Los keloi, no obstante, parecían obtener mejores resultados con sus sables. Era más efectivo hincar un arma de punta afilada que descargar por alto las pesadas espadas de hoja ancha porque, una vez horadado su duro pellejo, los feroces bárbaros aullaban de dolor. Stragen cabalgaba con ojos brillantes entre la embrollada masa, haciendo bailar la punta de su fino estoque, esquivando los torpes hachazos y las brutales arremetidas de las lanzas rematadas con pedernal e, inopinadamente, penetrando a fondo, sin esfuerzo, casi con delicadeza, en aquellos peludos cuerpos.
—¡Sparhawk! —gritó—. ¡Tienen situado el corazón más abajo! ¡Hay que clavarles el arma en el vientre y no en el pecho!
Aquello facilitó mucho las cosas. Los caballeros de la Iglesia alteraron la táctica, atacando con la punta de las espadas en lugar de rebanar con la ancha hoja. Bevier colgó pesarosamente su hacha a la silla del caballo y tomó la espada. Kurik descartó la maza y desenfundó una espada corta. Ulath, en cambio, se obstinó en seguir usando el hacha y la única concesión que hizo a las exigencias de la situación fue valerse de ambas manos para descargarla. Su prodigiosa fuerza bastaba para superar defensas naturales como el cuero de la dureza del cuerno o cráneos de dos centímetros de grosor.
La supremacía se inclinó entonces de su parte. Incapaces de adaptarse al cambio de estrategia, las colosales e irracionales bestias iban cayendo víctimas de las estocadas. Cuando la mayoría de los componentes de la manada yacían muertos, un reducido grupo seguía luchando, pero las vertiginosas arremetidas de los guerreros de Kring los redujeron pronto. El último que quedaba en pie, sangrando por una docena de heridas de sable, alzó su embrutecida cara y emitió aquel agudo alarido. El aullido se interrumpió de forma brusca cuando Ulath adelantó el caballo y, erguido sobre los estribos, alzó el hacha y le partió limpiamente la cabeza.
Sparhawk volvió grupas, esgrimiendo la ensangrentada espada, pero todas las criaturas habían perecido. Miró con más detenimiento en torno a sí y vio que su victoria se había cobrado un alto precio. Una docena de los hombres de Kring habían sido abatidos —y no meramente abatidos, sino también despedazados —y otros tantos yacían gimiendo en la tierra ensangrentada.
Kring estaba sentado con las piernas cruzadas, sosteniendo en el regazo la cabeza de uno de sus hombres moribundos con semblante apenado.
—Lo siento, domi—dijo Sparhawk—. Averiguad cuántos de vuestros hombres están heridos. Hallaremos la manera de cuidarlos. ¿Cuánto calculáis que queda hasta las tierras de vuestro pueblo?
—Un día y medio de esforzada marcha, amigo Sparhawk —repuso Kring, cerrando tristemente los inexpresivos ojos del guerrero que acababa de expirar—, algo menos de veinte leguas.
Sparhawk cabalgó hacia retaguardia, donde Berit permanecía a caballo empuñando el hacha para proteger a Talen y Sephrenia.
—¿Ha terminado? —preguntó Sephrenia, desviando la mirada.
—Sí —respondió Sparhawk, desmontando—. ¿Qué eran, pequeña madre? Parecían trolls, pero Ulath no creía que lo fueran realmente.
—Eran hombres del alba, Sparhawk. Es un hechizo muy antiguo y muy difícil. Los dioses, y unos pocos privilegiados entre los más poderosos magos estirios, pueden retroceder en el tiempo y traer al presente objetos, criaturas y hombres. Los hombres del alba no han hollado esta tierra desde hace incontables milenios. Eso es lo que todos fuimos antaño: los elenios, los estirios, incluso los trolls.
—¿Estáis diciendo que los humanos y los trolls están relacionados? —inquirió con incredulidad.
—De lejos. Todos hemos cambiado con el curso de las eras. Los trolls siguieron una dirección y nosotros otra.
—El instante suspendido de Ghnomb no es, por lo visto, tan seguro como pensábamos.
—No. Definitivamente no.
