La rosa de zafiro (63 page)

Read La rosa de zafiro Online

Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

BOOK: La rosa de zafiro
5.94Mb size Format: txt, pdf, ePub

La próxima vez que regresó Talen, el momentáneo resplandor de un rayo reveló una expresión de disgusto en su cara.

—Hay otra patrulla justo delante —informó—. El único problema es que no están patrullando. Parece como si hubieran forzado la puerta de una bodega. Están sentados en medio de la calle bebiendo.

—Pues los sortearemos dando un rodeo por los callejones —declaró, encogiéndose de hombros, Ulath.

—No podemos —lo disuadió Talen—. De esta calle no parte ningún callejón secundario. No he encontrado ninguno para dar un rodeo y debemos pasar necesariamente por esta calle. Según mis conclusiones, es la única de la zona que conduce al palacio. Esta ciudad está construida sin orden y concierto. Ninguna calle va a donde debería ir.

—¿A cuántos juerguistas de ésos nos hemos de enfrentar? —le preguntó Bevier.

—Cinco o seis.

—¿Y llevan antorchas? Talen asintió.

—Están justo después de la próxima curva de la calle.

—Con el deslumbre de las antorchas, no verán mucho en la oscuridad. —Bevier flexionó el brazo, moviendo sugerentemente el hacha.

—¿Qué te parece? —preguntó Kalten a Sparhawk.

—Podríamos intentarlo —acordó Sparhawk—. No se prevé que vayan a cedernos voluntariamente el paso.

Lo que sucedió después se asemejaba más al asesinato que a una pelea. Los zemoquianos, que llevaban bastante rato de jarana, habían llegado a un estado de alegre despreocupación y los caballeros de la Iglesia sólo tuvieron que caminar hacia ellos y clavarles las armas. Uno de ellos lanzó un breve grito que ahogó el desgarrado fragor de un trueno.

Sin pronunciar palabra alguna los caballeros arrastraron sus cuerpos inertes a los zaguanes próximos y los ocultaron. Después se arracimaron con ademán protector en torno a Sephrenia y prosiguieron por aquella ancha calle alumbrada por relámpagos en dirección al mar de humeantes antorchas que parecía rodear el palacio de Otha.

Nuevamente oyeron aquella especie de aullido que en nada sugería una garganta humana. Talen volvió y en aquella ocasión no realizó ningún intento para esquivarlos.

—El palacio no queda lejos —dijo, hablando en voz baja a pesar de los truenos que retumbaban casi constantemente—. Hay guardias en la parte de delante, vestidos con unas armaduras de las que sobresalen toda clase de púas de acero. Parecen puercoespines.

—¿Cuántos son? —inquirió Kalten.

—Más de los que he tenido tiempo de contar. ¿Oís esa especie de gemido?

—He estado tratando de no escucharlo.

—Más vale que os acostumbréis a él, porque son los guardias los que lo emiten.

El palacio de Otha era mayor que la basílica de Chyrellos, pero carecía de toda gracia arquitectónica. Otha había pasado los años tempranos de su vida siendo un cabrero, y el principio que parecía dirigir su sentido del gusto podía resumirse en la palabra «grande». En la mentalidad de Otha, cuanto más colosal era algo, mejor. Su mansión había sido construida con fracturada y negra roca basáltica, la cual era más fácil de tallar debido a la disposición lisa de sus capas, pero que no daba grandes resultados en cuanto a belleza se refería. Propiciaba la construcción de imponentes edificios, pero poco más.

El palacio se alzaba como una montaña en el centro de Zemoch. Tenía torres, desde luego, al igual que todos los palacios, pero las toscas agujas negras que arañaban el cielo por encima del edificio principal carecían de donaire, equilibrio y, en la mayoría de los casos, de propósito evidente. Muchas de ellas, iniciadas siglos antes y todavía por concluir, sobresalían en el aire, incompletas y rodeadas por los podridos restos de toscos andamiajes. El palacio no transmitía tanto una sensación de maldad como de locura, de una suerte de frenético esfuerzo exento de toda finalidad.

