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Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

La rosa de zafiro (65 page)

BOOK: La rosa de zafiro
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—En ese caso debemos irrumpir en la sala del trono, atrancar las puertas, acabar con los guardias que haya adentro y hacer prisionero a Otha. Si le ponemos un cuchillo en la garganta, no creo que ninguno de sus soldados se interponga en nuestro camino.

—Otha es un mago —le recordó Tynian—. No será tan fácil apresarlo.

—Otha no constituye apenas un peligro por el momento —disintió Sephrenia—. A todos se nos ha truncado un hechizo alguna vez. Se tarda un rato en recobrar las capacidades.

—¿Estamos listos pues? —preguntó Sparhawk con voz tensa. Asintieron mudamente y salieron por la puerta.

El corredor que llevaba de las cocinas a la sala del trono de Otha era estrecho y no muy largo. Al fondo se veía una rojiza luz de antorcha. Cuando se aproximaban a ella, Talen se escabulló hacia adelante, avanzando con paso extremadamente sigiloso sobre el suelo de piedra.

—Están todos allí —susurró con voz excitada al regresar al cabo de unos momentos—. Annias, Martel y los demás. Parece que acaban de llegar, porque todavía llevan capas de viaje.

—¿Cuántos guardias hay en la habitación? —le preguntó Kurik.

—No muchos. Veinte como mucho.

—Los demás deben de estar en los pasillos buscándonos.

—¿Podrías describir la habitación? —pidió Tynian—. ¿Y los sitios donde se encuentran los centinelas?

—Este pasillo acaba a corta distancia del trono. Identificaréis a Otha casi al instante, porque parece una babosa. Martel y los demás están apiñados en torno a él. Hay dos guardias apostados en cada una de las puertas, salvo en la arcada que hay justo detrás del trono, que nadie protege. Los demás centinelas están dispersados por la habitación a lo largo de las paredes. Llevan cota de mallas y espada y todos apoyan la mano en una larga lanza. Hay aproximadamente una docena de hombres muy musculosos en taparrabos sentados en cuclillas cerca del trono. Ésos no van armados.

—Los porteadores de Otha —explicó Sephrenia.

—Teníais razón —confirmó Talen—. Hay cuatro puertas: ésta por la que saldremos nosotros, una en el otro extremo de la habitación, la arcada y una mayor en la otra punta.

—La que conduce al resto del palacio —dedujo Sephrenia.

—Ésa es la importante —decidió Sparhawk—. En las cocinas sólo debe de haber algunos cocineros, y el dormitorio de Otha debe de estar prácticamente solitario, pero habrá soldados al otro lado de esa puerta principal. ¿A qué distancia queda esa puerta de la salida de este pasillo?

—A unos sesenta metros —repuso el chico.

—¿Quién tiene ganas de correr? —Sparhawk miró a sus amigos.

—¿Qué decís, Tynian? —inquirió Ulath—. ¿A qué velocidad recorréis sesenta metros?

—A la misma que vos, amigo mío.

—No olvides que me prometiste reservarme a Adus —recordó Kalten a su amigo.

—Intentaré conservarlo vivo para ti.

Siguieron avanzando resueltamente en dirección al vano iluminado, junto al cual se detuvieron un instante antes de precipitarse en el interior de la cámara. Ulath y Tynian se dirigieron raudamente a la puerta principal, lo que provocó gritos de estupor y de alarma en los presentes. Los soldados de Otha se impartían órdenes contradictorias unos a otros hasta que un oficial los atajó a todos con un bronco bramido.

—¡Proteged al emperador!

Los guardias alineados junto a los muros dejaron a su suerte a los camaradas que guardaban las puertas y corrieron a formar con sus lanzas un anillo protector en torno al trono. Kalten y Bevier habían liquidado casi con negligencia a los dos guardias que flanqueaban el corredor que daba a las cocinas en tanto Ulath y Tynian llegaban a la salida principal donde los dos guardias intentaban afanosamente abrir las hojas para pedir ayuda. Los dos cayeron bajo el primer frenesí de estocadas y luego Ulath apoyó la fornida espalda contra la puerta y se apuntaló mientras Tynian tanteaba detrás de las cortinas buscando la barra para atrancar la puerta.