—Creo que es hora de volver a poner el sol en movimiento. No tenemos la capacidad de eludir lo que nos persigue deslizándonos por la rendija del tiempo, y la magia estiria no surte efecto aquí. Estaremos a mejor recaudo en el tiempo normal.
—Me parece que tenéis razón, Sparhawk.
Sparhawk sacó el Bhelliom de la bolsa una vez más y ordenó a Ghnomb que neutralizara el hechizo.
Los keloi hicieron literas para transportar a sus muertos y heridos, y la comitiva se puso en marcha, hasta cierto punto aliviada por el hecho de que los pájaros volaran de verdad ahora y el sol se moviera de nuevo.
A la mañana siguiente los descubrió una patrulla itinerante de keloi con cuyos miembros fue a hablar Kring.
—Los zemoquianos están prendiendo fuego a la hierba —anunció, furioso e indignado, al regresar—. No podré seguir prestándoos ayuda amigo Sparhawk. Hemos de proteger nuestros pastos y, por consiguiente, habremos de dispersarnos por todas nuestras tierras.
Bevier lo miró con aire meditativo.
—¿No sería más sencillo si los zemoquianos se concentraran todos en un mismo lugar, domi? —preguntó.
—En efecto, amigo Bevier, pero ¿por qué iban a hacerlo?
—Para capturar algo que fuera valioso, amigo Kring.
—¿Como qué? —inquirió Kring, vivamente interesado.
—Oro. —Bevier se encogió de hombros—. Y mujeres y vuestros rebaños. Kring puso cara de desconcierto.
—Sería una trampa, por supuesto —prosiguió Bevier—. Reunís todos vuestros rebaños, tesoros y mujeres en un sitio y los dejáis al cuidado de unos cuantos keloi. Después partís con el resto de vuestros guerreros, cerciorándoos de que os vean los exploradores zemoquianos. Luego, en cuanto anochezca, regresáis furtivamente y tomáis posiciones en los alrededores y os mantenéis ocultos. Los zemoquianos vendrán corriendo a robaros los rebaños, los tesoros y las mujeres. Entonces podéis abalanzaros de improviso sobre ellos, lo cual os brinda, además, la gloriosa ocasión de que vuestras mujeres sean testigos de vuestro arrojo. Tengo entendido que las mujeres se derriten de amor cuando presencian cómo sus varones destruyen a un enemigo odiado. —Bevier sonreía con astucia.
Kring entornó los ojos mientras tomaba en cuenta la propuesta.
—¡Me gusta! —se pronunció con entusiasmo al cabo de un momento—. ¡Que me aspen si no me gusta! ¡Así lo haremos! —Se alejó para contárselo a su gente.
—Bevier —señaló Tynian—, me sorprendéis en ocasiones.
—Es una estrategia bastante común para caballería ligera —arguyo con modestia el joven cirínico—. La aprendí estudiando historia militar. Los barones lamorquianos utilizaron varias veces esa estratagema antes de emprender la construcción de los castillos.
—Lo sé, pero vos habéis sugerido el uso de mujeres como señuelo. Me parece que sois un poco más mundano de lo que aparentáis, amigo mío.
Bevier se ruborizó.
Siguieron cabalgando detrás de Kring a un paso más lento, entorpecidos por los heridos y la penosa hilera de caballos que transportaban a los muertos. Kalten contaba con aire ausente algo con los dedos.
—¿Qué te preocupa? —le preguntó Sparhawk.
—Estoy tratando de calcular cuánto tiempo de ventaja le hemos arrebatado a Martel.
—No llega a un día y medio —dictaminó prontamente Talen—. día y un tercio, para ser exactos. Estamos a seis o siete horas de camino de él, teniendo en cuenta que nuestro promedio es de una legua por hora.
—Treinta kilómetros entonces —dedujo Kalten—. ¿Sabéis, Sparhawk? Si cabalgáramos toda la noche, podríamos irrumpir en su campamento antes de que salga el sol mañana.
—No vamos a viajar de noche, Kalten. Nos ronda algo muy hostil y preferiría que no nos sorprendiera a oscuras.