Más allá del palacio Sparhawk veía la abultada cúpula del templo de Azash, una perfecta semiesfera de color negro herrumbroso formada por enormes bloques hexagonales rígidamente simétricos que le conferían la apariencia del nido de algún enorme insecto o de una vasta llaga infectada.

El área que rodeaba ambas edificaciones era una especie de zona pavimentada inerte donde no había edificios ni árboles ni monumentos. Era simplemente una lisa explanada que se prolongaba a unos doscientos metros de las paredes que en aquélla, la más oscura de las noches, iluminaban antorchas clavadas sin ninguna simetría en los entresijos de las losas, formando lo que casi semejaba un campo de fuego agitado.

La ancha avenida por la que caminaban los caballeros continuaba directamente, cruzando la desolada plaza, hasta el portal principal de la morada de Otha, en el que se adentraba sin estrecharse bajo el par de puertas arqueadas más amplias y más altas que Sparhawk había visto nunca. Las puertas permanecían ominosamente abiertas.

Los guardias, apostados en el espacio intermedio entre los muros y aquel sembrado de antorchas, llevaban las armaduras más fantásticas que a Sparhawk le había sido dado contemplar. Los yelmos, rematados por bifurcadas antenas de acero, tenían forma de calavera; las diversas junturas —en hombros, codos, caderas y rodillas —estaban decoradas con largas púas y llamativas protuberancias, y los antebrazos estaban tachonados con ganchos. Las armas que asían, con filos aserrados y lengüetas finas como cuchillas, no eran tanto instrumentos de muerte como medios para causar dolor. Los escudos eran grandes y estaban cubiertos con espantosas pinturas.

Sir Tynian era deirano, y los deiranos han sido desde tiempo inmemorial los más afamados expertos en armaduras del mundo.

—Esta es la forma de fanfarronería más infantil que he visto en mi vida —comentó con desdén a los demás, aprovechando una momentánea calma en los truenos.

—¿Oh? —se extrañó Kalten.

—Esas armaduras son casi inservibles. Una buena armadura ha de proteger a quien la lleva, pero dejándole una cierta libertad de movimientos. No se trata de convertirlo en una tortuga.

—Sin embargo, resultan un tanto intimidatorias.

—Eso es lo único que son: algo puramente ostentatorio. Todos esos ganchos y púas son inútiles y, lo que es peor, lo único que harían sería guiar el arma del adversario a los puntos vulnerables.

¿En qué estarían pensando sus armeros?

—Es un legado de la última guerra —explicó Sephrenia—. La apariencia de los caballeros de la Iglesia impresionó mucho a los zemoquianos. Como no comprendieron el cometido real de la armadura y sólo repararon en su espantoso aspecto, sus armeros se concentraron en la apariencia más que en la utilidad. Los zemoquianos no llevan armadura para protegerse sino para asustar a sus adversarios.

—Pues yo no estoy asustado en lo más mínimo, pequeña madre —señaló alegremente Tynian—. Esto va a ser casi demasiado sencillo.

Entonces, obedeciendo a alguna señal que sólo percibieron los horriblemente ataviados guardias de Otha, todos emitieron aquel quejido irracional, una suerte de aullido farfullado carente de todo sentido.

—¿Se supone que es alguna especie de grito de guerra? —inquirió con nerviosismo Bevier.

—Es lo mejor que logran articular —le respondió Sephrenia—. La cultura zemoquiana es básicamente estiria, y los estírios lo desconocen todo sobre la guerra. Esos guardias tratan de imitar los gritos que profieren los elenios al atacar.

—¿Por qué no sacáis el Bhelliom y los borráis del mapa, Sparhawk? —sugirió Talen.

