vías de agua.

Los holandeses, a pesar de estar cruelmente diezmados, resistían desesperadamente, sabiendo que no encontrarían cuartel general entre los hombres que habían enarbolado el pabellón de Mompracem.

Por otra parte, su fuego cada vez se hacía menos intenso. Se había acertado en una de las piezas con matemática precisión y ya no servía para nada, mientras que la otra, demasiado recalentada por la frecuencia de las descargas, tiraba mal.

Sin embargo, no arriaban la bandera de su país. Parecía que la hubieran clavado en el extremo del mástil porque ya sabían que no podrían encontrar merced.

Yáñez, siempre en calma, impasible, ayudado por Mati, redoblaba sus esfuerzos, lanzando sobre el pobre buque una tempestad de hierro. Batía, sobre todo, sus costados tratando de abrirle nuevas vías de agua. Los maderos, en efecto, se partían bajo el impacto de los proyectiles, abriendo grandes boquetes casi a ras de agua.

A cada descarga, la pobre cañonera se sobresaltaba y experimentaba una sacudida; luego, al cabo de un rato, se oyó una sorda detonación.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Mati a Yáñez.

—El agua ha invadido las máquinas, haciéndolas explotar.

—¿Y esa gente?

—Nos han atacado sin que nosotros les hiciéramos mal alguno. Que se ahoguen todos.

—¿Y después?

—Ya pensaré yo en lo que haya que hacer después, Mati —respondió el portugués con una sonrisa, apartándose bruscamente, mientras un pedazo de amura se quebraba bajo un impacto. Levantó la voz—: ¡Padar! ¡Redobla el fuego! ¡Bárrelo todo!

La cañonera ofrecía un espectáculo espantoso. Su mástil de señales había caído, arrastrando consigo los flechastes y los obenques, y por las escotillas desencajadas irrumpían en lugar de las piezas, grandes nubes de humo blanquecino producidas por las máquinas.

Durante cuatro o cinco minutos más los dos buques se martillearon mutuamente, barriéndose de popa a proa. Después, la cañonera sufrió otra explosión que le dislocó las cuadernas y la tablazón.

Comenzaba a anegarse. Por los agujeros abiertos por las balas, el agua se precipitaba en gran cantidad, invadiendo las bodegas.

El yate y el
prao
habían suspendido el fuego.

En cambio, los holandeses, antes de hundirse, consumían sus últimos cartuchos. Durante un rato silbaron las balas sobre el yate y el velero de Padar. Después, cesó el fuego de fusiles bruscamente.

La cañonera, reventada por la doble explosión de sus máquinas, se hundía, girando lentamente sobre sí misma.

En otras circunstancias, Yáñez no habría asistido impasible, ciertamente, al fin de aquellos valientes que, antes de arriar su bandera, preferían ser engullidos por el mar.

Sin embargo, el testimonio de aquellos hombres era demasiado peligroso. Por eso, aunque a disgusto, era mejor eliminarles.

La lancha cañonera continuó girando sobre sí misma. Luego, de repente, escoró violentamente sobre un costado y zozobró de golpe, desapareciendo dentro de un gran remolino espumante.

—Si hubiera tenido medios para poderles salvar, quizá lo habría intentado todo —dijo Yáñez, que aparecía bastante conmovido y turbado—. En fin, se trata de la supervivencia de todos nosotros. De no ser así, el estupendo plan ideado por Sandokán para coger al sultán entre dos fuegos hubiera muerto antes de nacer. Por otra parte, yo no les he buscado, ni he sido el primero en atacar.

Hizo pabellón con las manos y gritó con todas sus fuerzas:

—¡Padar! ¡Acércate!

El pequeño
prao
, que había escapado milagrosamente al fuego de la cañonera, dio una bordada y fue a situarse bajo la escala.

—¡Sube! —gritó Yáñez.

El capitán subió prestamente a bordo, mientras el portugués bajaba a la cámara, donde el embajador inglés continuaba gritando como un condenado.

—¡Piratas! ¡Bandidos! ¿No sabéis a quién queréis mandar al fondo? Abrid, o la gran Inglaterra sabrá tomarse una venganza ejemplar.

Yáñez empuñó una pistola y abrió la puerta de la cabina, diciendo:

—Señor embajador, preparaos para hacer un viaje.

—¿Por dónde, miserable? —gritó el inglés, poniéndose en guardia de boxeo.

—Por la bahía de Gaya, por ahora.

—¿Qué queréis que vaya a hacer en Borneo?

—Vuestra patria siempre ha sido una gran devoradora de tierras. Allí hay tierras vírgenes por conquistar. Embarcad —mandó luego Yáñez a sus hombres—. Padar ya sabe lo que tiene que hacer con este buen hombre. En Varauni podría ocasionarme muchos problemas, que no deseo tener, precisamente.

Ataron al inglés en una hamaca y le llevaron en vilo al puente del yate.

—¡Canalla! ¡Pirata! —gritaba—. La gran Inglaterra me vengará.

Esta amenaza no había surtido ningún efecto en los malayos y dayaks, quienes se sentían totalmente seguros bajo un jefe que se llamaba Yáñez.

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