Dispusieron el campamento al caer la tarde y, después de cenar, Sparhawk y los demás se reunieron en un amplio pabellón para considerar las alternativas que se les presentaban.
—A grandes rasgos, ya tenemos trazado un plan de acción —expuso Sparhawk—. Hasta llegar a la frontera no surgirán problemas, en principio. Dado que Kring va a alejar a sus guerreros de las mujeres, éstos nos acompañarán como mínimo durante un buen trecho. Su presencia mantendrá alejadas a las fuerzas convencionales zemoquianas, de manera que estaremos a salvo hasta que no entremos en territorio zemoquiano. Es entonces cuando tendremos motivos de preocupación, y la clave de todo ello está en Martel. Tendremos que seguir hostigándolo de forma que no tenga tiempo para captar zemoquianos e interponerlos en nuestro camino.
—A ver si te aclaras, Sparhawk —lo criticó Kalten—. Primero aseguras que no vamos a cabalgar de noche y luego dices que vas a seguir hostigando a Martel.
—No tenemos por qué estar realmente pisándole los talones para hostigarlo, Kalten. Mientras piense que estamos cerca, no parará de correr. Me parece que voy a sostener una charla con él ahora que todavía queda luz de día. —Miró en derredor—. Necesitaré unas doce velas —pidió—. Berit, ¿os importaría ir a buscarlas?
—Por supuesto que no, sir Sparhawk.
—Disponedlas sobre esta mesa en apretada hilera. —Sparhawk volvió a sacar el Bhelliom de debajo de la sobreveste, lo dejó en la mesa y lo cubrió con una tela para mitigar su seducción. Cuando los cirios estuvieron encendidos en su lugar, destapó la joya y apoyó en ella las manos ensortijadas—. ¡Rosa Azul —ordenó—, traedme a Khwaj!
La piedra se calentó de nuevo bajo su mano al tiempo que en la concavidad que formaban sus pétalos se asentaba el mismo fulgor.
—¡ Khwaj! —invocó con energía Sparhawk—. Ya me conocéis. Quiero ver el sitio donde dormirá mi enemigo esta noche. ¡Haced que aparezca en el fuego, Khwaj! ¡Ahora!
El aullido de rabia no fue tal esa vez, convertida su gradación en un lúgubre quejido. Las llamas de las velas se alargaron y juntaron sus bordes para formar una pantalla compacta de fuego amarillento en la que se formó una imagen.
Era un reducido campamento de sólo tres tiendas, emplazado en una herbosa cuenca en cuyo centro había un pequeño lago. Al otro lado del agua se alzaba un bosquecillo de cedros y en el crepúsculo creciente vacilaban las llamas de una fogata en el interior del semicírculo que componían las tiendas. Sparhawk se fijó atentamente en los detalles.
—¡Llévanos más cerca del fuego, Khwaj! —vociferó—. Hazlo de modo que podamos oír lo que dicen.
La escena se modificó al ajustarse el enfoque. Martel y sus compañeros estaban sentados alrededor del fuego con caras demacradas por la extenuación. Sparhawk hizo una señal a sus amigos y éstos se inclinaron para escuchar.
—¿Dónde están, Martel? —preguntaba Arissa con acritud—. ¿Dónde están esos valientes zemoquianos con quienes contabais para protegeros? ¿Recogiendo flores en el campo?
—Están distrayendo a los keloi, princesa —repuso Martel—. ¿De veras queréis que nos den alcance esos salvajes? No os preocupéis, Arissa. Si vuestros apetitos están creciendo de forma incontrolable, os prestaré a Adus. No huele muy bien, pero eso no será un grave impedimento para vos, ¿no es cierto?
La mujer le asestó una mirada cargada de odio, pero Martel no le concedió mayor importancia.
—Los zemoquianos mantendrán a raya a los keloi —informó a Annias-, y, a menos que Sparhawk esté maltratando cruelmente a sus caballos, lo cual no haría jamás, todavía está a tres días de camino. No necesitaremos a ningún zemoquiano hasta que crucemos la frontera. Entonces localizaré a algunos para comenzar a tenderle trampas a mi querido hermano y a sus amigos.
