—Parece que estaba en lo cierto. Oh, bueno, supongo que no será la primera vez que tengamos que soportar un temporal de nieve.
—¿A quién le toca preparar la cena? —inquirió Kalten.
—A vos —le respondió Ulath.
—No puede ser que me toque otra vez a mí.
—Lo siento, pero así es.
Kalten se fue refunfuñando hacia las alforjas y se puso a revolver desordenadamente su contenido.
La cena consistía en las raciones que solían comer en sus viajes los keloi: cordero ahumado, pan moreno y una espesa sopa elaborada con guisantes secos, todo muy nutritivo, aunque de sabor poco espectacular. Cuando acabaron de comer, Kalten comenzó a retirar los restos. Estaba recogiendo los platos cuando se paró de repente.
—Ulath... —dijo con tono de sospecha.
—¿Sí, Kalten?
—En todo el tiempo que llevamos viajando juntos no os he visto cocinar más de un par de veces.
—No, seguramente no.
—¿Y cuándo os toca a vos el turno?
—No me toca. Mi trabajo es llevar la cuenta de los turnos de cada cual. No iríais a esperar que hiciera eso y además cocinara, ¿verdad? No sería justo.
—¿Quién os designó para el cargo?
—Me presenté voluntario. Es lo que se espera de un caballero de la Iglesia a la hora de realizar una tarea desagradable. Ése es uno de los motivos por los que la gente nos tiene tanto respeto. Permanecieron sentados alrededor del fuego, contemplando las llamas con ánimo sombrío.
—Son días como éste los que me inducen a interrogarme por qué adopté la profesión de caballero —comentó Tynian—. Cuando era más joven tuve oportunidad de seguir la carrera de abogado, pero, como pensé que sería aburrido, elegí esta vida. No sé por qué lo haría.
Sonó un murmullo general de asentimientos.
—Caballeros —les llamó la atención Sephrenia—, desterrad de la mente esta clase de pensamientos. Ya os he dicho antes que, si nos ponemos melancólicos o cedemos a la desesperación, caeremos directamente en manos de nuestros enemigos. Ya es suficiente con tener una nube oscura cernida sobre nuestras cabezas. No agreguemos a ella nubarrones de creación propia. Cuando la luz vacila, las tinieblas obtienen la victoria.
—Si lo que intentáis es animarnos, adoptáis un enfoque muy raro, Sephrenia —observó Talen.
—Tal vez he exagerado un poco —concedió con una tenue sonrisa—. Lo cierto es, queridos, que todos debemos estar prevenidos. Debemos precavernos contra la depresión, el desaliento y, sobre todo, la melancolía. La melancolía es una forma de locura.
—¿Qué debemos hacer? —le preguntó Kalten.
—Es muy sencillo, Kalten —le contestó Ulath—. Vos observáis atentamente a Tynian y, en cuanto empiece a comportarse como una mariposa, avisáis a Sparhawk. Yo os vigilaré a vos para ver si presentáis síntomas de querer convertiros en rana. En el momento en que comencéis a intentar cazar moscas con la lengua, sabré que estáis perdiendo la noción de la realidad.
La llovizna que se filtraba arremolinada por el angosto pasadizo llevaba consigo copos de nieve casi tan grandes como monedas. Los cuervos permanecían encaramados en las ramas, chorreando, y lanzando miradas de mal agüero. Aquélla era una de esas mañanas que reclamaban a voz en grito consistentes paredes, un techo firme y un alegre fuego, pero, dado que tales comodidades se hallaban fuera del alcance de los caballeros, Sparhawk y Kurik siguieron arrastrándose hasta el corazón de la espesura de enebros y aguardaron.
—¿Estás seguro? —susurró Sparhawk a su escudero.
—Era humo sin lugar a dudas, Sparhawk —repuso en voz baja Kurik—, y alguien estaba friendo tocino, que seguro que se le ha quemado.