Berit irrumpió en la sala junto a Sparhawk, evitó de un salto los dos guardias que aún se movían débilmente en el suelo y corrió hacia la puerta de enfrente con el hacha en alto. Aun con el peso de la armadura, atravesó corriendo como un gamo la sala del trono y se abatió sobre los dos hombres que guardaban la puerta de los aposentos de Otha. Les quitó las lanzas y los liquidó con dos poderosos hachazos.

Sparhawk oyó el estrepitoso sonido metálico que produjo Kalten al colocar la pesada tranca de hierro.

Alguien aporreó la puerta que Ulath mantenía cerrada, pero Kalten ya había corrido la tranca, obstruyendo la entrada. Berit también atrancó la suya.

—Muy bien hecho —aprobó Kurik—. Sin embargo, aún no podemos llegar a donde está Otha. Sparhawk miró el anillo de lanzas que rodeaban el trono y después al propio Otha. Tal como había dicho Talen, el hombre que había aterrorizado a Occidente durante los últimos cinco siglos parecía una vulgar babosa. Estaba totalmente calvo y su piel era de una palidez extrema. Su cara, grotescamente hinchada, estaba tan reluciente por el sudor que daba la impresión de estar cubierta de baba. Su enorme panza abultaba tanto que sus brazos apenas pasaban de ser insignificantes y raquíticos adminículos. Sus grasientas manos, increíblemente sucias al igual que el resto de su cuerpo, estaban enjoyadas con valiosísimas sortijas. Se hallaba medio echado en el trono, como si alguien lo hubiera arrojado allí, con ojos vidriosos y agitado de violentas convulsiones que ponían de manifiesto que aún no se había recobrado de la brusca interrupción de su encantamiento.

Sparhawk aspiró profundamente para calmarse mientras miraba en derredor. La estancia lucía una decoración digna de reyes, con los muros cubiertos de oro forjado a martillo, las columnas nacaradas, el suelo pavimentado con ónice blanco pulido y los cortinajes que flanqueaban cada una de las puertas confeccionados con terciopelo rojo. De las paredes sobresalía de trecho en trecho una antorcha y a ambos lados del trono de Otha había unos enormes braseros de hierro.

Y entonces, por fin, Sparhawk detuvo la mirada en Martel.

—Ah, Sparhawk —lo saludó con cortesía el hombre de pelo blanco—, habéis sido muy amable en venir. Os estábamos esperando. A pesar de la desenvoltura de su tono, la voz lo traicionó mostrando un leve asomo de asombro. Martel no esperaba verlos llegar tan pronto, y menos de aquel modo tan imprevisto. Estaba de pie con Annias, Arissa y Lycheas dentro del círculo de lanceros, a quienes Adus espoleaba con puntapiés y maldiciones.

—De todas formas pasábamos por aquí. —Sparhawk se encogió de hombros—. ¿Cómo os ha ido, viejo amigo? Parecéis fatigado. ¿Ha sido pesado el viaje?

—Soportable cuando menos. —Martel inclinó la cabeza en dirección a Sephrenia—. Pequeña madre —dijo, volviendo a expresar un curioso pesar en la voz.

Sephrenia suspiró, pero no dijo nada.

—Veo que estamos todos aquí —continuó Sparhawk—. Me divierten mucho estas pequeñas reuniones. ¿A vos no? Son una ocasión para dar rienda suelta al recuerdo.—Miró a Annias, cuya posición de subordinación a Martel resultaba patente ahora—. Debisteis quedaros en Chyrellos, Su Ilustrísima —dijo—. Os perdisteis la intriga de la elección. ¿Creeréis que la jerarquía colocó a Dolmant en el trono del archiprelado?