—¡No! —se mostró tajantemente en desacuerdo Sephrenia—. Los dioses troll están confinados ahora y no conviene soltarlos hasta que nos hallemos en presencia de Azash. Sería absurdo valemos del Bhelliom para destruir a unos simples soldados y arriesgar el buen final de nuestra misión.

—No anda errada —concedió Tynian.

—No se mueven —indicó Ulath, mirando a los guardias—. Estoy seguro de que nos ven, pero no están haciendo ningún esfuerzo por formar y proteger esa entrada. Si conseguimos trasponer el umbral y cerrar las puertas tras nosotros, no tendremos por qué preocuparnos más de ellos.

—Ése es el plan más burdo que me han propuesto nunca —se mofó Kalten.

—¿Tenéis otro mejor?

—No, ninguno.

—¿Y entonces?

Adoptando la formación de cuña habitual en esos casos, los caballeros se encaminaron con paso resuelto hacia el portal del palacio de Otha. Al atravesar aquella desolada explanada, Sparhawk percibió una pestilencia que le era extrañamente familiar.

Tan repentinamente como se habían iniciado, los inopinados aullidos cesaron, y los guardianes de calavérico yelmo continuaron impasibles, de pie, sin esgrimir las armas ni intentar siquiera concentrarse ante el portal.

De nuevo el aire se impregnó de aquel penetrante hedor, que barrió, por fortuna, una súbita ráfaga de viento. Los relámpagos redoblaron su furia y comenzaron arrancar con ensordecedor estruendo grandes bloques de piedras de los edificios cercanos. Los rodeaba una atmósfera que parecía haber cobrado de improviso vida.

—¡Al suelo! —vociferó Kurik—. ¡Todos al suelo!

Aun sin comprender, todos lo obedecieron al instante, provocando un gran estrépito al chocar sus armaduras contra el pavimento.

Pronto fue patente el motivo del alarmado grito de Kurik. Dos de los grotescamente acorazados guardianes apostados a la izquierda de las imponentes puertas fueron de pronto engullidos por una brillante bola de fuego azulado y quedaron literalmente hechos trizas. Sus compañeros no se inmutaron ni giraron siquiera la cabeza para mirar, a pesar de la lluvia de pedazos chamuscados de carne y armadura que cayó sobre ellos.

—¡Es la armadura! —gritó Kurik para hacerse oír entre el ruido de los truenos—. ¡El acero atrae los rayos! ¡Quedaos tumbados!

Los relámpagos continuaron abatiéndose sobre las filas de soldados revestidos de metal, y el olor a carne y cabello quemados se esparció por la amplia explanada impulsado por el repentino viento que, formando torbellinos, rebotaba en los altos muros de basalto del palacio.

—¡Ni siquiera pestañean! —exclamó Kalten—. No existe nadie tan disciplinado.

La tormenta prosiguió su pesada marcha y fue a descargar la furia de los relámpagos sobre las casas abandonadas, olvidando a los hombres recubiertos de acero.

—¿Ha pasado ya? —consultó Sparhawk a su escudero.

—No lo sé seguro —le respondió Kurik—. Si notáis una especie de hormigueo, echaos de inmediato al suelo.

Con cautela, se pusieron en pie.

—¿Era Azash? —preguntó Tynian a Sephrenia.

—Me parece que no. Si Azash hubiera dirigido los relámpagos, creo que nos habría acertado. Es posible, no obstante, que se tratara de Otha. Hasta no haber llegado al templo, lo más probable es que hayamos de enfrentarnos a las obras de Otha más que a cualquier fenómeno conjurado por Azash.

—¿Otha? ¿Es realmente tan hábil?

—Hábil no acaba de ser la palabra apropiada —repuso la mujer—. Otha posee un gran poder, pero es torpe. Es demasiado perezoso para practicar.