—No nos queda más remedio que esperar—se resignó Sparhawk—. No quiero darme de bruces con nadie. —Trató de modificar la posición en que se encontraba, pero estaba encajado entre dos achaparrados árboles.
—¿Qué ocurre? —susurró Kurik.
—Me está goteando el agua de una rama directamente en la nuca.
—¿Cómo os sentís, mi señor? —inquirió Kurik, después de dirigirle una larga e inquisitiva mirada.
—Mojado. Gracias por preguntarlo, de todos modos.
—Ya sabéis a qué me refiero. Una de mis obligaciones es ocuparme de vuestro bienestar. Vos sois la pieza clave de esta expedición. No importa que los demás caigamos en la autoconmiseración, pero si vos comenzáis a tener dudas y temores, todos saldremos malparados.
—Sephrenia muestra a veces los mismos instintos maternales que una gallina clueca.
—Os quiere mucho, Sparhawk. Es natural que se preocupe.
—Ya estoy grandecito, Kurik. Incluso estoy casado.
—Vaya, me parece que tenéis razón. ¡Qué raro que no me hubiera dado cuenta!
—Muy gracioso.
Aguardaron, aguzando el oído, pero no oyeron más que el sonido del agua que goteaba de las ramas.
—Sparhawk —dijo al cabo Kurik.
—¿Sí?
—Si me ocurriera algo, vos cuidaréis de Aslade, ¿verdad? Y de los chicos.
—No va a sucederte nada, Kurik.
—Espero que no, pero de todas formas necesito saberlo.
—Vas a cobrar una pensión... bastante suculenta, por cierto. Hasta puede que tenga que vender algunos acres para pagártela. A Aslade no le va a faltar nada.
—Eso suponiendo que también vos salgáis con vida de ésta —señaló irónicamente Kurik.
—No tienes por qué inquietarte por eso, amigo mío. Está en mi testamento. Vanion se ocupará de ello... o Ehlana.
—Pensáis en todo, ¿eh, Sparhawk?
—Tengo una profesión peligrosa y estoy más o menos obligado a tomar ciertas disposiciones... por si se presentara algún accidente.—Sparhawk sonrió a su amigo—. ¿Has sacado a colación este tema con el incomprensible propósito de levantarme el ánimo?
—Sólo quería saberlo, nada más —respondió Kurik—. Es mejor tener paz de espíritu en lo concerniente a estas cuestiones. Aslade podría entonces dar un oficio a los muchachos.
—Tus hijos ya tienen reservado un oficio, Kurik.
—¿De granjeros? Es una ocupación un poco incierta.
—No me refería a eso. He hablado con Vanion de ellos. Tu hijo mayor probablemente entrará como novicio cuando hayamos concluido este viaje.
—Eso es ridículo, Sparhawk.
—No tanto. La orden pandion necesita siempre hombres valientes y honrados, y, si han salido a su padre, tus hijos son inmejorables. Te hubiéramos armado caballero a ti hace años, pero nunca me has dejado ni plantearlo. Eres un hombre obstinado, Kurik.
—Sparhawk... —se dispuso a contraatacar Kurik—. ¡Se acerca alguien! —musitó.
—Esto es una tontería como una casa —declaró una voz desde el otro lado del bosquecillo en la vulgar mezcla de elenio y estirio que identificaba como zemoquiano a su propietario.
—¿Qué ha dicho? —susurró Kurik—. No acabo de entender ese parloteo.
—Te lo diré después.
—¿Por qué no regresas y le dices a Surkhel que es un idiota, Houna? —sugirió otra voz—. Estoy seguro de que le interesará conocer tu opinión.
—Surkhel es un idiota, Timak. Es de Korakach, y allí todos están locos o son débiles mentales.
—Cumplimos órdenes de Otha, no de Surkhel, Houna —precisó Timak—. Surkhel sólo está haciendo lo que le han encargado.