—¿Dolmant? —exclamó, afligido, el patriarca de Cimmura, con semblante repentinamente angustiado.

Años después, Sparhawk llegaría a la conclusión de que su venganza sobre el primado había sido completa en ese instante. El dolor que aquella simple afirmación había causado a su enemigo era algo que se hallaba fuera del alcance de su comprensión. La vida del primado de Cimmura se desmoronó y se consumió en aquel preciso momento.

—Sorprendente, ¿eh? —prosiguió implacablemente Sparhawk—. El último hombre en que uno hubiera pensado. Son muchos en Chyrellos los que creen que Dios dejó sentir su mano en ese día. Mi esposa, la reina de Elenia... (la recordáis, ¿verdad?; una muchacha rubia, bastante hermosa, a la que vos envenenasteis)... pronunció un discurso ante los patriarcas justo antes de que iniciaran sus deliberaciones. Fue ella quien sugirió a Dolmant. Dio muestras de una gran elocuencia, pero el común de la gente achaca los efectos de su alocución a la inspiración del mismo Dios... en especial teniendo en cuenta que Dolmant fue elegido por unanimidad.

—¡Eso es imposible! —se escandalizó Annias—. ¡Mentís, Sparhawk!

—Podéis comprobarlo por vos mismo, Annias. Cuando os lleve de regreso a Chyrellos, estoy seguro de que tendréis tiempo de sobra para examinar los registros referentes a esa reunión. Existe toda una disputa en lo referente a quién va a tener el placer de someteros a juicio y ejecutaros, y es posible que se prolongue años. No sé cómo os las habéis arreglado para ofender a casi todos los habitantes de las tierras que se hallan al oeste de Zemoch. Todos quieren mataros por una razón u otra.

—Os estáis comportando de un modo un tanto infantil, Sparhawk —comentó con desdén Martel.

—Desde luego que sí. Todos lo hacemos a veces. Es verdaderamente una lástima que la puesta del sol haya sido tan poco inspiradora hoy, Martel, ya que fue la última que vais a presenciar.

—Una aseveración aplicable a vos o a mí.

—Sephrenia... —Era un profundo y retumbante gorgoteo más que una voz.

—¿Sí, Otha? —replicó con calma la estiria.

—Saludad de mi parte a vuestra estúpida pequeña diosa —dijo con voz sorda en antiguo elenio, con la mirada ya enfocada, aunque con pulso aún tembloroso—. Vuestra afinidad contra natura con los dioses menores toca a su fin. Azash os aguarda.

—Dudo mucho que así sea, Otha, pues traigo conmigo al desconocido. Lo localicé mucho antes de que naciera y lo he traído aquí con el Bhelliom en el puño. Azash lo teme, Otha, y vos haríais mejor en temerlo también.

Otha se hundió aún más en el trono, retrayendo la cabeza como lo haría una tortuga entre los pliegues de grasa del cuello. Entonces movió la mano con sorprendente velocidad y de ella partió un rayo de verdusca luz dirigido a la menuda mujer estiria. A Sparhawk, no obstante, no lo tomó por sorpresa el ataque pues, a pesar de la aparente negligencia con que sostenía el escudo con las manos al descubierto, apoyaba firmemente las rojas piedras de los anillos en el borde del arma. Con celeridad perfeccionada con años de práctica situó el escudo delante de su tutora y el rayo rebotó en su pulida superficie. Uno de los guardias protegidos con armadura quedó repentinamente destruido por una silenciosa explosión que proyectó sobre el trono una lluvia de candentes fragmentos procedentes de su cota de mallas.

—¿Hemos acabado con estas insensateces, Martel? —preguntó desapaciblemente Sparhawk, desenvainando la espada.

—Ojalá pudiera complaceros, viejo amigo —repuso Martel—, pero Azash está esperándonos. Ya sabéis cómo son estas cosas.