Prosiguieron su amenazador avance, pero los hombres que los aguardaban vestidos con aquella grotesca armadura siguieron sin hacer el menor ademán de atacar o de reforzar el número de quienes protegían la puerta.

Cuando Sparhawk llegó hasta el primero de los inmóviles guardias, alzó la espada y entonces éste aulló y alzó desmañadamente un hacha de hoja ancha adornada con inútiles púas y ganchos. Sparhawk la apartó de un golpe y arremetió con la espada. La armadura de espantosa apariencia, apenas más gruesa que el papel, resultó incluso más ineficaz de lo que Tynian había previsto. La estocada de Sparhawk horadó el cuerpo del soldado como si no hubiera hallado la más mínima resistencia. Incluso si hubiera ensartado a un hombre totalmente desprotegido, su hoja no habría penetrado tan profundamente en él.

Entonces el soldado se vino abajo y la desgarrada armadura se abrió. Sparhawk se encogió presa de una súbita repugnancia. El cuerpo que había dentro de la armadura no había sido el de un hombre vivo. Parecía componerse exclusivamente de renegridos huesos a los que se pegaban algunos putrefactos jirones de carne. De la brecha de la armadura emanaba un espantoso hedor.

—¡No están vivos! —tronó Ulath—. ¡No tienen más que huesos y entrañas en descomposición!

Aquejados de náuseas, los caballeros siguieron luchando, abriéndose camino entre sus enemigos ya muertos.

—¡Deteneos! —gritó Sephrenia con tono perentorio.

—Pero... —se dispuso a objetar Kalten.

—¡Separaos un metro de ellos..., todos!

Retrocedieron a desgana, y los cadáveres que los amenazaban, inmóviles de nuevo, volvieron a emitir aquel impasible aullido, como si respondieran a una invisible señal.

—¿Qué sucede? —preguntó Ulath—. ¿Por qué no atacan?

—Porque están muertos, Ulath —contestó Sephrenia. Ulath apuntó a una forma desplomada con el hacha.

—Muerto o no, ése intentó clavarme una lanza.

—Porque os habéis situado en el radio de alcance de su arma. Miradlos. Nos rodean y ni siquiera hacen nada por defender a sus compañeros. Dame una antorcha, Talen.

El muchacho arrancó una antorcha del suelo y se la tendió. Entonces ella escrutó el empedrado.

—Es terrorífico —dijo, estremeciéndose.

—Nosotros os protegeremos, lady Sephrenia —le aseguró Bevier—. No tenéis nada que temer.

—Nada hemos de temer, querido Bevier. Lo que en realidad es pavoroso es el hecho de que Otha disponga probablemente de más poder que cualquier otro ser humano vivo, pero que sea tan estúpido que ni siquiera sepa cómo usarlo. Hemos pasado varios siglos amedrentados por un perfecto imbécil.

—Levantar a los muertos es algo bastante impresionante, Sephrenia —arguyo Sparhawk.

—Cualquier niño estirio es capaz de animar a un cadáver, pero Otha no sabe ni lo que ha de hacer una vez que los ha revivido. Cada uno de estos guardias fallecidos se mantiene de pie sobre una baldosa, y esa baldosa determina la única superficie que protege.

—¿Estáis segura?

—Comprobadlo por vos mismo.

Sparhawk levantó el escudo y se acercó a uno de los hediondos guardias. No bien hubo posado el pie en la losa, el ser de cadavérico rostro dirigió con espasmódico impulso contra él un hacha de hoja dentada, que él esquivó fácilmente. Cuando se apartó, el soldado volvió a adoptar su posición anterior y permaneció tan rígido como una estatua.

El vasto círculo de guardias que rodeaban el palacio y el templo volvió a exhalar su extravagante gemido.

Other books

Breaking Sin by Teresa Mummert
Least Likely To Survive by Biesiada, Lisa
Dust by Hugh Howey
This Gorgeous Game by Donna Freitas
Love Lessons by Margaret Daley