—Otha —resopló Houna—. Yo no creo que exista ningún Otha. Es una mera invención de los sacerdotes. ¿Quién lo ha visto?
—Tienes suerte de que soy amigo tuyo, Houna. Podrían arrojarte para alimento de los buitres por hablar de ese modo. No te quejes tanto. Este trabajo no es tan malo. Todo cuanto hemos de hacer es cabalgar buscando gente en una zona donde no hay nadie. Todos sus habitantes han sido reclutados y enviados a Lamorkand.
—Estoy cansado de soportar la lluvia, eso es todo.
—Puedes estar contento de que sólo sea lluvia lo que cae del cielo. Cuando nuestros amigos se enfrenten a los caballeros de la Iglesia en los llanos de Lamorkand, probablemente habrán de soportar chaparrones de fuego o de relámpagos... o de serpientes venenosas.
—Los caballeros de la Iglesia no pueden ser tan temibles —se mofó Houna—. Nosotros tenemos a Azash para protegernos.
—Hasta cierto punto —bufó Timak—. Azash hierve niños zemoquianos para dar consistencia a la sopa.
—Eso son supersticiones carentes de sentido, Timak.
—¿Has conocido a alguien que haya ido a su templo y haya vuelto a salir? En la lejanía sonó un agudo silbido.
—Es Surkhel —identificó Timak—. Es hora de ponernos en marcha. Me pregunto si se da cuenta de lo irritante que es ese silbido.
—Tiene que silbar, Timak. Todavía no ha aprendido a hablar. Vámonos.
—¿Qué han dicho? —susurró Kurik—. ¿Quiénes son?
—Parece que son miembros de una especie de patrulla —repuso Sparhawk.
—¿Están buscándonos? ¿Logró Martel organizar una persecución después de todo?
—Creo que no. Por lo que decían esos dos, se dedican a hacer la leva de todos los que no han ido a la guerra. Reunámonos con los demás y partamos.
—¿De qué hablaban? —preguntó Kalten cuando se disponían a volver a ponerse en camino.
—Estaban lamentándose —respondió Sparhawk—. Se expresaban tal como lo hacen todos los soldados en el mundo entero. Creo que, si dejáramos al margen todas las historias de horrores que circulan, descubriríamos que los zemoquianos no son tan distintos del común de los pueblos que habitan otros lugares.
—Adoran a Azash —objetó obstinadamente Bevier—. Eso ya los convierte en monstruos de entrada.
—Temen a Azash, Bevier —lo corrigió Sparhawk—. Existe una gran diferencia entre el miedo y la adoración. Me parece que no hay necesidad de que nos embarquemos en una guerra de total aniquilación aquí en Zemoch. Es preciso liquidar a los fanáticos y a las tropas de élite... junto con Azash y Otha, por supuesto. Creo que después podemos dejar que el pueblo llano elija su propia teología, ya sea elenia o estiria.
—Son una raza degenerada, Sparhawk —insistió Bevier con terquedad—. El matrimonio mixto entre estirios y elenios es una abominación a los ojos de Dios.
Sparhawk suspiró, decidiendo que era inútil discutir con una persona de ideas tan archiconservadoras.
—Podemos resolver estas diferencias de punto de vista cuando haya acabado la guerra —dijo—. Ahora debemos proseguir sin faltar a la prudencia. Mantengamos los ojos bien abiertos, aunque no creo que debamos andar con paso furtivo.
Volvieron a montar y, cabalgando, salieron del desfiladero y desembocaron en una montuosa meseta en la que había diseminadas varias arboledas. Seguía lloviendo y los copos de nieve mezclados con el agua se hacían cada vez más recios a medida que avanzaban hacia el este. Esa noche acamparon en un bosquecillo de píceas, al escaso calor de la pequeña y raquítica hoguera que consiguieron encender con ramas mojadas. A la mañana siguiente, al despertar, hallaron la tierra cubierta de una capa de nieve medio derretida de un grosor de unos ocho centímetros.