Los golpes descargados contra la pesada puerta que vigilaban Tynian y Ulath arreciaron.

—Parece que alguien llama a la puerta —comentó Martel—. Sed buen chico, Sparhawk, e id a ver quién es. Esos martillazos me ponen los nervios de punta.

Sparhawk comenzó a caminar.

—¡Llevad al emperador a un lugar seguro! —vociferó Annias a los semidesnudos individuos agazapados junto al trono.

Con la eficiencia que daba la práctica, éstos insertaron unas gruesas barras de acero en los diversos orificios del enjoyado sillón, se las cargaron a los hombros y despegaron el inmenso peso de su amo del pedestal del trono. Luego giraron con la litera a cuestas y trotaron pesadamente hacia la arcada situada detrás del trono.

—¡Adus! —ordenó Martel—. ¡Manténlos alejados de mí!

Después él también se volvió y se llevó a Annias y su familia en pos de Otha en tanto el brutal

Adus azotaba a los lanceros con el lomo de su espada, impartiendo ininteligibles órdenes.

La atronadora presión sobre las puertas indicó que los soldados que había afuera utilizaban ahora improvisados arietes.

—¡Sparhawk! —gritó Tynian—. ¡Estas puertas no resistirán mucho rato!

—¡Dejadlas! —contestó Sparhawk—. ¡Ayudadnos aquí! ¡Otha y Martel están escapando! Los soldados que lideraba Adus se habían desplegado para enfrentarse a Sparhawk, Kurik y

Bevier, no tanto con intención de librar combate con ellos como de impedirles la entrada a la arcada que daba acceso al laberinto. Aun cuando en muchos sentidos Adus fuera profunda e incluso terroríficamente estúpido, era un guerrero de talento, y una pelea como aquélla, en la que se dirimía un asunto muy simple y para la que contaba con un considerable número de hombres, lo colocaba en su elemento natural. Dirigía a los guardias de Otha con gruñidos, patadas y golpes, distribuyéndolos por parejas o por tríos para interceptar el paso de un solo oponente con sus lanzas. El concepto implícito en el mandato de Martel se hallaba perfectamente al alcance del limitado intelecto de Adus. Su cometido era demorar a los caballeros el tiempo suficiente para permitir que Martel huyera, y tal vez no había otro hombre más capacitado para conseguirlo que Adus.

Cuando Kalten, Ulath, Tynian y Berit se sumaron a la escaramuza, Adus cedió terreno, pues, aunque contara con la ventaja de la superioridad numérica, sus soldados zemoquianos no eran rivales para los caballeros. Consiguió, no obstante, hacer retroceder el grueso de su fuerza hasta la boca del laberinto, donde sus lanzas podrían constituir una efectiva barrera. Y mientras tanto proseguía el rítmico retumbar de los arietes.

—¡Tenemos que entrar en ese laberinto! —gritó Tynian—. ¡Cuando cedan las puertas, estaremos rodeados!

Fue sir Bevier quien pasó a la acción. El joven caballero cirínico era el arrojo personificado y en muchas ocasiones había dado prueba de su bravura, exponiéndose al riesgo. Se adelantó haciendo oscilar su brutal hacha rematada de ganchos y, en lugar de descargarla contra los soldados, se centró en las lanzas, razonando que una lanza sin punta no deja de ser un mero palo. Al cabo de unos momentos había desarmado de forma efectiva a los zemoquianos de Adus... y había recibido una profunda herida en el costado, justo encima de la cadera. Cayó débilmente de espaldas, manándole la sangre del desgarrón que tenía en la armadura.

—¡Ocupaos de él! —encargó Sparhawk a Berit antes de precipitarse hacia adelante. Sin las lanzas, los zemoquianos se vieron obligados a recurrir a las espadas, lo cual proporcionó una clara ventaja a los caballeros de la Iglesia, que se abrieron limpiamente paso a mandobles.

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