—¡Khwaj —indicó Sparhawk—, haced que ellos puedan oírme! ¡Ahora! Las llamas de las velas oscilaron y luego volvieron a quedar inmóviles.
—Un campamento precioso, Martel —observó Sparhawk con desenvoltura—. ¿Hay peces en el lago?
—¡Sparhawk! —exclamó, boquiabierto, Martel—. ¿Cómo podéis llegar hasta tan lejos?
—¿Lejos, viejo amigo? En realidad no estamos tan lejos. Estoy casi a dos palmos de vos. En vuestro lugar, no obstante, habría acampado en ese bosque de cedros de allí. Hay gente de toda clase de razas deseosa de mataros, hermano mío, y es un tanto imprudente instalarse a pasar la noche en descampado como lo habéis hecho.
—¡Trae los caballos! —gritó Martel a Adus, poniéndose súbitamente en pie.
—¿Ya os vais tan pronto, Martel? —preguntó con calma Sparhawk—. ¡Qué lástima! Tenía tantas ganas de volver a encontrarme cara a cara con vos... Ah, bueno, da igual. Os veré a primera hora de la mañana. Creo que ambos podremos resistir la espera.
Sparhawk observó con maliciosa sonrisa cómo los cinco ensillaban las cabalgaduras con pánico patente en sus movimientos y mirando frenéticamente en todas direcciones. Saltaron a los caballos y partieron a la carrera hacia el este, azotando sin piedad a las monturas.
—Volved, Martel —lo llamó Sparhawk—. Os habéis dejado olvidadas las tiendas.
La tierra de los keloi era un vasto prado indiviso que jamás había arañado un arado. Los vientos otoñales barrían aquel inacabable pastizal bajo un cielo encapotado, susurrando un canto mortuorio por el extinto verano. Cabalgaban en dirección este hacia un elevado pináculo rocoso que sobresalía en el centro de la llanura, arrebujados en las capas para resguardarse del árido frío y con el ánimo ensombrecido por la interminable penumbra.
Al llegar al rocoso promontorio al atardecer, descubrieron que en sus alrededores reinaba una frenética actividad. Kring, que se había adelantado para reunir a los keloi, salió a recibirlos a caballo, con la cabeza cubierta con un tosco vendaje.
—¿Qué os ha ocurrido, amigo Kring? —le preguntó Tynian.
—Ha habido una ligera insatisfacción en lo referente al plan de sir Bevier —respondió tristemente Kring—. Uno de los disidentes me ha atacado por la espalda.
—Nunca hubiera imaginado que un guerrero keloi hiciera tal cosa.
—Desde luego que no lo hacen, pero mi agresor ha sido una mujer. Una dama keloi de alta posición social se me ha acercado disimuladamente por detrás y me ha golpeado la cabeza con una olla.
—Espero que la hayáis castigado como se merece.
—De ningún modo podía hacerlo, amigo Tynian, porque se trata de mi propia hermana. Nuestra madre jamás me habría perdonado que le diera una azotaina a esa mocosa. A ninguna de las mujeres les ha complacido la idea de sir Bevier, pero mi hermana ha sido la única que se ha atrevido a reconvenirme.
—¿Temen por su propia seguridad? —inquirió Bevier.
—Por supuesto que no. Son valientes como leonas. Lo que las preocupa es que una de ellas vaya a quedarse a cargo del campamento femenino. Las mujeres keloi son muy susceptibles en lo que respecta a la categoría de cada cual. Todos los varones han calificado de espléndida la idea, pero las mujeres... —Abrió los brazos en ademán de impotencia—. ¿Dónde está el hombre capaz de llegar a entender a una mujer? —Entonces irguió los hombros y se centró en cuestiones de interés concreto—. He ordenado a mis lugartenientes la organización del campamento. Dejaremos una fuerza mínima aquí y los demás cabalgaremos ostentosamente hacia Zemoch como si tuviéramos la intención de invadirlo. Por la noche iremos regresando de poco en poco en destacamentos y nos apostaremos en las colinas de los alrededores para esperar a los zemoquianos. Vosotros vendréis con nosotros y os separaréis discretamente al llegar a la frontera.