—Es hora de tomar una decisión, Sparhawk —planteó Kurik, mirando la nieve que no cesaba de caer.
—¿Oh?
—Podemos intentar continuar siguiendo este sendero, que no está muy bien marcado para empezar y que probablemente desaparecerá por completo dentro de una hora, o bien ponernos en camino hacia el norte. Podríamos estar en el camino de Vileta a eso de mediodía.
—Infiero que tú tienes una preferencia clara.
—Así es. No me atrae la perspectiva de vagar por tierra extraña tratando de encontrar un sendero que podría conducirnos incluso a un sitio al que no queremos ir.
—De acuerdo pues, Kurik —aceptó Sparhawk—. Ya que te entusiasma tanto esta segunda opción, haremos como tú dices. Lo único que me preocupaba era atravesar la zona fronteriza donde Martel pretendía tendernos emboscadas.
—Perderemos medio día —objetó Ulath.
—Perderemos mucho más tiempo si nos extraviamos por estas montañas —arguyó Sparhawk—. No tenemos concertada una cita a una hora determinada con Azash. Nos recibirá lleguemos cuando lleguemos.
Cabalgaron rumbo norte, hollando la licuada nieve, con el panorama de las cercanas colinas empañado por la niebla y la cortina de tupidos copos incesantemente renovados. La aguanieve iba depositándose sobre ellos, formando una capa que los calaba hasta los huesos, sumando su malestar a la tendencia sombría de su humor. Ni Ulath ni Tynian consiguieron levantarles el ánimo con las varias tentativas humorísticas realizadas y al cabo de un rato el silencio se aposentó entre ellos y cada cual se sumió en la melancolía de los propios pensamientos.
Tal como había previsto Kurik, llegaron al camino de Vileta hacia mediodía y volvieron a adoptar rumbo este. No se veían huellas de que alguien hubiera transitado aquella ruta desde que había comenzado a nevar. El atardecer, un gradual oscurecimiento de la penumbra reinante, apenas si supuso una diferencia de matiz en aquel día presidido por la nevada. Se refugiaron para pasar la noche en un viejo corral en lastimoso estado y, como tenían por costumbre hacer en territorio hostil, dispusieron turnos de guardia.
A última hora del día siguiente pasaron Vileta, eludiendo entrar en ella, en parte porque no tenían nada que hacer en la ciudad y también para eludir riesgos inútiles.
—Está desierta —sentenció Kurik mientras cabalgaban por las afueras.
—¿Cómo lo sabéis? —inquirió Kalten.
—No hay humo. Hace frío y todavía sigue nevando. Habrían encendido fuego.
—Oh.
—Me pregunto si se dejarían algo olvidado al marcharse —caviló Talen con ojos brillantes.
—Olvídalo —le recomendó concisamente Kurik.
La nieve disminuyó algo el día posterior y ello les devolvió el aliento, pero, cuando se despertaron a la mañana siguiente, volvía a nevar y se les vino abajo el ánimo de nuevo.
—¿Por qué hacemos esto, Sparhawk? —preguntó Kalten, malhumorado, cuando el día tocaba a su fin—. ¿Por qué tenemos que ser nosotros?
—Porque somos caballeros de la Iglesia.
—Hay otros caballeros de la Iglesia. ¿No hemos hecho bastante ya?
—¿Quieres regresar? No os pedí que vinierais, ni a ti ni a nadie.
—No, desde luego que no. No sé cómo se me ha ocurrido decirte algo así. Olvídalo. Sparhawk, no obstante, lo recordó. Aquella noche sostuvo una conversación en privado con Sephrenia.
—Creo que tenemos un problema —le dijo.
—¿Estáis comenzando a experimentar sensaciones insólitas? —se apresuró a inquirir la mujer—. ¿Algo que podría proceder de algún lugar ajeno a vos?